El pasado viernes, en el campus de la Universidad de Navarra, un periodista joven, de esos que sobreviven a base de colaboraciones mal pagadas y más vocación que certidumbre, fue rodeado por una turba de encapuchados vestidos de negro. Había acudido a cubrir una protesta convocada por los autodenominados antifascistas. No llevaba casco, ni pancarta, ni protección alguna: sólo su smartphone. ¿Qué amenaza podía representar? ¿Qué “fascismo” se combate así, persiguiendo a un chaval que solo hace su trabajo, como un depredador a una presa desarmada?
Afortunadamente, corrió lo bastante rápido para escapar del cerco y evitar una paliza en toda regla, de esas que dejan secuelas a largo plazo o que incluso puede acabar en tragedia. Aun así, recibió varios golpes, uno de ellos a escasos centímetros del ojo derecho. La escena, jóvenes uniformados —en riguroso color negro— atacando a otro joven indefenso, constituye por sí misma una paradoja inquietante: quienes dicen luchar contra la opresión son hoy quienes la ejercen contra sus iguales con la determinación de los psicópatas.
La izquierda que se arroga una superioridad moral ya no necesita siquiera justificar la violencia; le basta con redefinirla como virtud. La violencia no es un recurso al que, llegado el momento, se puede recurrir. Es un automatismo, un mecanismo inseparable de la acción política
Las imágenes no mienten: una turba coordinada, monocolor —eco siniestro de las camisas pardas— con aires paramilitares, golpea a un reportero por el pecado de informar. No fue un arrebato ciego, sino un asalto orquestado con frialdad militar. Pero lo que hiela la sangre no son solo los puños: es la avalancha de excusas que siguió. Políticos como Irene Montero o el ex eurodiputado Manu Pineda ensalzaron a la horda negra adjudicándole cualidades heroicas. Algunos hasta murmuraron que la agresión era “lógica”, una réplica merecida a la “provocación”. Culpar al agredido, no al agresor: el mismo latido perverso del violador que acusa a la víctima de llevar la falda demasiado corta, como si el deseo justificara el horror.
No estamos ante un hecho aislado. La violencia, que durante décadas fue patrimonio de los extremos ideológicos, ha vuelto a ser tolerada —y a veces alentada— por buena parte de la izquierda política y mediática. Los disturbios en universidades, las agresiones a periodistas y las “protestas” que derivan en destrozos son cada vez más frecuentes, y con un mismo patrón: uniformidad estética, relato moralizante y una idea recurrente de “legitimidad”. La violencia sería legítima —dicen— porque responde a las opresiones y amenazas que la democracia y el Estado de derecho no conjuran. Es la vieja lógica revolucionaria: cuando la razón no acompaña, hay que recurrir al músculo.
De la impotencia ideológica a la violencia
Esta deriva no surge del vacío. La izquierda tradicional perdió su razón de ser con el auge del bienestar tras la Segunda Guerra Mundial. La sociedad industrial que había producido la conciencia de clase se transformó en una sociedad de bienestar de clases medias, y la lucha obrera perdió significado político. Las democracias occidentales incorporaron por sí mismas, sin necesidad de revoluciones, las conquistas sociales: seguridad social, educación universal, derechos laborales, igualdad de oportunidades e igualdad ante la ley. Fue una evolución natural la que estableció de forma práctica el principio de que ningún sujeto debe estar por encima de otro de partida.
Privada de su viejo sujeto histórico —el proletariado—, la izquierda buscó nuevas tierras fértiles en las que sembrar y cultivar su batalla moral: el ecologismo, el feminismo, la desigualdad de resultados. Durante un tiempo, ahí encontró la energía política con la que alimentar su anémica legitimidad. Pero la asimilación de muchas de estas nuevas banderas por el centro-derecha y los liberales (en su sentido clásico) privó a la izquierda del monopolio moral. La igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades pasaron a ser el marco de entendimiento común de las democracias occidentales.
¿Qué podía hacer la izquierda, entonces, para definir un nuevo territorio ideológico que le devolviera la exclusividad moral? Los ideólogos no tardaron mucho en dar una respuesta: la corrección política, el wokismo, la expansión del lenguaje inclusivo y la moralización del discurso público. Pero ese hallazgo, con el que se pretendía restaurar el monopolio de la virtud, acabó asfixiando a los individuos y provocando una fuerte reactancia social. La izquierda de nuevo se había quedado sin argumentos. Y cuando una ideología se queda sin argumentos, tiende a sustituirlos por emociones. De esa frustración psicológica, ayuna ya de toda razón, surge el regreso a la violencia.
La vieja treta de la vanguardia violenta
“Sin violencia no hay revolución”, escribió Lenin. El histórico revolucionario era consciente de que el proletariado ruso no tenía la fuerza numérica ni organizativa suficiente para derrocar al zarismo. Rusia aún estaba muy lejos de industrializarse y el proletariado era marginal. La realidad social de Rusia era la de un campesinado mayoritario constituido por pequeños propietarios de tierras que, para colmo, desconfiaban de los bolcheviques. Así que Lenin reformuló el proceso revolucionario como una empresa minoritaria, dirigida por una vanguardia disciplinada y violenta que impusiera el cambio mediante el uso de la fuerza. Mao Zedong, años después, formularía la treta de Lenin con mayor crudeza: “El poder político nace del cañón de un fusil”.
El paralelismo entre Lenin y la izquierda del siglo XXI supera lo retórico. La “nueva izquierda” también se reconoce minoritaria. En las urnas, en las ideas, en la calle, no suscita el apoyo mayoritario real. Y, como Lenin, intenta compensarlo con una vanguardia bien organizada y agresiva sustentada en dogmas y relatos morales: el que discrepa no está equivocado, es la encarnación del Mal. Ahí, en la demonización del adversario, se incardina la justificación de la violencia. No se golpea a una persona, sino a una terminal “fascista”. No se amedrenta a un periodista, sino a “un vocero del sistema opresor”. La violencia se convierte así en una obligación moral, un acto redentor.
