Todavía resuenan los discursos de canonización de la juez Ruth Bader Ginsburg. Era la amiga de todos, a tenor de la cercanía, y del cariño, con que se han despedido de la jurista. Especialmente, de los periodistas españoles, quienes al parecer la conocían muy bien. Si el eco de los discursos es ahora menos vivo es porque los acallan los alaridos de terror ante la posibilidad de que una católica pueda ocupar su puesto. Y, verdaderamente, Amy Coney Barrett tiene grandes opciones de sustituirla. El hecho de que también sea juez, que haya tenido una carrera brillante, y que haya trabajado durante años con el juez Scalia, que ocupó uno de los nueve banquillos del Tribunal Supremo de los Estados Unidos durante años, no parece tener la más mínima importancia. Es católica, y eso parece ser definitivo.

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Si nada se tuerce, habrá muchas ocasiones de hablar de Amy Coney Barret, como las habrá de hablar de los otros dos jueces del Tribunal Supremo propuestos por Donald Trump, y aprobados por el Senado de los Estados Unidos: Neil Gorsuch, y Brett Kavanaugh. Creo que es de justicia hablar de la mujer que ha dejado una vacante en esa decisiva institución de aquél país.

Ruth Bader Ginsburg representa una izquierda que fenece. Una izquierda que creyó que el progreso consistía en reconocer que el sexo no es un atributo que justifique que la ley diferencie entre los ciudadanos

Nació en Brooklyn, en el seno de una familia judía, el año en que Franklin Delano Roosevelt llegó a la presidencia. Una inteligencia descollante ya en la universidad. Tras graduarse en derecho, tanto ella como su marido fueron a estudiar a la Facultad de Derecho de Harvard. Ruth culminó sus estudios en la Universidad de Columbia, donde volvió a ser la estudiante número uno, como lo había sido en las facultades por las que había pasado. Fue a Suecia a estudiar derecho comparado, y allí aprehendió algunas de las ideas que le acompañaron toda la vida.

Su brillante currículo no era suficiente para los despachos de abogados. Luego dirá que ser judía, mujer y madre era demasiado para un sector tan conservador como ese. En los 70’ se convirtió en la principal abogada de la asociación ACLU para casos relacionados con la igualdad entre géneros. Llevó siete casos ante el Tribunal Supremo, y los ganó todos, menos uno. Jimmy Carter le nombró juez del Tribunal de Apelaciones del Distrito de Columbia, y finalmente Bill Clinton miembro del Tribunal Supremo de los Estados Unidos.

Ginsburg era una mujer de izquierdas, progresista como se dice con mayor asiduidad, y es esa cualidad la única que sustenta los elogios que recibe en la prensa española. Y es muy injusto, porque fue una gran jurista, cuya calidad profesional es reconocida sin fisuras. Por poner sólo un ejemplo, Ted Cruz, senador por Tejas, gran alternativa a Donald Trump y ex empleado del juez del Tribunal Supremo William Rehnquist, también ha destacado su carácter incisivo y cuidadoso en las cuestiones que se someten al tamiz de la ley.

No menos interesante es ver cómo la figura de Ginsburg se contrapone con la izquierda actual. Su gran contribución al reconocimiento de la igualdad de las personas, independientemente de su sexo, proviene de la decisión del caso United States vs. Virginia, del que escribió la opinión mayoritaria. El Instituto Militar de Virginia tenía por costumbre no incluir a las mujeres, por más que estuviesen cualificadas. Ginsburg, que sabía lo que era la discriminación de una persona sobrada de cualificaciones por el mero hecho de ser mujer, dejó escrito que la práctica de discriminarlas violaba la cláusula de igual protección que recoge la 14ª Enmienda. A su juicio, y el de la mayoría del Tribunal Supremo, que votó con ella, el hecho de que en general las mujeres tuviesen menos fuerza que los hombres no era motivo suficiente para discriminarlas, pues algunas de ellas tenían la capacidad de superar las mismas pruebas que se le exige a los hombres.

Por otro lado, Ginsburg fue siempre muy crítica con las leyes que suponían una discriminación hacia la mujer, en consideración de que su situación es en general más delicada y merecen una protección especial. Además de herir su sensibilidad feminista, lo cual no debe tener relevancia a la hora de guiar sus decisiones, esas discriminaciones, que abundaban en las leyes estadounidenses más de lo que pudiera pensarse, atentaban también contra la igualdad en razón del sexo. Por ejemplo, si una mujer se había quedado viuda porque su marido, por ejemplo, había perdido la vida en una guerra, se le reconocía la pensión de viudedad de forma automática. Si era un hombre quien se veía en esa situación, tenía que pasar por un pesado proceso burocrático que cerciorase su situación, antes de poder acceder a esa pensión.

Uno de los temores de nuestra izquierda instalada sobre el nuevo Tribunal Supremo es que pueda revertir la decisión Roe vs. Wade, que declaró constitucionales las leyes que permitían el aborto. Ginsburg, que ha sido canonizada sin abogado del diablo, no fue una defensora de esa decisión del TS. Todo lo contrario. Si bien la juez defendía el derecho de las mujeres de acabar con la vida de los nonatos, consideraba que la decisión de la última instancia era un error.

El motivo es que, por un lado, su base jurídica está en entredicho y ha supuesto una herida abierta sobre la que se discute en términos ideológicos, y por otro porque de no haberse producido esa decisión, los Estados hubieran continuado apliando esta facultad de forma paulatina, y sin el trauma que abrió esa decisión del Supremo. Ginsburg estaba segura de que ese paulatino avance del aborto lo hubiera asentado como derecho con más seguridad que Roe vs. Wade.

Esa decisión instituyó el derecho a abortar sobre el derecho a la “intimidad”, un derecho que no viene recogido en la Constitución, ni en ninguna de las Enmiendas, y que por otro lado ha sido violado por el Gobierno de los Estados Unidos de forma sistemática. El derecho a la “intimidad” tampoco se puede deducir de cualquiera de los otros derechos que sí están recogidos en la estructura legal del país. De modo que le resultará muy fácil, atendiendo a la pura técnica jurídica, dar por concluida la era de los abortos legales en los Estados Unidos.

Ruth Bader Ginsburg representa una izquierda que fenece. Una izquierda que creyó que el progreso consistía en reconocer que el sexo no es un atributo que justifique que la ley diferencie entre los ciudadanos; que entendía que un Estado ciego ante nuestras circunstancias personales puede ayudarnos en la lucha por el progreso personal, pero no colocarnos sin ningún esfuerzo por nuestra parte; que asume que tratados con imparcialidad ante la ley, es nuestro mérito, nuestro esfuerzo y nuestro talento para aprovechar las caprichosas circunstancias de la vida los que nos llevarán a donde estemos. La muerte de Ginsburg demuestra cómo ha cambiado la izquierda; cómo a gran velocidad ha abandonado alguna de sus antiguas luchas para convertirse en su más fiera enemiga.


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