Una de las falacias que ha cobrado fuerza durante la Gran Recesión ha sido la peculiar y dogmática explicación de la “desigualdad”. Según éste enfoque, el problema es que mientras el 99% de la población ha sufrido una importante reducción de ingresos, el 1% los habría incrementado o, cuando menos, mantenido. Pero, dado que doblegar a ese poderoso 1% de aviesos multimillonarios, grandes rentistas y magnates entraña mucha dificultad, las administraciones pospondrían este objetivo para el largo plazo (es decir, ya se verá). A corto, ponen el foco sobre las “desigualdades” dentro del 99% restante de la población.

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Así, tal y como advierten los que defienden las políticas fiscales como  herramientas básicas de reequilibrio, el enemigo a batir en España sería un tipo de familia formado por una pareja con dos hijos y unos 4.416 euros de ingresos brutos, porque esta unidad familiar entraría dentro del 50% más rico de la sociedad. Sus ingresos serían tres veces superiores a los de la mitad inferior de ingresos (unos 1.465 euros) y 9,1 veces superiores a los que obtiene el 10% menos desfavorecido (485 euros).

En realidad, toda la retórica pretendidamente empírica que se ha establecido en torno al mantra de la desigualdad está destinada a ocultar los verdaderos problemas de fondo y evitar que el ciudadano formule preguntas incómodas. Mientras se señala a los ricos, a los magnates, a los aviesos especuladores y, finalmente, a las clases medias como responsables indirectos del empobrecimiento de muchos, se oculta que uno de los principales agentes generadores de “desigualdades” son las Administraciones Públicas.

Casi la mitad del Producto Interior Bruto tiene un solo dueño

Ríanse de los grandes y maléficos magnates, de los siniestros especuladores. Son unos enanos en comparación con el verdadero campeón del acopio de ingresos: el Estado. Nadie en ningún país desarrollado puede emular el poder de un puñado de políticos que deciden el destino de cientos de miles de millones de euros cada año. Si además, por ejemplo, sumáramos las familias políticas europeas y la riqueza que controlan, nos percataríamos de que son éstas las que manejan unos ingresos completamente inalcanzables para el más voraz de los magnates.

Ríanse de los grandes y maléficos magnates, de los siniestros especuladores. Son unos enanos en comparación con el verdadero campeón del acopio de ingresos

Así es, en el mundo desarrollado, es el Estado quien detrae casi el 50% de los ingresos de cada sociedad, es decir, más de la mitad de la renta total va a parar a manos de políticos y burócratas: la gente trabaja de media seis meses al año para el Estado. Se supone que estos impuestos se redistribuyen equitativamente mediante servicios y prestaciones. Pero esta es solo la teoría; en la realidad, como dice el refrán, quien parte y reparte se queda la mejor parte.

Lo que ha puesto de relieve la Gran recesión es, en efecto, que existe una “desigualdad” creciente, pero no sólo entre los multimillonarios y quienes no lo son, sino entre quienes trabajan para el sector privado y quienes se encuentran, de un modo u otro, en la órbita de la Administración. Los primeros han sufrido un fuerte reajuste, y en la mayoría de los casos no recuperarán, ni de lejos, los niveles de renta previos a la crisis. Por el contrario, el ámbito relacionado con el sector público soportó una pérdida de poder adquisitivo más bien coyuntural, de modo que, tras diez años de recesión, se han invertido las tornas. Hoy el sector público genera unos ingresos medios sensiblemente superiores al sector privado.

Lo que ha puesto de relieve la Gran recesión es que existe una “desigualdad” creciente, pero no sólo entre los multimillonarios y quienes no lo son, sino entre quienes trabajan para el sector privado y quienes se encuentran en la órbita de la Administración

¿Cómo es posible que un Estado que supuestamente ha de contrarrestar la desigualdad mediante nuevas y venturosas políticas fiscales sea en realidad uno de los principales generadores de desigualdad? Precisamente porque la excesiva recaudación de impuestos responde a unos gastos que, en gran medida, son innecesarios para la sociedad: sólo útiles para políticos y burócratas. Y también porque la acción política establece fuertes barreras de entrada a la economía que, paradójicamente, empobrecen a la gente corriente y enriquecen a quienes disponen de más y mejores recursos para sortear esas barreras. Unos agentes que casualmente se encuentran muy cercanos al poder político.

