La diferencia entre la rápida reacción frente a las inundaciones de Bilbao de 1983 y la prolongada inoperancia en el desastre de Valencia de 2024 pone de relieve la situación de calamidad en que ha caído el Estado 41 años después.
En 1983, durante las inundaciones de Bilbao, la movilización fue casi inmediata; se priorizaron los equipos de ingenieros militares y de zapadores, quienes realizaron tareas cruciales para restablecer las comunicaciones y reducir riesgos secundarios de derrumbes y nuevas inundaciones. La respuesta rápida se debió en gran medida a una estructura de emergencia que entonces era más centralizada y militarizada, con equipos y procesos de intervención especializados listos para actuar ante desastres de gran magnitud.
El Estado español es un desastre no sólo por la acción política; también lo es porque demasiados funcionarios con potestades han renunciado a su responsabilidad. Algunos, quizá demasiados, no es que se sometan por miedo, es que aprovechan la injerencia política para promocionarse
En contraste, hoy en día las competencias en protección civil están más descentralizadas y repartidas entre distintos niveles de gobierno (local, autonómico, y nacional), lo que, en casos de emergencias a gran escala, da lugar a una coordinación más compleja, lenta e ineficiente. Además, aunque parte de la Unidad Militar de Emergencias (UME) se ha desplegado en Valencia, varios informes indican que no ha sido ni de lejos suficiente para cubrir todas las áreas afectadas a tiempo, en especial aquellas que requieren infraestructura militar específica.
¿Hay alguien ahí?
Es cierto que ningún desastre es igual a otro. Y que en el caso de Valencia las vías de acceso como carreteras, autovías y líneas férreas se han visto gravemente afectadas, lo que complica dar una respuesta rápida a la altura del desastre. Pero, precisamente, en previsión de que esto pueda suceder se establecen no sólo protocolos específicos, sino también medios especiales de intervención rápida con capacidad para llegar a cualquier lugar como primera ayuda de emergencia. No se trata de disponer de unidades de rescate o la UME, sino de contar con una estructura multidisciplinar coordinada, capaz de establecer una mínima logística que proporcione sobre el terreno suministros de primera necesidad, realice tareas como despejar aún de forma provisional vías de acceso y habilite pasillos practicables para la llegada de ayuda esencial, al menos en los puntos más críticos.
En la DANA de Valencia, sin embargo, estos equipos coordinados de intervención rápida han brillado por su ausencia. Transcurridos más de dos días desde la consumación del desastre, si acaso se había movilizado a parte de la UME y alrededor de 500 militares adicionales, y cierto número de bomberos y personal especializado enviado por iniciativa propia desde otras comunidades, pero no de forma coordinada ni de acuerdo a ningún plan de contingencia previamente establecido.
La única respuesta rápida para desbloquear accesos y proporcionar agua y alimentos que los valencianos han podido constatar es la de los voluntarios civiles, ciudadanos locales o llegados de otros lugares, agricultores con sus tractores, repartidores con sus camiones, furgonetas, incluso motocicletas o bicicletas, y gente corriente en general, sin ningún adiestramiento ni dotación pública, sólo con sus propios medios y su buena voluntad.
Para colmo, el Estado lo que ha hecho es poner obstáculos a las iniciativas de los particulares, apercibiéndoles con posibles sanciones por realizar tareas o servicios para los que no están acreditados. Algunos políticos, por su parte, se han dedicado a regañarles, como es el caso de la consejera de la Comunidad Valenciana Nuria Montes, que ha reprendido con dureza y nula humanidad a los familiares de los desaparecidos por intentar averiguar si los cuerpos de sus seres queridos estaban en los depósitos de cadáveres provisionales. Algunos políticos no es ya que ni se rocen con la realidad del común, es que se comportan como auténticos canallas.
