Recuerdo que hace muchísimos años, cuando era niño, un policía municipal de Madrid me dio el alto para reñirme por ir por la calle corriendo y silbando. Me dijo: “¿es que no sabes que es viernes santo?”; inmediatamente comprendí mi error, el vienes santo no se podía silbar porque en aquella época, la Semana Santa era un momento en que cualquier manifestación distinta a un hondo pesar era casi impensable. Las iglesias cubrían por completo sus altares con lienzos morados, la radio sólo emitía música religiosa y el clima de austero recogimiento era general.
Hace ya décadas que eso no es así, el cambio se inició a mediados de los años sesenta y ahora la Semana Santa no es para la mayoría sino un período de vacaciones que suele coincidir con un tiempo regular. Es, por tanto, llamativo que las tradicionales procesiones no solo se mantengan, sino que parezcan ir a más. Una explicación muy socorrida es el turismo, la “fiesta” como atracción por su exotismo y su mezcla de espíritu barroco y religiosidad, pero este es un asunto que tal vez merezca una reflexión algo más abierta.
La Semana Santa española es, desde luego, muy peculiar de nuestra estirpe, pero reconocer eso no equivale a mirar solo a su tipismo y olvidar lo que, en un plano algo más hondo, puede significar
La devoción de la Semana Santa es una religiosidad pública, quiero decir de multitudes que no se ocultan y que no piensan que nadie pueda atentar a sus derechos por saber qué les emociona o en qué creen: es un acto social, una declaración de que se comparte un credo. No se trata de actos privados sino de una manifestación de culto y de dolor bastante explícita que no siempre parece acompañada de conductas congruentes el resto del año, ni siquiera en una celebración, digamos, similar, como lo son las Navidades a los que unos cuantos cruzados de la causa se empeñan en llamar fiestas del solsticio o algo similar. Con la Semana Santa no ocurre eso, al menos de momento.
Por descontado que cabe ver en muchas de las procesiones que se celebran en España un acto de exaltación local o tribal que es lógico se vea potenciado, como así ocurre por lo general, por las autoridades; es evidente que, por ejemplo, para Málaga la emotiva y brevísima procesión del Cristo de Mena, con el Crucificado a hombros de legionarios, es una conmemoración de altísimo interés en la que las presiones para estar en primera fila supongo que serán numerosas, pero eso tal vez nos impida ver algo un poco más hondo.
La belleza plástica, la devoción popular, el patetismo, el hermanamiento de las cofradías que soportan todo el complejo montaje de las procesiones y algunas cosas más explican buena parte de lo que ocurre, pero me atrevo a sugerir que hay algo más que todo eso. Me parece que cabe argumentar que la Semana Santa española presenta con notable éxito un elemento que tiende a ser expulsado de la vida, tanto privada como pública, pero que se resiste a morir.
La religiosidad que en ella se expresa pone de manifiesto la hondura de un componente de la fe que no acaba de ser eliminado por la cultura laica, científica, tecnológica y hedonista tan típica de la época en que vivimos. La gente pude dejar de casarse por la Iglesia, de ir a Misa los domingos o de bautizar a los hijos, pero ante una Semana Santa procesional no puede evitar que acuda a su mente una narración tan fuerte y llamativa como la de la Pasión y Resurrección del Dios que se hizo hombre para salvarnos.
La muerte es una amenaza que no se puede esconder y la promesa de resurrección es muy difícil de rechazar, porque, por extraña que resulte a nuestras cabezas, expresa una esperanza muy honda de nuestro espíritu, algo que, si estuviera en nuestras manos hacerlo, nadie despreciaría, como tampoco rechazaría, por cierto, un desesperado la oportunidad cierta de curarse, de volver a creer en sí mismo y en la vida.
En el conflicto interno que cada uno soporta sobre estos asuntos, la Semana Santa dramatiza de manera muy sobria pero muy sentimental un acontecimiento cuyas dos posibles lecturas son igualmente conmovedoras. La crucifixión de Jesús puede verse como la historia de una tragedia humana, como una situación en que el poder y la maldad vencen a la bondad y la misericordia, pero es también, en especial a los ojos de la fe, una muestra de redención, de perdón y de esperanza eternos.
La celebración de este misterio enseña a encajar, de alguna manera, unas cuantas decepciones que, queramos o no, nos acaba proporcionando la vida que, además, en el plano puramente biológico, una vez que se sale de la adolescencia, nunca va a mejor y siempre acaba mal. La Semana Santa es una invitación a la esperanza, a la victoria del Bien sobre el Mal, a la conversión hacia valores morales nítidos e inequívocos, como esos que encontramos al tropezar con las personas que no mienten, que no roban, que son capaces de perdonar y que no abusan de sus poderes.
La Semana Santa española es, desde luego, muy peculiar de nuestra estirpe, pero reconocer eso no equivale a mirar solo a su tipismo y olvidar lo que, en un plano algo más hondo, puede significar. Sin ser hermano de ninguna cofradía ni muy entusiasta de este tipo de manifestaciones me llama la atención que no parezcan desvanecerse como otras tantas.
Incluso sin ir a procesiones, esta Semana, al comienzo mismo de la primavera, siempre invita a pensar en los misterios de la vida, y las imágenes de la experiencia religiosa que llenan los espacios de la comunicación ayudan a hacerse preguntas que van más allá de lo inmediato, de la política sin ir más lejos.
A mí me gusta pensar que esta primavera de las procesiones anuncia que podemos ser capaces de volver a una moral que esté inspirada por el corazón y que no se deje reducir a esas normas contradictorias y pretenciosas que les gusta imponer a los poderosos.
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