Los que piensan que la condición humana es casi enteramente cultural, que no hay nada natural ni permanente en nuestras vidas, deberían revisar un poco estas ideas a nada que considerasen un fenómeno muy significativo. Se trata de una especie de sombra de Caín, pero leída como si todos fuésemos Abel, la generalísima convicción de que el mal nos es ajeno, que los malos son los demás (el infierno de Sartre), solo que esa convicción está encontrando en nuestro tiempo unas fórmulas bastante nuevas, una concreción que es, a la vez, fantástica y muy gratificante. Porque ocurre que el mal no solo les resulta algo completamente ajeno a los nuevos puritanos, sino que han llegado a la conclusión, realmente asombrosa, de que el mal se combate con movilizaciones, con diversa suerte de happenings, sean conciertos, movidas, o marchas triunfales. Se trata de actos en los que se consigue la más completa paz de espíritu, reconozco que el nombre es un poco anticuado, y de los que se sale como era fama que salían los carlistas de una Misa con bendición, dispuestos a comerse al primer liberal que les saliese al paso.
Ahora, este tipo de liberales abundan, y las redes sociales se llenan, un día sí y otro también, de activistas de la gran causa de turno dispuestos a la denuncia, al acoso y al derribo, de los malvados, con la ventaja adicional de que no hace falta que el perseguible haya hecho nada, basta con que la correspondiente policía del pensamiento le describa como discrepante, que se le señale por lo que dice o lo que se supone que piensa. Se ha descubierto, de pronto, que la libertad de opinión es un pecado nefando, y las avenidas reales y digitales se llenan de fervorosos activistas dispuestos a marcar de manera indeleble a quienes osen disentir del dictamen común que ha emanado del sindicato de las almas bellas.
Los delitos de odio, una invención cuyo mero nombre ya denuncia la originalidad del caso, pues se refiere a un sentir no a ninguna acción, no cuentan en esta casuística pues se ha superado ampliamente el “odia al delito y compadece al delincuente”, que ocultaba un intento de exorcizar al mal negándolo en el autor y socializándolo y que conservaba un cierto resabio, digamos, católico. Ahora esa consigna diría más bien “odia al delincuente, aunque no esté claro el delito”, basta con que pertenezca al grupo de los que no comparten lo que pensamos. Pero lo más importante es que esa estrategia de persecución del odio no se ha de aplicar jamás a quienes formen parte de la tripulación, aunque de su rencor pueda surgir un murmullo ensordecedor y salvaje, como el de las mujeres que se declaran “manada” para linchar a presuntos violadores, o para guillotinar a jueces que osen atreverse a poner en práctica el principio de presunción de inocencia cuando se aplica a los sospechosos habituales.
Es realmente llamativo que muchas personas, hombres y mujeres, se dejen llevar de la presunción que enuncia “yo jamás haría lo que ahora condeno”, una proclama enormemente sospechosa que, junto con la urgencia de castigar al réprobo, amenaza con hacer que el derecho penal retroceda a la época de Recesvinto. ¿Qué los lleva a sostener esta fantasía moral que choca con una enormidad de evidencias?
La vida contemporánea se ha hecho endemoniadamente compleja al tiempo que las creencias religiosas tradicionales muestran una debilidad evidente. Las dos circunstancias chocan frontalmente con una exigencia casi biológica y bastante simple: no se puede vivir sin creencias, y si no se tienen solo hay dos alternativas, la muy cara de la soledad y el cultivo de un espíritu crítico muy exigente, y la que es bastante más barata: hay que construir inmediatamente un ersatz apañado al caso.
La solución más fácil es integrarse en un grupo que se conforme con las proclamas más on the wind y que no plantee exigencias personales que puedan suponer cualquier clase de dificultades, de manera que para formar parte de semejante legión de salvación baste con decir, sin que sea necesario hacer nada. Estos dos ingredientes son los que mueven la industria de la buena conciencia que nutre gran parte de las ONG que compran Toyotas blancos e impolutos para pasearse por África, es Paul Theroux el que así lo cuenta.
Identificarse con un bien ideológicamente abstracto e indiscutible y que evite cualquier clase de cuestionamiento personal de lo que hacemos en el día a día es un remedio al alcance de muchas fortunas que se beneficia de ese chorro de divina gracia que proporciona lo que Orwell trataba de caricaturizar como el “gritar siempre con los demás”. Sentirse en el lado correcto de la historia nunca ha estado tan barato.
La moral, o la ética, que muchos eruditos a la violeta creen cosa asaz distinta, siempre ha supuesto una actitud de autocuestionamiento, un esfuerzo personal por atender a las exigencias más altas del sentimiento moral y de la razón práctica, no es nada fácil, como lo muestra el hecho de que el mundo no sobreabunde en figuras ejemplares.
Cuando se vive a golpe de estímulos externos, de mensajes continuos, de ideales baratos, no es nada fácil esforzarse por tener una ética coherente y modesta, de forma que si se nos ofrece una terapia de inserción en las ligas contra el mal que se organizan con tanta frecuencia, no es extraño que muchos sucumban al atractivo de beneficiarse de una moral prêt-à-porter, en especial si, como suele ser el caso, va acompañada del glamour y los aires de grandeza que le prestan las multinacionales.
¿Quién habría sido capaz de sustraerse a una campaña tan bien pergeñada como el Me too? Por cierto, acaba de hacerlo una gran actriz, muy bella y, por lo que se ve, valiente, Juliette Binoche, que se ha atrevido a decir que el tal Weinstein ya se ha llevado la suyo. Se ve que hasta la fecha casi nadie había caído en que la lapidación lo tendría difícil para superar cualquier mínima prueba de justicia congruente, pero es que abundan los y las que se sienten perfectamente legitimadas para tirar la primera piedra, o la milmillonésima si hay reporteros al quite. Las morales de fantasía son como adelgazar sin esfuerzo o aprender idiomas en diez minutos, una tentación a la que es difícil resistirse. Pero no estaría mal pensárselo dos veces en la próxima ocasión.
Foto: CANVALCA