La «causa palestina»: un ensayo general
La reciente guerra de Gaza ha sido, para amplios sectores de la izquierda, algo más que una indignación espontánea: ha sido el catalizador de un ensayo general. Las manifestaciones que recorrieron ciudades europeas y occidentales podían parecer para los observadores menos atentos, expresiones espontáneas y populares de solidaridad. Pero, bajo esa apariencia, actuaron infiltradas estructuras que revelan una sofisticación operativa poco o nada casual.
De forma recurrente, las manifestaciones se articularon en base a una combinación deliberada: delante, elementos afectivos y simbólicos (madres con pancartas; mujeres, estudiantes, incluso ancianos, en definitiva, grupos variopintos) que atraían la luz de los focos y daban lugar a relatos mediáticos que humanizaban la movilización; detrás, grupos organizados —los ya familiares comandos autodenominados “antifascistas”—, emboscados entre la multitud y perfectamente pertrechados para la confrontación. Vestidos de negro, con pasamontañas, cascos, máscaras, y protecciones corporales, estos grupos actuaron con disciplina: bloqueos, acciones coordinadas que se adaptaban a las estrategias antidisturbios, enfrentamientos contra la policía en situación de ventaja y agresiones a todo aquello que identificaban como “objetivos” simbólicos. Teatralidad y táctica en perfecta simbiosis. La primera servía para ganar legitimidad de cara al público, la segunda para tomar el control de las calles.
Esa estructura —primara línea humanitaria y segunda violenta— no es casual. Permite a los “revolucionarios” emboscados testear la capacidad de la movilización, medir la respuesta y ajustar sus tácticas (coordinación, interacción, retirada, provocación selectiva). En términos de aprendizaje, fue una prueba de fuego: cómo articular el relato, cómo saturar las redes, cómo convertir la indignación en el punto de apoyo sobre el que hacer palanca para tomar el control de la calle. En términos políticos, fue un test para transformar un conflicto exterior en un conflicto interno donde la minoría del “nosotros moral” se impusiera sobre el resto.
Si la “indignación” hubiera sido verdaderamente mayoritaria, no habría sido necesario desplegar este tipo de estrategias. Tener que recurrir a ellas, precisamente, delata la posición minoritaria de la izquierda y su necesidad de compensarla mediante la violencia y la ocupación simbólica y física del espacio público.
El reflejo del fascismo
Sería faltar a la verdad afirmar que la violencia es patrimonio exclusivo de la izquierda. El siglo XX nos enseñó, mediante el fascismo, que la violencia revolucionaria tiene su reflejo al otro lado del espejo. En su célebre El opio de los intelectuales, Raymond Aron explicó que tanto fascismo como comunismo compartían una misma raíz: la fe en el poder absoluto del Estado y el desprecio por la libertad individual. Ambos aspiraban fundar un “hombre nuevo” mediante la destrucción del orden existente.
El conservadurismo clásico, en cambio, siempre ha expresado una sana desconfianza hacia poder. De lo contrario, no es conservadurismo. Es otra cosa. “Toda concentración de poder es un peligro para la libertad”, escribió Edmund Burke. Pero ni Lenin ni Mussolini ni Hitler compartían el aprecio por la libertad de Burke. Su fe en la violencia como instrumento de depuración y regeneración social era, en esencia, la misma.
La diferencia es que, en nuestros días, la derecha democrática no tiene una vocación violenta. Si acaso, los excesos de la derecha populista son verbales, no físicos. En cambio, la izquierda radical ha vuelto a romantizar la destrucción como acto de purificación: arrasar escaparates, quemar contenedores, golpear a disidentes o agredir a periodistas son gestos “antifascistas”, rituales de esa purificación. Así, la izquierda ha vuelto a convertir la ira en virtud.
La coartada moral
Hannah Arendt, que conoció muy bien los totalitarismos, advirtió que “cuando la política se convierte en moral, todo está permitido”. La moral absolutiza el conflicto: nada hay que debatir con el adversario, directamente se le purga. Ese es el peligro de la deriva actual. La izquierda que se arroga una superioridad moral ya no necesita siquiera justificar la violencia; le basta con redefinirla como virtud. La violencia no es un recurso, al que, llegado el momento, se puede recurrir. Es un automatismo, un mecanismo inseparable de la acción política.
Lo vimos tras los disturbios en Gaza, en las universidades europeas y en España: manifestaciones con consignas abiertamente aniquiladoras (“Del río al mar”), jaleadas por quienes dicen defender los derechos humanos. Lo vimos también en la justificación del ataque al periodista en Pamplona: la violencia se vuelve un reflejo defensivo cuando el enemigo es declarado fascista. Por supuesto, el fascista puede ser cualquiera que disienta o, simplemente, no grite con los demás.
La puesta en escena de la protesta humanitaria, con madres y manifestantes espontáneos colocados en primera línea, tiene una ventaja retórica: convierte la acción de las fuerzas del orden en una agresión que justifica las acciones de la vanguardia violenta infiltrada entre la ingenua multitud. Es el eco de los escudos humanos de Gaza resonando en nuestras calles.
La vieja izquierda que nació de la Ilustración, de la fe en la razón, en el progreso y en la emancipación, está extinguiéndose. En su lugar surge una izquierda identitaria, sectaria, manipuladora y emocional que ha sustituido el pensamiento por el dogma. Su fuerza ya no reside en las ideas, sino en la intimidación. Esta es precisamente la debilidad que la condena a ser cada vez más minoritaria: la incapacidad para aceptar al otro.
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