La política española vive muy pendiente de la opinión, y eso no es malo, es casi esencial en una democracia competitiva. Lo que es malo es el sistema de filtros que alimenta y constituye nuestra opinión, un conjunto de hábitos intelectuales y morales que nos aleja muy mucho de cualquier intento de hacer un país mejor, una patria grande y generosa.
No será necesario insistir mucho con ejemplos para que veamos cómo los ciudadanos viven entregados a debates insignificantes, a minucias perniciosas. Llevamos unos días tras los desplazamientos de don Juan Carlos de Borbón, como si eso fuese algo de importancia real para nuestro futuro; el Congreso discute la ley del “solo si es sí” o algo parecido, las bajas laborales por los dolores menstruales y si se baja el IVA a los productos relativos a tan graves eventos. Se arma una pequeña trifulca en el estanque dorado del PP porque un personaje de la nueva situación ha dicho algo que parece equívoco sobre “nacionalidades” y en Génova se pide centrarse en la economía que es lo importante, supongo que para dar a entender alguna fórmula mágica que el líder no quiere revelar, dada la discreción que le caracteriza y que quiere imponer a todo el mundo. Se podrían poner unas decenas de ejemplos más, pero me centraré en este ramillete para ver cómo todas estas pendejadas sirven para apartar la mirada de lo que de verdad debiera preocupar a nuestra opinión pública.
Quienes tanto se escandalizan, y hacen bien, por la corrupción, debieran tener presente que la condición sine qua non de ese fenómeno tiene dos componentes, el ingobernable aumento del gasto público, y la manipulación de la opinión para que se centre en asuntos tales como dónde dormirá el rey emérito o el tratamiento político de ciertas peculiaridades de la fisiología femenina
Discutir sobre la figura y las andanzas del que hemos dado en llamar rey emérito son ganas de hablar porque ni unos conseguirán que los españoles olvidemos lo que hizo bien, ni otros conseguirán esconder sus barrabasadas personales, pero todo eso es ya tiempo pasado y echar carne al asador en semejante expediente solo sirve para que algunos políticos con más labia (no mucha en el fondo) que vergüenza (apenas ninguna) pretendan ocultar su hipocresía de falsos radicales amarrados a la mamandurria. Si hay una tara que España no tiene, y aún menos los españoles mismos, es la de la monarquía, pero hacer que las sospechas sobre nuestras dificultades circulen por ese canal no es inútil para quienes no hacen nada por remediarlas. Los que se las quieren dar de listos dicen que don Juan Carlos debe unas cuantas explicaciones que es como si se le hubiese dicho a John Lennon que tenía que explicar sus relaciones con Yoko Ono porque la escena de ambos encima de la cama resultaba algo equívoca.
La creación de un entorno problemático centrado en la menstruación no deja de ser un hallazgo de quienes dijeron que iban a hacernos tocar el cielo, pero parece que han decidido conformarse con pisar moqueta y aliviar, eso sí, ese gravísimo problema en el que nadie había reparado hasta el momento. No parecen capaces de hacer la revolución, pero quieren abaratar los lenitivos inexcusables en tan doloroso trance.
En Génova siguen empeñados en que tienen una escalera de color y la partida es suya, pero los nuevos ayudantes de cámara venidos de la periferia puede que se muestren un poco turulatos. Ha sido un episodio un tanto chusco, en especial bajo el liderazgo de un político que parece apreciar la discreción acaso más de lo que merezca tan notable cualidad. Cómo va a hacer el PP para lograr la doble carambola de superar a Sánchez, que va de desacierto en disparate pasando por algún esperpento, pero sigue el primero en las encuestas, y no tener que contar con aliados incómodos es un secreto que solo algunos pocos parecen poseer y no deja de ser, a un tiempo, razonable y sorprendente que Feijóo lo quiera guardar bajo siete llaves. Los mal pensados pueden maliciar aquello de que el secreto de la esfinge es que la esfinge no tiene secreto, pero todo parece indicar que en el PP sigue vigente la convicción en la existencia de la llamada “mayoría natural” o bien que el líder gallego piensa que lo de galleguizar a España lo tiene chupado.
