La Revolución francesa supuso un choque frontal entre al menos tres tipos de legitimidades: la monárquica, que hacía depender el mandato regio del derecho divino; la popular, que entronca la única forma legítima de dominación política con lo que Spinoza llamaba imperii democratici fundamenta; y la oligárquica burguesa.
La revolución comienza con un serio cuestionamiento del absolutismo regio que desemboca en la constitución de una monarquía constitucional, con un rey inviolable, que ostenta el poder ejecutivo pero que es políticamente irresponsable de sus actos, que son objeto de refrendo por parte de los ministros del rey. A ese frustrado intento de configurar una monarquía limitada con un equilibrio de poderes, que se frustra con los dramáticos sucesos del 10 de Agosto de 1792 con el asalto al palacio de las Tullerías por parte de los llamados sans-culottes y la posterior revocación de las funciones regias por parte de la Asamblea legislativa, le sigue el intento francés de explorar una forma de legitimidad democrática radical.
El régimen de 1978 dista mucho de reflejar fielmente el ideal republicano auténtico, sin embargo la principal insuficiencia del mismo poco tiene que ver con que la jefatura del Estado sea vitalicia o hereditaria
La llamada fase exaltada de la revolución, durante los años de la convención, supone el segundo gran fracaso histórico en la práctica del ideal democrático radical después del fracaso de la experiencia ateniense. Este choque de legitimidades populares y monárquicas que se vive en Francia entre fines de 1792 y comienzos de 1793 con la destitución y procesamiento del rey de Francia posibilitará el surgimiento de una nueva forma de legitimación política de corte oligárquico durante la llamada época del directorio.
Este choque de legitimidades vivida en el seno de la revolución francesa parece volver a repetirse en estos últimos tiempos en España a raíz de una serie de desencuentros que han tenido como protagonistas al gobierno de España y a la figura del jefe del estado, Felipe VI. La marginación del monarca en multitud de actos protocolarios o el cuestionamiento del sentido y la legitimidad de la institución por parte del vicepresidente del gobierno y ministros vinculados a Podemos han sido relativamente frecuentes en estos últimos meses. Hasta el punto de que en estos momentos es claramente perceptible la falta de sintonía entre el ejecutivo y la más alta magistratura del estado, cuyos cometidos constitucionales son dos básicamente: simbolizar la unidad y la permanencia del estado junto con la función de arbitrar y moderar el correcto funcionamiento de los poderes del estado.
Las últimas declaraciones del ministro de consumo Alberto Garzón parecen acercar cada día más y de una manera muy inquietante la situación de la monarquía en España a la situación vivida por el propio Luis XVI en los tiempos de la revolución. Garzón considera que la conversación de carácter informal mantenida por el monarca Felipe VI y el presidente del CGPJ Carlos Lesmes constituye una traición al gobierno y una maniobra antidemocrática del monarca, impropia del titular de un órgano constitucional que debe guardar una postura de imparcialidad política ante las decisiones del ejecutivo.
Según la versión del ejecutivo la ausencia del monarca no obedece a ningún tipo de pacto tácito del ejecutivo con el independentismo catalán, sino exclusivamente a un decisión de prudencia política al no poder garantizar la seguridad del rey ante los disturbios que se avecinan como consecuencia de la más que probable inhabilitación judicial del presidente Torra. Que el jefe del Estado manifieste una cierta perplejidad ante el hecho de no haber sido formalmente invitado a participar en la ceremonia anual de entrega de despachos a los nuevos jueces recién salidos de la Escuela judicial parece comprensible a todas luces. La propia constitución asigna al jefe del estado la función de moderar el normal funcionamiento de los poderes del estado, en este caso se trata de un acto capital vinculado a uno de los tres poderes del estado: el poder judicial. El ingreso formal de una nueva promoción de jueces, de importancia capital para el correcto funcionamiento del Estado, parece ser uno de los supuestos exigidos en esos actos solemnes de carácter institucional que la constitución asigna al monarca en su famoso artículo 56. Ese artículo que para Alberto Garzón constituye el paradigma del golpismo real que permite al monarca involucrarse en todo de tipo de actividades conspirativas.
