España no es país para niños” sería un buen título para una película de los hermanos Cohen, pero, lamentablemente, es una realidad: en España hay más perros y gatos que niños.

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Según el informe más reciente del censo de la Red Española de Identificación de Animales de Compañía (REIAC), en nuestro país hay más de 9,2 millones de perros y aproximadamente 1,6 millones de gatos. En total, más de 10,8 millones de mascotas censadas.

El invierno demográfico, el envejecimiento poblacional, el descenso de la natalidad por debajo del índice de reemplazo y la insuficiente calidad y cantidad del relevo poblacional foráneo son problemas que van mucho más allá de la cuestión de “¿quién pagará las pensiones?”

Por otro lado, en España viven alrededor de 1,8 millones de niños de entre 0 y 4 años. Esta cifra se obtiene de estimaciones recientes, ya que los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) sitúan la población menor de cinco años en torno al 3,9 % del total, que a comienzos de 2024 era de unos 48 millones de habitantes. Conviene advertir que esta proporción ha ido descendiendo en los últimos años.

Según el informe Focus on Spanish Society, editado por el centro de análisis Funcas, dedicado a la investigación económica y social, la tasa de fertilidad en 2023 fue de 1,12 hijos por mujer (cuando el mínimo de tasa de natalidad para la supervivencia autóctona poblacional es de 2 hijos por mujer), y la edad media al nacimiento del primer hijo se situó en los 31,5 años.

Un modelo de sociedad con estas características está, inevitablemente, condenado a la desaparición: un millón ochocientos mil niños de entre 0 y 4 años frente a más de diez millones ochocientas mil mascotas; o, dicho de otro modo, seis animales de compañía por cada menor de cuatro años. España es, además, el segundo país de la Unión Europea con la cifra más baja de niños en esta franja de edad, solo superada por Italia.

Si comparamos el número de perros y gatos con el de niños, podríamos decir que España es “un país para viejos y mascotas”, y podría ser un título alternativo para esa película que los Cohen nunca rodarán.

El cambio en las sociedades es inexorable, y así ha sido siempre. Algunos cambios son positivos y otros negativos. En ciertos lugares, los procesos de transformación avanzan con claridad en una u otra dirección; pero en el complejo mapa civilizatorio actual, muchas veces ambos sentidos se entrecruzan y chocan entre sí, provocando incertidumbre sobre el resultado final.

No es solo España: es todo Occidente el que se encuentra hoy en ese paradójico desconcierto de no saber hacia dónde avanza, minado desde dentro y asediado desde fuera. La globalización y la revolución tecnológica -acelerada hoy por el desarrollo de la inteligencia artificial- son factores determinantes que pueden inclinar la balanza entre el avance o el retroceso civilizatorio. La clave reside en la supervivencia, el desarrollo y el crecimiento poblacional autóctono, enraizado en su cultura, sus valores y tradiciones. Sin familias y sin niños, Occidente se extingue lentamente, y España lo hará con él.

El aborto, la eutanasia, el individualismo extremo, el egoísmo hedonista, la negación de la naturaleza humana y el rechazo de la complementariedad entre hombre y mujer como base de la reproducción, junto con el relativismo y el nihilismo, se han convertido en elementos ideológicos y políticos del izquierdismo occidental -y no solo de él- que, desde luego, no contribuyen al crecimiento poblacional. Coinciden, además, con los objetivos seculares de los enemigos internos y externos de nuestra civilización.

Las dificultades que sufre la población para acceder al mercado laboral, mantener un empleo, emprender un negocio, desarrollar una actividad productiva, obtener crédito, acceder a una vivienda o a la educación, y, simplemente, formar y mantener una familia, son evidentes. Esta vorágine de urgencias y necesidades cotidianas desplaza la atención del grave problema del llamado “suicidio demográfico”: cada vez menos parejas deciden formar una familia y tener hijos.

Si a esta catástrofe demográfica sumamos una inmigración masiva, descontrolada e ilegal, culturalmente incompatible y en permanente conflicto con los valores democráticos y las libertades de las sociedades occidentales, nos encontramos a las puertas del suicidio de nuestra civilización. Puede sonar catastrófico o pesimista, pero los datos y la realidad están ahí, a la vista y al alcance de quien quiera verlos y contrastarlos.

El invierno demográfico, el envejecimiento poblacional, el descenso de la natalidad por debajo del índice de reemplazo y la insuficiente calidad y cantidad del relevo poblacional foráneo son problemas que van mucho más allá de la cuestión de “¿quién pagará las pensiones?”. Son, en realidad, el verdadero problema existencial de nuestra sociedad. Sin niños y sin familia no hay futuro, porque ni los inmigrantes ilegales ni las mascotas pagarán las pensiones.

Hay solución a este marasmo, porque se trata de una cuestión de voluntad política y de asumir responsabilidades institucionales; eso sí, siempre que se tenga el coraje de afrontar los riesgos que ello implica y de empezar a revertir el problema a tiempo. Formamos parte del núcleo de las sociedades más avanzadas de la historia de la humanidad, aquellas que han dado lugar a la civilización occidental: la más libre, próspera y desarrollada que jamás haya existido. Lo demás -y lo que nos espera si no cambiamos de rumbo- es el declive inexorable hacia la oscuridad más absoluta de un mundo de mascotas y viejos sin nadie que se haga cargo de ellos.

Foto: Erin Vey.

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