No son sólo los políticos
He leído en un diario que en la previsión y sobre todo en la respuesta de la catástrofe de la DANA no ha fallado el Estado, que han fallado los políticos. Lamento tener que discrepar. Quienes señalan que son los políticos y no el Estado lo que funciona mal confunden el Estado como organización con el voluntarismo de algunos funcionarios, por ejemplo, los guardias civiles, militares, bomberos o personal sanitario. En el desastre de Valencia han fallado ambos, políticos y Estado. Sí, es evidente que los dos fracasos están interrelacionados. Las injerencias de los políticos en las administraciones las han deteriorado. La costumbre, por ejemplo, de designar a dedo a directores generales en función de la afinidad política y no por mérito y capacidad, ha servido para colocar al frente de la gestión de los recursos materiales y humanos estatales a demasiados funcionarios incapaces.
Esa injerencia política ha llegado a desnaturalizar, como hemos comprobado recientemente, instituciones cruciales como la Fiscalía o la Abogacía del Estado. Pero también instituciones relacionadas ni más ni menos que con la seguridad nacional, como la Guardia Civil, la Policía Nacional o el Ejército, se han visto afectadas. La remoción de sus puestos de altos mandos empeñados en cumplir con su deber y su reemplazo por otros más dúctiles y “sensibles” a los requerimientos políticos no es algo ni mucho menos inusual.
En resumen, el Estado ha fallado porque los intereses partidistas lo han convertido en un ente colosal, carísimo y disfuncional que sólo funciona por inercia y por el voluntarismo de una parte de los servidores públicos. Pero el Estado español es un desastre no sólo por la acción política; también lo es porque demasiados funcionarios con potestades han renunciado a su responsabilidad, ya sea por desidia o para no disgustar al político de turno y arriesgarse a ver frenadas sus carreras. Algunos, quizá demasiados, no es que se sometan por miedo, es que aprovechan la injerencia política para promocionarse. El fiscal general de Estado o el jefe de la Abogacía del Estado son casos paradigmáticos, dos ejemplos serían tan sólo la punta del iceberg de conductas serviles e interesadas ampliamente extendidas en la Administración.
Funcionarios de cierto rango y con sentido de la responsabilidad me han reconocido en conversación privada que la Administración funciona bajo mínimos porque la formación, capacidad y ética de sus integrantes ha caído en picado, y que el sistema de selección por oposición, además de ser menos exigente que antaño, en ocasiones resulta cuestionable en su integridad. En definitiva, no ya desde fuera, sino desde dentro del propio Estado voces solventes advierten de que la función pública se ha degradado en sí misma.
La cruda realidad
En el momento que escribo estas líneas, la madrugada del sábado 2 de noviembre, es decir cuatro días después de la consumación de la catástrofe, aún estamos pendientes de una reunión de responsables locales y gubernamentales para establecer un verdadero plan de contingencia que aborde el desastre en toda su dimensión. Esta reunión, sin embargo, no tendrá lugar el sábado, aunque sea a última hora, tampoco el día siguiente, domingo. Habrá que esperar hasta el lunes.
En este caso, la criminal lentitud es culpa de los responsables políticos que, a lo que parece, no trabajan en fin de semana, aunque el cielo se desplome sobre nuestras cabezas. Sin embargo, un Estado no puede funcionar a expensas de lo que decidan los políticos y a partir del momento en que lo decidan. Los cuadros funcionariales, dirigidos por los respectivos directores generales, deben ser capaces de actuar de forma autónoma en la prestación de servicios esenciales cuando ocurre un desastre. Un director general no necesita la instrucción de ningún político para reforzar un servicio, ni tampoco para coordinarse con sus homólogos. Organismos como la AEMET no necesitan de la aquiescencia de ningún ministro para hacer correctamente sus pronósticos y emitir sus avisos de emergencia de forma oportuna, porque ese es su trabajo, el cometido por el que existen.
No, no sólo han fracasado los políticos. El desastre de Valencia ha puesto en evidencia que, con políticos inútiles de por medio o no, el Estado español es incapaz de cumplir sus funciones esenciales. Esta es la cruda y dura realidad. Y esta realidad, amén de ajustar cuentas con la incompetente clase política que nos desgobierna, habrá que cambiarla.
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