De 1870 a 1973 el Conde de Reus, Cánovas del Castillo, Canalejas, Dato y el almirante Carreo Blanco, todos ellos primeros ministros o presidentes del consejo, fueron asesinados por su calidad de tales. Es decir, llevamos cuarenta y nueve años sin que ningún intento de magnicidio en España concluya con éxito, aunque ETA intentó la eliminación del monarca constitucional y del señor Aznar López, antes de que éste llegara a ocupar La Moncloa, lo que nos habla tanto del decrecimiento de la disponibilidad para el riesgo de los potenciales victimarios como del incremento de las medidas de seguridad en torno a sus posibles víctimas. Es este un aspecto, pues, en el que el Régimen del 78 ha obtenido uno de sus logros más distintivos, pese a la notable actividad terrorista padecida en España desde la década de los setenta y hasta el presente. En cualquier caso, asumir la presidencia del gobierno de España ha devenido, por fin, en oficio rentable, seguro y gratificante.

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Sin embargo, el pasado 12 de Abril, conocimos una llamativa sentencia de la Audiencia Nacional que condenaba a siete años y medio de cárcel a un particular llamado Murillo (de profesión vigilante de seguridad, ataviado con un chándal, de sesenta y cinco años, responsable de una madre octogenaria enferma y de una hermana esquizofrénica) por considerarlo “culpable de un delito de homicidio en grado de proposición y otro de depósito de armas de guerra” nos informaba un propio del diario El País, un tal Gálvez. A continuación, la misma pluma y al hilo de la sentencia nos cuenta que “el tribunal recuerda que el tirador se hizo con la agenda del presidente del Gobierno publicada por la Secretaría General del PSOE. Un documento que, según señaló el fiscal en el juicio, le hizo llegar la coordinadora local de VOX, aunque esta lo borró después y acudió a los Mossos para dar la voz de alarma”. También se nos informa del atrabiliario depósito de armas de guerra de este individuo, de sus varias licencias de armas no automáticas, de su afición al orujo y de su uso de las benzodiacepinas, así como del hecho incontrovertible de que su padre fue el último alcalde franquista del municipio barcelonés de Rubí, lo que, en la narrativa paisana, parece ser un agravante que descarta cualquier clase de compasión hacia el reo. Es decir, según la sentencia y la cosa global en español, el vigilante Murillo quería matar al bello Sánchez a quien, sin embargo, libra de tal destino la denuncia de una señora de VOX, o sea, la extrema derecha desgajada del Partido Progresista.

Estamos ante otro dislate de la España actual, que, en el plano de lo simbólico y usando para ello los múltiples mecanismos e instrumentos con que una fiscalidad predatoria ha dotado al Régimen del 78

Hasta ahí el vodevil contemporáneo, que más que a sus protagonistas retrata al conjunto de la sociedad española: alcoholismo, baja cualificación, dominio de las apariencias y escrúpulos de misa dominical en un mundo dominado por las promesas tecnológicas del satisfáyer. El escenario perfecto para que la tragedia de un magnicidio nos quede grande, muy grande, enorme, dada nuestra ínfima talla.

Y es que si olvidamos de dónde venimos no repetiremos cosa alguna, pese al tópico historicista, sino que ignoraremos lo cómicos que resultamos en el presente. El magnicidio es cosa recia y en España su época de oro coincidió con la instauración gradual de las instituciones demoliberales, en paralelo con el surgimiento de un movimiento obrero dominado por el anarquismo, dos fuerzas contrapuestas y destinadas a una dialéctica de reacción recíproca completamente sanguinaria. Fuera de este marco, queda el asesinato del almirante Carrero, sobre el que conocemos la autoría de ETA y en torno al que aún gravitan demasiadas incógnitas ocultas bajo el lacre del secreto oficial. De los aludidos previamente sí podemos extraer algunos rasgos que nos muestran lo alejados que nos hallamos de aquellas gentes que los protagonizaron y, en particular, cuán patético resulta pensar en el vigilante Murillo y el bello Sánchez como protagonistas de un evento semilar.

Remontándonos al caso del conde de Reus, es decir, a 1870 comprobaremos que la bibliografía no se pone de acuerdo sobre el responsable de la conjura que llevó a su muerte, aunque los estudios más recientes parecen apuntar como instigador último al general Serrano, quien entendía que la figura de Prim era un obstáculo tan robusto para la instauración de la república como para el retorno de la rama isabelina de la casa de Borbón, a la que aún padecemos y toleramos. La autoría intelectual de Serrano no es definitiva pese a ser convincente. También se atribuye este magnicidio a una convergencia de factores que convierte en extraños compañeros de cama a isabelinos, masones, carlistas, eclesiásticos y agentes extranjeros, tejiendo el dibujo de una auténtica conspiración muy alejada de la vulgaridad del asunto que nos ocupa. Este primer magnicidio contemporáneo, por cierto, abrió la larga cadena de sumarios y sentencias que han ido elevando el edificio conceptual de esa cosa tan castiza y carpetovetónica que ha dado en llamarse “verdad judicial”, por contraposición a una supuesta verdad empírica, fórmula, esta de la verdad judicial, que no descansa sobre la alteración de indicios y pruebas sino sobre su acelerada desaparición o su paulatino olvido.

