Jerry Saltz es un famoso crítico de arte norteamericano y conocido liberal, en el sentido americano del término. Lo que en España llamaríamos un progre, alguien que desde el púlpito que le otorga su posición se dedica a pontificar sobre cómo debemos enjuiciar las obras artísticas, siempre desde un posicionamiento político cercano a la escuela de Frankfurt. Sólo el arte que rompe con el finalismo que impregna la lógica capitalista es digno merecedor del calificativo de arte. Sólo este arte que denuncia y se rebela contra los valores del capitalismo y del tradicionalismo norteamericano es digno de ser valorado estéticamente.
Saltz lleva ya tiempo declarando la guerra al menos a la mitad de su país, que no comulga ni con sus visiones artísticas ni con sus posicionamientos políticos. Saltz está llegando hasta extremos propios del estalinismo cuando califica al conservadurismo, ejemplificado en el partido republicano, no sólo como un problema político sino también social. Una suerte de plaga que debería erradicarse con medidas profilácticas. De ahí a postular la existencia de centros de reeducación en valores conformes a los que el señor Saltz postula como los únicos dignos de ser compartidos, los progresistas, apenas media un mandato demócrata más. La congresista norteamericana Alexandria Ocasio-Cortez ha postulado recientemente la elaboración de listas negras de funcionarios colaboracionistas con la administración Trump. Una aplastante mayoría de las élites empresariales y culturales de los Estados Unidos suscriben visiones cercanas a las expuestas por Saltz y Ocasio-Cortez.
El llamado mundo de la cultura en sus diferentes manifestaciones se ha convertido en un instrumento de trasmisión de valores políticos asociados a la agenda globalista socialdemócrata
Esta imbricación entre las élites culturales, económicas y sociales con el régimen político ya se experimentó en la URSS estalinista, en la que la ciencia verdadera era aquella que se alineaba con los postulados del llamado materialismo dialéctico, el arte debía ser expresión del llamado realismo socialista y la ausencia de adhesión a los postulados ideológicos del sistema se hacía equivaler a una patología médica. Los Estados Unidos y buena parte del mundo occidental, dominado por el globalismo socialdemócrata, se encaminan en la misma dirección. La disidencia respecto de los modos de pensar dominantes es de momento caricaturizada como anticientífica, terraplanista y condenada pero no tardará en ser legalmente proscrita.
El mundo postcovid cada día parece configurarse según los paradigmas de algunas de las grandes distopías del siglo XX representadas literariamente por Huxley u Orwell. Este mundo ideal que parece nacerá de las cenizas del capitalismo financiero que ha dominado las dos últimas décadas parece moldeado según el esquema que Sócrates, Adimanton y Glaucón ensayan en la República. Un mundo en el que el arte y la cultura ya no son autónomos, sino que están subordinados a la difusión de la verdad, que coincide con los postulados ideológicos del globalismo socialdemócrata. En el Ion, diálogo platónico, se postula una teoría sobre el origen del arte que lo sitúa en la inspiración divina. El artista tiene un estatuto epistémico inferior al del filósofo ya que el primero, a diferencia del segundo, no es capaz de dar cuenta de su propio arte. Ion, famoso rapsoda homérico, sólo es capaz de entrar en un estado de inspiración cuando se encuentra en presencia de los famosos versos homéricos. En caso contrario se encuentra como adormecido. Sócrates en el famoso mito de los tres anillos de hierro expone cómo el poeta, el rapsoda y su audiencia se encuentran encadenados por el mismo tipo de ensimismamiento. Es por ello que el artista no es capaz de dar explicación sobre el origen de su arte. El artista es un mero trasmisor del mensaje de las musas, las cuales como pone de manifiesto Hesíodo no siempre dicen la verdad, de ahí que su mensaje no siempre resulte verdadero. Debe existir una instancia política que determine la autenticidad de su mensaje. Platón en los libros II y III de la República postula los cimientos de una verdadera censura sobre las artes y las manifestaciones culturales de su tiempo a fin de que éstas reflejen fielmente los mensajes verdaderos, que son lógicamente aquellos que resultan convenientes políticamente.
En estos tiempos pandémicos hemos sido testigos también de este papel de subordinación política de la cultura, la cual se convierte en un arma política destinada a cumplir efectos psicológicos, de puro adocenamiento de las masas.
El llamado mundo de la cultura en sus diferentes manifestaciones se ha convertido en un instrumento de trasmisión de valores políticos asociados a la agenda globalista socialdemócrata, que realiza a través de diversos mecanismos. Por un lado ejercitando la psicagogia a la que nos referíamos antes, entendida como ese arte de dirigir y manipular nuestras conciencias. En España tenemos buenas dosis de psicagogia. Unas son de producción nacional con la tele-basura y la televisión de portera que ha generalizado el grupo Mediaset. Otras son importadas a través de las grandes plataformas televisivas de contenidos a la carta tipo Netflix o HBO que a través de sus contenidos de ficción moldean nuestras mentes para hacernos desear un mundo cercano a esa distopía llamada agenda 2030. Junto a ese papel que juega la cultura fuera de los cauces institucionales, está el papel que la cultura juega en los medios institucionales. Museos, exposiciones, editoriales, congresos, simposios, instituciones culturales en la mayoría de las cuales están presentes estos ideales de puro globalismo socialdemócrata.
Frente a este emporio cultural se sitúa un verdadero páramo de ideas contra hegemónicas del bando liberal-conservador. Buena parte de los liberales de declaran agnósticos en este tipo de cuestiones culturales. Lo suyo, dicen, es demostrar apodícticamente la superioridad epistémica de la propiedad y la libertad frente a la temible amenaza que represente el populismo socialista de la nueva derecha conservadora. Los epígonos del marxismo cultural o bien no existen, son meros trampantojos discursivos del populismo conservador, o no representan una amenaza creíble a la superioridad epistémica del teorema de la imposibilidad del socialismo de Mises.
La disputa sobre la reserva fraccionaria es hoy dentro del liberalismo lo que era la disputa dentro de la escolástica acerca de sí los ángeles estaban o no conformados de materia y forma. Esto es una cuestión que sólo tiene interés en el seno de los debates académicos propios de escuela. Iniciativas como la fundación Disenso, que tanto enojo han suscitado entre liberales de todo pelaje, sólo pueden ser vistas como algo positivo. Como un paso necesario, aunque todavía insuficiente, en la dirección correcta. Sin batalla cultural no habrá lugar para una sociedad verdaderamente libre, en la que liberales y conservadores, socialistas y centristas varios puedan confrontar sus diferentes propuestas con igualdad de armas. Mientras eso no suceda estamos abocados a vivir bajo el signo del pensamiento único.
Foto: Clay Banks