En las cuatro últimas décadas la educación de nuestro país ha sido un trofeo electoral para las vitrinas del partido de turno. Una educación convertida en pizarra del adoctrinamiento. Lo fue en los diferentes pactos con los sucesivos gobiernos nacionalistas, lo fue con la LOGSE y lo es con la última ley, donde el esfuerzo, el conocimiento de la Historia y de las ciencias son pura gaseosa. Los bien pensantes podrían creer que con la educación en la coctelera ideológica sería suficiente, pero se ha descubierto el filón de las neuronas, o mejor dicho, de la salud mental. Nadie duda de su importancia, de hecho eso de la “normalidad” va por barrios. Aunque ahora los expertos y políticos de la cosa no ven necesario hablar del cerebro, ni de la biología y otros asuntos relacionados con las evidencias naturales.

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En la ingenuidad se podría pensar que la educación es el último gran botín político, pero la realidad enseña que siempre hay un después. Ha llegado al Congreso la Proposición de Ley General de Salud Mental planteada por Unidas Podemos, en estos momentos convenientemente masajeada por el Gobierno. El borrador lleva unos meses circulando por varios despachos, asociaciones, organismos, por eso de que hay que buscar un consenso y que el diálogo todo lo cura, nunca mejor dicho.

El gobierno no se conforma con meterse en nuestros bolsillos, y nuestras voluntades, también necesita organizar nuestras neuronas

La Sociedad Española de Psiquiatría, que algo debe saber de esto, fue una de las entidades científicas que recibió del Ministerio de Sanidad el borrador llamado “Estrategias de Salud Mental.” Lo cual suscitó más de un centenar de comentarios de los psiquiatras. Muchos de ellos reclamando sensatez y sentido común, algo muy escaso en los tiempos que corren. Señalan los que trabajan con nuestras neuronas que existe el riesgo de estigmatizar todavía más a estos enfermos, que es una ley sobrante, dado que ya existe la de sanidad pública en la que se incluye la salud mental. Pues de otro modo habría que hacer otra para el tratamiento oncológico, por ejemplo, y así sucesivamente. Conocemos la facilidad que tiene este gobierno para hacer decretos, proponer y dictar leyes.

Puede sorprender que aparezca hasta 77 veces la palabra social, indica Celso Aragón, presidente de esta asociación, y que para nada se encuentren términos como evidencias científicas. Al fin y al cabo eso no importa, porque tampoco cerebro y biología son palabras necesarias para hablar de salud mental. Todo es muy coherente, la biología y la psicología son sistemáticamente excluidas de la ideología inclusiva, que seguramente ya estará dictando la próxima agenda 2050-2100. Entendámoslo, lo importante son los factores sociales, que son los que nos mantienen sanos y nos dan de comer.

Señalan que «desde nuestra perspectiva se le concede excesiva importancia a los factores sociales respecto a la parte biológica y psicológica dentro del paradigma biopsicosocial. Una estrategia de un Ministerio de Sanidad debería estar basada en aspectos técnicos derivados de la investigación científica y no mostrar criterios ideológicos». Tampoco hay estándares, los indicadores son aleatorios y provisionales, no hay científicos referenciados, aunque sí muchos “asesores científicos”, como tampoco se habla, insisto en ello, de biología o genética.

Desde luego que la salud mental es un problema evidente. Lo era antes de la pandemia y lo es ahora, probablemente más. Pero ¿de qué salud mental estamos hablando? Tenemos una Ley Trans que promueve y facilita un cambio de sexo sin pruebas ni informes médicos, ni permiso de los padres. Cualquier individuo, cualquier niño o niña, solo con sentirse diferente a lo que la naturaleza le ha dado, puede y legitima el deseo de cambio de sexo, que pasa a ser un acto meramente administrativo. Se supone que aquí la sexualidad, su psicología y las neuronas no entran, y que todo obedece a un “sentirse diferente”, dado que es y se concibe como un producto social. 14 años son suficientes para tomar una decisión irreversible.

¿Qué es ser trans?, ¿quién lo es?, ¿qué convierte a alguien en trans?, ¿tenemos la certeza de que existe como sujeto o categoría? Si es afirmativo lo anterior, ¿estamos seguros de que siempre es posible convertir físicamente a alguien de un sexo a otro?, ¿y cuál es el mejor modo de abordar el problema? Son algunas cuestiones que formula Murray en “La masa enfurecida. Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a su locura”, libro que recomiendo. Pero ninguna de las preguntas se contienen en la propuesta de ley. Ciertamente es muy difícil encontrar en la compleja época en que vivimos, un problema que afecte a tan pocas personas y llene en tan poco tiempo tantas portadas y noticias, ni que exija cambiar el lenguaje, incluso ignorar la base científica que lo debiera comprender y fundamentar. A modo de aviso para navegantes, en 2019 ya se aprobó una ley federal, que redefine el concepto de género para que incluya la identidad de género.

Emergen como setas profesores, periodistas, científicos que quieren ser activistas de la salud pero que dejan de enseñar, informar e investigar. Las políticas identitarias han conseguido diseñar un “imaginario colectivo” en el que todo es una construcción social. El cuerpo ya no existe, porque se niega la naturaleza y reduce la mente a una probeta cultural, sin embargo el escaparate del cuerpo llena los gimnasios, lo venera la moda, lo prescribe la estética, y lo protege de cualquier contratiempo o eventualidad la farmacia. Paradojas de la posmodernidad.

No sé si los expertos que han redactado el borrador que nos ocupa, conocen lo obvio, que aparece en el Informe SESPAS 2020, que ya incluye los diversos y relevantes retos de la salud mental en España, como son la organización del sistema de atención a la salud mental, el papel de la atención primaria, la prevención del suicidio, la atención a las personas con trastornos mentales y la salud mental en adolescentes. Pero el tufillo político es persistente, el gobierno no se conforme con meterse en nuestros bolsillos, y nuestras voluntades, también necesita organizar nuestras neuronas.

Parece que es lo que toca. Son los tiempos de la salud mental. La intolerancia a la frustración, al error, tan digno y tan humano, a los traumas de la infancia, a la incapacidad de soportar cualquier decepción. El horror a mirar los problemas de frente voltea las campanas para que lleguen los vendedores de humo en formato coach, fitness, (añadan ustedes media docena más de anglicismos), psicoterapias cognitivas, viajes exóticos buscando en Oriente la verdad, porque Occidente no solo está en declive, también hay que ignorarlo y construir tebeos que sustituyan la Historia.

Mientras tanto, sea un ejemplo, una empresa de servicios psicológicos acaba de abrir en el barrio de Malasaña en Madrid “La llorería”, uno de esos efímeros espacios repleto de youtubers e “instagrameables”, en donde dicen que reflexionan sobre su salud mental, al tiempo que se sacan unas fotos para las redes.

La pandemia no ha traído esto, ya estaba pero diferentes heridas se han agravado. La soledad anterior a la pandemia, con el aislamiento derivado y provocado por las medidas tomadas, han supurado un mayor distanciamiento social. Es muy posible que cultivando mucho más el sentido común, la salud mental desapareciera de los manuales de poder del gobierno y fuera un compromiso de la sociedad con cada uno de sus ciudadanos. Pero esto es otra historia.

Foto: Gioele Fazzeri.


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