La política contemporánea lleva tiempo pareciéndose a algo como una subsección de un diario satírico, una especie de El Mundo Today, por lo habitual tan hilarante. Parece como si los políticos de todas las especies compitieran en una liga misteriosa a ver quién hace o dice la cosa más sorprendente, como si la realidad hubiese dejado de existir y los políticos tuvieran la sagrada obligación de presentarnos un escenario en el que se simulase una realidad alternativa, a ver si nos la creemos aunque no se la crean ni ellos, o puede que sí, que nunca se acaba de saber. Pudiera ser que lo que pensamos es un intento de distraer nuestra atención sea algo bastante más grave, a saber, que muchos políticos hayan llegado a convencerse de que, en efecto, solo existe esa realidad en la que ellos traman bastante en secreto y que traducen malamente para el respetable en cualquiera de sus infinitas y continuadas ceremonias. Uno de los ideólogos de esta manera de actuar lo ha dicho hace muy poquito, “la política es el arte de lo que no se ve”, una declaración que muestra hasta qué punto nos subestima y se sobreestima, que se tiene por un prestidigitador al que no se le ve el truco ni aunque lo exhiba entre trompeterías a la banda de tontainas que se lo toma en serio.

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Esa política está presidida por el apresuramiento y la improvisación y si fabrica planes de muchos años, como la Agenda 2050, por ejemplo, lo hace, sobre todo, para ganarse la portada del día. Esto ayuda a comprender por qué la política nos sale tan cara, cómo es necesario gastar cada día más y más en esas ceremonias agónicas para conseguir la atención del respetable durante los próximos veinte minutos… y lograr, de inmediato, que el público atento se olvide de lo que se le acaba de decir para que pueda prestar atención a lo que haya que contarle en la jornada inmediata. Es la sociedad del espectáculo convertida en un show sin intermitencias ni descanso.

Decía Churchill que la mentira era capaz de dar la vuelta al mundo antes de que la verdad se pusiese los pantalones, o sea que la mentira es muy rentable a corto plazo y a medio y largo ya habrá otro asunto de que hablar

Algunos políticos hasta se olvidan de que pueda existir gente capaz de mantener su atención en algo durante más de un par de horas, o, peor aún, que haya quienes se fijen no en lo que dicen y representan sino en lo que en verdad hacen por debajo de sus infinitas piruetas noticiables. Un ejemplo muy reciente de esa creencia en la capacidad inagotable del público para no caer en la cuenta de nada, lo ha dado el señor Otegui, y eso que es de los personajes más avisados que andan por el circo y que, además, sí que tiene un plan de largo plazo, pero a tan perspicaz autor de continuos sainetes no se le pasó por la cabeza que alguien pudiera  relacionar lo que dijo un martes (que apoyaría los presupuestos de Sánchez) con lo que dijo un miércoles (que eso se hacía para sacar a sus presos de la cárcel). Advertido de su error, el pájaro es tan hábil que ha pretendido ridiculizar horas después a quienes hayan querido establecer cualquier relación sospechosa entre ambas manifestaciones de su magnanimidad, es decir que está acostumbrado a que las palabras signifiquen lo que a él se le ponga y cuidadito con las malas interpretaciones, porque el que avisa no es traidor, es avisador, y éste es de los que pueden hacer pupa.

Las personas normales que tratan de entender la política como una actividad necesaria, noble y razonable están a punto de sufrir un pasmo a la vista del número de enormidades que se perpetran en el escenario público, se supone que solo para llamar la atención. Hemos visto cómo un presidente de los EEUU asistía al asalto del Congreso como si estuviese a la espera de algún milagro, en lugar de ante un espectáculo deplorable. Acabamos de oír que la presidenta del Congreso español pide aclaraciones sobre el significado de una sentencia del Supremo, como si no hubiese ido nunca a la escuela. La ministra de Sanidad ha reprochado a Isabel Díaz Ayuso por dejar a los niños quitarse el tapabocas en el recreo arguyendo que eso deberían hacerlo al unísono en todas las CCAA, aunque su Gobierno renunció a cualquier responsabilidad unificadora en toda clase de asuntos pandémicos, eso que se llamó la cogobernanza y que servía para que Sánchez no pudiese tener la culpa de nada.