Se sucedieron veintisiete años hasta que un nuevo magnicida, en esta ocasión perfectamente identificado, el anarquista italiano Michelle Angiolillo, acabó con la vida de otro gobernante español, Antonio Cánovas del Castillo, quien se encontraba reposando en un balneario, leyendo la prensa, cuando recibió los impactos de bala que aquél le disparase. En este caso, se trataba de un tipógrafo anarquista, de gesto más que amable, según muestran las imágenes de época, dando muerte a un anciano jurista y escritor, de origen humilde que, sin embargo, fue en siete ocasiones primer ministro del reino. Angiollillo llegó a España en 1895 huyendo de una leve condena judicial italiana, pasó por Barcelona y luego se trasladó a París, siendo expulsado a Bélgica para, desde allí, recalar en Inglaterra, haciendo en todos esos lugares buenos contactos entre la redes libertarias locales y obteniendo fondos destinados a financiar su crimen, que llevó a cabo el 8 de agosto de 1897. Nadie hubo protegiendo a Cánovas. Por supuesto, el italiano fue ejecutado de inmediato, en uno de los rarísimos casos de justicia rápida que España ha conocido. Antes de que el garrote le atravesara el cuello, sus hagiógrafos afirman que gritó “¡Germinal!”. Vamos, aquel mozo, como demuestran su facilidad para viajar y comunicarse, tenía cierta cultura y era lector de Émile Zola.

El siguiente presidente del consejo en caer asesinado fue José Canalejas, doctor en derecho y filosofía. Sucumbió en noviembre de 1912, quince años después que su predecesor en tan triste destino. Su ejecutor fue el anarquista Manuel Pardiñas, de quien tradicionalmente la historiografía vino afirmando que se suicidó al ser interceptado por la policía, unos momentos después de la comisión del crimen. Esa tesis se ha visto cuestionada por recientes estudios forenses. Así mismo existen zonas bastante oscuras, en las que no podemos abundar ahora, sobre este crimen. Por el contrario, sí merece la pena destacar lo fácil que le resultó a Pardiñas aproximarse al primer ministro, pese a que sí disponía de escolta, y el propio perfil personal de este magnicida de origen aragonés, cuyo oficio era la pintura decorativa, y, al igual que Angiolillo, contaba con una respetable trayectoria cosmopolita, habiendo residido en Argentina, Cuba, Estados Unidos y Francia, hasta poco antes del atentado. Pardiñas siempre se mantuvo en contacto con las organizaciones anarquistas y preparó el atentado de modo minucioso y discreto, hasta el punto de que la policía le perdió la pista mientras que él acudía con regularidad a vigilar las inmediaciones del taller escultórico de Mariano Benlliure, quien durante aquellas jornadas previas realizaba un busto de la señora de Canalejas; artista y pistolero, pues, atentos cada cual a un cráneo de aquel matrimonio.

Por último, ya en marzo de 1921, concluye la edad aurea del magnicidio español y lo hace con una operación de comando tramada en Barcelona por una organización libertaria que precedió a la FAI, la llamada “Regencia Activista”, que traslada a Madrid a Pedro Mateu, Luis Nicolau y Ramón Casanellas. Abandonan su provincia de residencia, se instalan en la capital y comienzan el seguimiento de don Eduardo Dato, licenciado en derecho civil y canónico, a la sazón presidente del Consejo de Ministros. En este atentado ya podemos apreciar la influencia del cine norteamericano que algunos autores han destacado en relación a la violencia política durante la II República y el inicio de la Guerra Civil. El atentado se realizó desde una motocicleta con sidecar, contó con una logística sofisticada, local franco donde depositar el vehículo y el armamento, así como un plan de fuga que se realizó con tanta precisión como los tiros que abatieron a Dato cuando su coche giraba desde la plaza de la Independencia a la calle Salustiano Olózaga, donde se hallaba su domicilio. Unos días después era detenido Pedro Mateu. Nicolau sería detenido por la policía alemana y extraditado bajo la condición de que no se le aplicara la pena de muerte, gracias a lo que sendos delincuentes quedaron sentenciados a perpetuidad. Casanellas, condenado en rebeldía, permaneció en la URSS hasta 1931, año en que los tres, como tantos otros criminales, fueron amnistiados. Si se observa con detenimiento su acción contra Dato, hay que reconocer una modernidad que les aleja de sus predecesores y les aproxima a la sistematización, racionalidad y uso de la inteligencia logística que caracterizarán al fenómeno terrorista durante la segunda mitad del siglo XX.

Abandonemos ahora los sofisticados escenarios que hemos descrito del modo más somero posible y volvamos al presente, a la España del vigilante Murillo y del bello Sánchez, donde el adagio hegeliano de que todo lo real es racional queda ratificado, una vez más, por vía del esperpento en que nos place habitar. Dejando de lado lo que los medios de comunicación han extractado de la sentencia y centrándonos en el contenido de la misma, uno puede entender que los jueces se limitan a aplicar con un rigor relativo, según de quién, cuándo y cómo se trate, lo que las leyes disponen, pero lo que más impresiona de la misma es el submundo que describe y que en tan exagerada medida, pese al esfuerzo intelectual y retórico de los magistrados por convencernos de los contrario, contribuye a convertir en inasumible, para quien lea con atención dicho documento, la posibilidad de que este magnicidio, en el que un segurata, con rasgos de personalidad endebles, asesinaría a un dudoso doctor cuya escolta supera en número la de cualquier capo napolitano que se precie a sí mismo, fuera a llevarse a cabo en unos términos que superasen la realidad virtual en que el victimario malgastaba las horas sobrantes de su penosa existencia. Estamos, pues, ante otro dislate de la España actual, que, en el plano de lo simbólico y usando para ello los múltiples mecanismos e instrumentos con que una fiscalidad predatoria ha dotado al Régimen del 78, da de tanto en tanto en arrogarse la gravedad propia de los retratos decimonónicos para, en un ejercicio de postureo adolescente, dejar en un lugar elevado la excentricidad deforme de sus maltrechas instituciones y la distorsión crónica de la realidad nacional sobre la que éstas y quienes las administran y rigen, se asientan, esperando que el día no disuelva nunca las ambiguas sombras de la noche en las que dulcemente moran.


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