El hombre asocia lo ancestral con lo primitivo antes que con lo heroico. Su esperanza puesta en un progreso cada día más turbio le obliga a ver el pasado con desdén y el futuro como promesa. Por esta razón los toros están en riesgo de extinción. Su mundo solo es reconocido por un hombre emboscado, atrincherado, extraño para la masa amorfa que aspira a sobrevivir entre las fórmulas más denigrantes de confinamiento social y del mal llamado autocuidado. La tauromaquia, antaño la expresión más humana de lo inhumano se convierte, en estos días, en un acto de dignidad; en un yo no soy vosotros, en un código de conducta alérgico al buenismo moral y a la cobardía enmascarada de civilidad.
El hombre de hoy ha hecho buena la fórmula de toda superficie es fondo, y como un papagayo lee, piensa, habla, siente. De su razonamiento ya no podemos esperar algo grande solo fórmulas moralistas que esconden la profunda crisis de imaginación que lo asola. De los toros solo cree con ponerse en el sufrimiento de la bestia cuando, ¡pobre desgraciado!, nunca ha estado tan lejos de ella. El toro es bravura, calificativo que bien podría completar el destino de hombres como Hércules, Salomón, Aquiles, o el mismísimo Alejandro. A nuestros ojos solo fueron guerreros insensibles, domesticados por el culto de la sangre y de la ambición, tan alejados de los pacíficos frutos que nos acercó la civilización. Pero la bravura, querido amigo, es el secreto que garantiza los valores de los que se congracia la sociedad actual. La valentía, la garra, el coraje, la templanza unida a la determinación son los goces que la antigüedad griega hizo heredar a la humanidad y que son para nosotros motor de refinamiento.
Que si la cultura taurina encumbra valores heteropatriarcales, que si aborrece el gusto por las sanas estéticas, y cualquier otra chorrada que quepa en su imaginación torcida. No sabrán, aquí se lo recordamos, que el torero encarna el fuste femenino de la verdad elevándolo a los cielos. Su lucha no se brinda con la espada, como cree nuestro amigo, sino con la muñeca
Para nuestra desgracia, el hombre de hoy se ve desposeído de la fórmula del arrojo, y entonces, abandonado de su más delicado escudo, cualquier acontecimiento se le presenta de forma apocalíptica. Adormecido por las llagas del bienestar material que lo ha conducido a unos niveles de vida nunca conocidos; se encapricha con suspender las leyes de la vida y en repudiar para siempre la llegada de la muerte. Resultará curioso; no, en realidad no lo resulta, que no se encuentre torero alguno achicado ante la pandemia; y si lo hubiera, aquí te digo, torero en él no queda. Y no porque el mundo de la tauromaquia esté reñido con la ciencia. En absoluto. Con lo que está reñido es con la cobardía, con querer sobrevivir a toda costa, con el miedo a la muerte impreso en cada suspiro. Aterrorizado ante la idea de tener que afrontar los envites del destino, torear se le presenta como una acción de riesgo que sacude su feliz aletargamiento. Solo un hombre de condición tal, torturado así mismo, puede ver tortura en una plaza de toros.
Jalean con que el único fin es hacer sufrir al animal, pero visto así, lo mismo podría decir de mi madre cada vez que el dolor llama a mi puerta. Hay mucho más en la vida que el instante de la muerte y mucho más en una corrida que la desaparición del toro. Aunque se resistan tampoco se fiscaliza tortura cuando es el torero mismo quien participa del ritual arriesgando su integridad física. Otros repondrán que en ninguna circunstancia la lucha iguala al indefenso animal (¡con indefensos cuernos!) con el matador. Y no se equivocan. La lucha no puede ser entre iguales. Si así lo fuera estaríamos, ahora sí, frente a una riña despiadada donde el espectáculo de la sangre se impondría a la lealtad entre el torero y la bestia. Hay normas ¡y tanto! que hacen en ocasiones por indultar la bravura excepcional o brindar los plazos entre un tercio y otro. El dolor, con los que otros inadecuados hacen por resurgir el desprecio injustificado al noble arte, tampoco hace presencia en la res. El combate anestesia las acometidas del banderillero de la misma forma que el fragor de la batalla aletarga en el soldado el escozor de la herida. Respeto absoluto a la vida humana; sí. Pero hacerlo extensivo a cualquier soplo de vida solo demostraría nuestra insensatez de querer subvertir el orden natural de las cosas.
Cansados de ser refutados en sus quejas apelarán a cualquier cantinela que se haga predilecta a los oídos sordos. Que si la cultura taurina encumbra valores heteropatriarcales, que si aborrece el gusto por las sanas estéticas, y cualquier otra chorrada que quepa en su imaginación torcida. No sabrán, aquí se lo recordamos, que el torero encarna el fuste femenino de la verdad elevándolo a los cielos. Su lucha no se brinda con la espada, como cree nuestro amigo, sino con la muñeca. Por eso en su contoneo afeminado acompañado por el traje de luces hace las delicias de un enfrentamiento donde la belleza supera por entero la arrogancia de la furia. Un delicioso canto a lo femenino como ningún grito feminista alcanza. Y ahora sí. Llegamos por fin a la muerte del animal ¿qué decir de ella sino que es el momento cumbre, paladar perfecto, para una vida que ha sido vivida sin remordimientos? Repudiará estas palabras el hombre que no aprendió a vivir, y que enfrentando la muerte en su decrepitud solo reconoce en ella el recuerdo ingrato de la cobardía. La muerte eterniza a los que fueron grandes ya sea por medio de estatuas o de palabras eternas como rocas. El final que llega como resultado de una vida exprimida hasta sus límites, y que en el toro se expide en el ruedo, no alienta ningún mal, todo lo contrario, es bendición ejemplar, instante de verdad, cierre de ciclo, punto final.
Foto: Giovanni Calia.