Estar siempre subiendo a la red a dar un pelotazo, como si en el tenis no hubiese reglamento, equivale a suponer que todo el público es idiota, y no es así, esté como esté la mayoría. Hay personas que disfrutarían viendo algún adarme de sutileza en las respuestas, que apreciarían cierta lógica distinta al más desorejado oportunismo en la forma de reaccionar a los acontecimientos, que valorarían con gusto el que el sectarismo, la zafiedad y la inconsecuencia no fuesen casi las únicas normas de la acción y la reacción en política. Es cierto que mentir tiene grandes réditos, porque muchos tardan en recordar lo que la mentira oculta y los muy fanáticos prefieren la mentira de los propios a cualquier verdad; decía Churchill que la mentira era capaz de dar la vuelta al mundo antes de que la verdad se pusiese los pantalones, o sea que la mentira es muy rentable a corto plazo y a medio y largo ya habrá otro asunto de que hablar, que para eso están los expertos doctores que creen que Goebbels fue el inventor de la penicilina política.

Un poeta francés, Paul Valéry, hizo a este respecto una observación bastante cínica pero muy atinada, ya en 1943, al afirmar que la política es el arte de evitar que el pueblo se ocupe en los asuntos que le conciernen, y para lograr un objetivo tan ambicioso los políticos necesitan crear una realidad virtual, una esfera que oculte de manera pudorosa y eficaz los asuntos que deban permanecer al margen de miradas indiscretas. No se trata de que haya secretos oficiales, que también los hay, que se lo pregunten a los jueces que se creen capaces de investigar cualquier tropelía del gobierno, sino de algo mucho más sutil y poderoso, que haya realidades artificiales, y hay que reconocer que en este punto se ha avanzado muchísimo en las últimas décadas. No es poca cosa, por ejemplo, tener a gran parte del personal enzarzado en diversas guerras culturales en las redes sociales prolongando y democratizando el efecto somnífero y desmotivador que la gresca política ordinaria provoca en el público.

Lo que me llama más la atención en esta peripecia política continuada es que muchos de los políticos que querrían cambiar este panorama incurran una y otra vez en las trampas que les tienden y, lo que es peor, en las que ellos mismos disponen para no ser descubiertos haciendo lo que no querrían que se supiese. No es que falten oportunidades para cambiar la forma de hacer política, en especial cuando se comprueba que son muchos los ciudadanos que descreen a fondo de que las alternativas que se proclaman lo sean de verdad. Me parece que el activismo político, la creencia absurda en que sirve de algo que un líder tenga cada uno de sus días una agenda repleta de minucias que sus jefes de prensa procurarán llevar a portada, muchas veces con torpeza manifiesta, está haciendo daño a políticas que debieran ser mucho más realistas y pegadas al terreno.

Los que prometen la sociedad sin clases, la derrota del patriarcado, el empoderamiento universal, o la economía sin costes, hacen bien en dedicarse a agitar porque eso es lo único que los puede mantener en el candelero, lo que puede evitar que la gente caiga demasiado pronto en la vaciedad de sus baladronadas, pero quienes dicen creer que hay algo que conservar, que los problemas requieren estudio y calma, y que los buenos proyectos exigen largueza en el esfuerzo se entreguen a la misma pasión por vivir aturdidos por una rabiosa actividad política, que se lancen a replicar cualquier memez sin demasiado seso, es algo que resulta difícil de entender, pero no hay que olvidar que el activismo de Trump parece haber hecho estragos incluso entre quienes dicen admirar a Frau Merkel.

Foto: Oleg Laptev.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web