No es solo el PP el que pretende cosechar millones de votos a base de mucha discreción porque allá por la otra punta doña Yolanda Díaz dice poseer un programa muy ilusionante y esperanzador, aunque sus perfiles se oculten bajo galaicas brumas, pero, eso sí, su proyecto se denomina “Sumar”. Sin embargo, nadie parece reparar en exceso en el método que doña Yolanda esgrime para sumar y que consiste en empezar dividiendo. En esto la izquierda que se llama a sí misma de esa manera se distingue cada vez menos de sus rivales ideológicos y parece claro que los partidos de clase, como se llamaban hace unos años, empiezan a ser de clase preferente debido a la estricta selección de dirigentes que se practica, o sea que del partido de Pablo hemos pasado a los de Errejón, Colau y los Kichis de Cádiz, y ahora eso se va a combatir con la voluntad de integración del proyecto sumatorio de la meliflua y elegante doña Yolanda, que, por descontado, espera que nadie diga nada que pueda restar ¿qué podría salir mal? Esperemos que en su suma tenga en cuenta don Alberto Garzón, por completo imprescindible, y que una mal entendida rivalidad no la lleve a dejar en la estacada a Ione Belarra y a la abnegada Irene Montero cuyos éxitos en pro de la verdadera igualdad están en la mente de todos.
¿Tiene todo esto algo que ver con una democracia, digamos, madura y capaz? En realidad, muy poco. La democracia exige que el poder soberano del pueblo se represente en las Cámaras y que a través de un debate público las sociedades puedan dar paso a distintas fórmulas de gobierno, pero lo que, con inusitada frecuencia, muestran los partidos en España es algo muy distinto, una mera apariencia. Para empezar, los partidos españoles tienden al cesarismo de forma que sus supuestos cambios suelen ser luchas por el protagonismo desarrolladas, por lo normal, en la ardiente oscuridad. ¿Ha habido algún cambio político de importancia en el PP tras una dramática destitución y la entronización de nuevo presidente? Sería difícil encontrar ese cambio porque ni Casado fue capaz de articular un proyecto claro y atractivo, y nuevo, como es lógico, ni Feijóo parece tener la menor prisa en hacerlo.
Todos asumen que el cambio de liderazgo es lo único que cuenta, aunque lo liderado siga siendo lo mismo, incluso nada. Isabel Ayuso, la joven presidenta de la Comunidad de Madrid, ha prometido un PP radicalmente nuevo, lo que con toda probabilidad significará que a cualquiera al que se le pueda llamar casadista se le abrirá el suelo bajo sus pies. Todo se produce en los partidos como si en la sociedad a la que representan no hubiese problemas y solo existieran los debates de diseño que les interesan. Los partidos parecen saberlo todo, son colegios cerrados en los que los de arriba no dependen de los de abajo sino al revés, y por eso Yolanda Díaz, que es vicepresidenta, puede ponerse a sumar, a escoger a los suyos y a dejar a los infieles a la intemperie.
Como los partidos son lo que son y se comportan de manera disciplinada y sumisa, no son capaces de abordar los problemas que afectan a las sociedades a las que dicen representar y por eso sustituyen los debates que tendrían interés por querellas fútiles y grandes proclamas ideológicas, es decir, que ocultan la realidad real a los ojos de quienes las atiendan. Su única relación con lo que interesa a los ciudadanos tiende a reducirse a tener en cuenta las encuestas, pero no para cambiar a la vista de lo que indican, sino para medir hasta qué punto les está yendo bien con las pócimas ideológicas que suministran sin desmayo. Todo ello favorece un clima de hostilidad civil porque las carencias reales no encuentran el cauce que predice la teoría y actúan como si ese peligro lo pudiesen conjurar, hasta que dejen de poder hacerlo.
En el caso de España es muy llamativa la diferencia que existe entre los proyectos que se mueven en la esfera de los mercados, en los que siempre existe un alto nivel de competencia, o en la de los deportes en que la competencia limpia es el asunto esencial, y las actividades en las que andan metidas las administraciones públicas que tienden a moverse en un clima de gasto enloquecido, desidia, clientelismo, mera propaganda y creciente burocracia. Los partidos tendrían que haber contribuido a hacer que disminuyese el abismo entre la sociedad y los aparatos públicos, algo que experimenta cualquier ciudadano cuando se enfrenta al menor trámite, pero no lo han hecho, se han ido acomodando a su poder y han descuidado su vertiente participativa y representativa.
Lo peor de toda esta historia es que sean muchísimos los ciudadanos que se prestan a seguir las indicaciones del teatro público, a participar en los debates ideológicos que son una mera apariencia, en lugar de exigir que los que se ganan su sueldo por estar a nuestro servicio lo estén en realidad y se ocupen de resolver problemas efectivos en lugar de gastar y gastar al buen tuntún. Quienes tanto se escandalizan, y hacen bien, por la corrupción, debieran tener presente que la condición sine qua non de ese fenómeno tiene dos componentes, el ingobernable aumento del gasto público, y la manipulación de la opinión para que se centre en asuntos tales como dónde dormirá el rey emérito o el tratamiento político de ciertas peculiaridades de la fisiología femenina.