Garzón, que se declara un rendido admirador del neo-republicanismo cívico, parece seguir la estela también de sus amados jacobinos, los cuales desde la Asamblea legislativa francesa acusaron a Luis XVI de conspirar contra la revolución, planeando su huida de Francia o conspirando con Austria para derrocar la revolución. Como bien apunta Pierre Gaxotte el modelo de monarca que parecía defender el ala más exaltada de la revolución era la figura del rey preso, confinado diríamos hoy, desprovisto de casi cualquier cometido no ya de carácter político, algo impensable en un régimen constitucional, sino tan siquiera protocolario. Un rey sometido a una suerte de pena infamante de por vida derivada del hecho de ostentar la más alta magistratura del Estado por mor del nacimiento y no por razón de la voluntad popular. Los enemigos de la monarquía en España buscan colocar a Felipe VI en una especie de arresto domiciliario a la espera de que éste cometa alguna torpeza, al estilo de lo que le ocurrió a Luis XVI, que justifique la abolición de la institución monárquica.
Garzón, que se declara republicano, no puede entender la afirmación del jurista alemán Jellinek según la cual las modernas monarquías parlamentarias son en realidad repúblicas coronadas en el sentido de que el rey ya no detenta ya soberanía con lo cual no rivaliza con el demos en la decisión última sobre el sentido de la acción política del Estado, sino que permanece como figura simbólica que representa la unidad y la permanencia histórica del Estado. En la misma línea se ha pronunciado recientemente Felipe González al caracterizar a la monarquía española actual con un aparente oxímoron: monarquía republicana.
Si Garzón no puede entender que la monarquía parlamentaria actual en sus líneas maestras, más allá de ciertos comportamientos impropios del anterior jefe del Estado, es perfectamente compatible con el ideario clásico del republicanismo político, entonces Garzón tiene en mente una noción de república que no es verdaderamente republicana en el sentido defendido por los clásicos antiguos como Cicerón, Harrington o los modernos como Quentin Skinner o Hans Baron.
El republicanismo auténtico, como ya expliqué en un antiguo artículo que escribí en Disidentia, presupone lo que Cicerón en el Libro I De re publica caracteriza como el gobierno de la cosa pública que se caracteriza por ser una forma de gobierno de una “multitud asociada por un mismo derecho y un mismo bien común”. Es por lo tanto una forma de gobierno donde la soberanía se encuentra atribuida por la ley al pueblo que la ejerce de forma directa o indirecta, por medio de la representación política. Ese atribución del poder sobre la res publica a la multitud exige la sumisión al derecho del gobierno, su obligación de rendir cuentas y de respetar las leyes que el demos se ha dado a sí mismo. El republicanismo exige como bien apuntara Harrington que en la república reinara el gobierno de las leyes y no de los hombres. Una república como la defendida por Pablo Iglesias en la que es el propio gobierno y no los ciudadanos el que determina quién gobierna y quién está en la oposición no es en absoluto republicana. Tampoco puede ser verdaderamente republicano un Estado en el que el gobierno vacía de contenido las funciones constitucionales del jefe del Estado. Jean Jacques Rousseau caracteriza al régimen republicano como aquel donde sus gobernantes experimentan aquello que él caracteriza como “l’amour des lois”, el amor a las leyes.
En el republicanismo auténtico el amor a la ley no ser deriva como en el puro positivismo jurídico de la consideración de la ley como algo simplemente vinculante por proceder del poder, sino que el republicano ama la ley porque esta es expresión de la libertad política del pueblo. El republicano obedece la ley porque esta es expresión de su propio mandato, es expresión en definitiva de la ausencia de dominación externa al propio demos.
Ciertamente el régimen de 1978 dista mucho de reflejar fielmente el ideal republicano auténtico, sin embargo la principal insuficiencia del mismo poco tiene que ver con que la jefatura del Estado sea vitalicia o hereditaria. Una república con Pablo Iglesias a la cabeza no sólo no sería republicana en el sentido anteriormente descrito, sino que tampoco sería realmente democrática en el sentido real del término. No cumpliría los requisitos de pluralismo ideológico, presencia de libertades, opinión pública libre o respeto a la ley con la que el politólogo Robert Dahl caracteriza a las democracias modernas. Para describir estas sociedades libres o abiertas, en terminología de Karl Popper, Dahl prefiere utilizar la denominación de poliarquía de raigambre hegeliana ya que el término democracia es anfibológico e impreciso ya que permite englobar regímenes históricos muy diversos que poco tienen en común.
Nuestro régimen político sufre multitud de defectos, algunos de origen como la propensión a la partidocracia o la tendencia a la disolución del propio Estado como consecuencia de los nacionalismos. Sin embargo es mucho más republicano en el diseño fundamental de los cimientos institucionales que lo que abogan los partidarios del renacer de la II república. Si esta concepción de la república se instaurase definitivamente en España, estaríamos más cerca de vislumbrar una monarquía de corte neo-soviético que el ideal republicano harringtoniano.
Foto: Rafesmar