La desigualdad no es un problema económico sino político

Es bien conocida la tendencia de los gobiernos hacia un abultado déficit público y hacia la acumulación de deuda. Pero, al contrario de lo que pregonan ciertos expertos, el problema no es que el Estado recaude poco o mal para financiar unos gastos necesarios. En realidad, ni la solución al déficit pasa por subir impuestos, ni por reestructurar la política fiscal hasta dar con una solución milagrosa: el problema no es económico sino político.

Por definición, la recaudación del Estado siempre será insuficiente porque, ante un aumento de ingresos públicos, los gobernantes tienden a reaccionar gastando todavía más. Como la Reina Roja en Alicia a través del espejo, los recaudadores deben correr cada vez más deprisa… para mantenerse en el mismo lugar. El motivo es simple: la clase política, los burócratas y los expertos tienen intereses propios, diferentes a los de la sociedad.

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La idea de que quienes se encuentran en la órbita de la Administración tienden a anteponer sus intereses a los del público fue expuesta por el economista norteamericano William Niskanen en su ya clásico Bureaucrats and politicians (1975). En ausencia de controles externos eficaces, los burócratas muestran una fuerte inclinación a maximizar el presupuesto del que disponen, pero no necesariamente a mejorar la calidad de los servicios prestados.

Quienes dirigen los organismos públicos se interesarían por su propio bienestar, que incluye el sueldo, otras gratificaciones y prerrogativas, el tamaño y la calidad de sus instalaciones, el número de subordinados…; en definitiva, el poder del que gozan y exhiben. Y todo esto solo puede crecer si aumenta el presupuesto público. Los burócratas manifiestan una clara preferencia a gastar en todas aquellas partidas que expandan el tamaño de la administración: creación de observatorios, de organismos que supuestamente controlen a otros organismos, de servicios para realizar infinidad de informes que, claro está, recomendarán gastar más y crear más y más burocracia.

Los políticos también se alimentan del gasto público creciente pues permite multiplicar órganos administrativos que, aunque tengan una utilidad dudosa, sirven para colocar a los militantes del partido, amigos y familiares. También permite expandir sus redes clientelares y subsidiar a multitud de activistas en favor de causas diversas… que pueden proporcionar votos. Al final, el beneficiado de las milagrosas políticas de gasto no es el ciudadano común, mucho menos el más necesitado, sino los políticos, los burócratas, los activistas y todos aquellos que revolotean alrededor del Estado.

Esta dinámica conduce también a una marcada asimetría en la evolución de impuestos y gasto público. Ambos tienden a aumentar con facilidad, pero muestran una enorme resistencia a la disminución: es lo que Alan Peacock y Jack Wiseman denominaron el efecto trinquete. En épocas de recaudación muy elevada, se expanden alegremente las estructuras administrativas, se convierten los ingresos excepcionales en gastos permanentes, se añade más personal, nuevas estructuras que… muy difícilmente desaparecen cuando llega la crisis. De esta forma los Presupuestos del Estado siempre crecen a largo plazo, para satisfacción de gobernantes, burócratas, expertos y activistas.

Para lapidar cualquier resistencia legal a la proliferación de políticas fiscales cada vez más expeditivas, expertos y activistas crearon el concepto de elusión fiscal, un término vejatorio que sirve para estigmatizar a cualquiera que se resista a pagar más de lo debido. En realidad, la elusión fiscal no es más que acogerse a la leyes para reducir en lo posible la carga impositiva. Sin embargo, este oscuro término tiene una función clara: establecer, al margen de la ley, un nuevo tipo de crimen: el delito moral. Así, aun sin argumento legal alguno, el contribuyente díscolo puede ser perseguido y vilipendiado.

Queridos expertos, el empobrecimiento tiene un nombre: hiperregulación

Pero los impuestos y la creación de burocracia excesiva e inútil no es la única vía por la que el Estado crea desigualdad: también lo hace estableciendo leyes, normas y regulaciones cada vez más numerosas y complejas. Esta línea de actuación tiene como objetivo restringir la competencia de manera que sólo unas pocas empresas puedan operar, cobrar precios más elevados y obtener suculentos beneficios que, de un modo u otro, compartirán con quienes legislan y controlan la administración.

Políticos y expertos tienen la pésima costumbre de proponer una ley, norma o regulación adicional para resolver cada problema,  engordando así una una floreciente industria dedicada a identificar problemas que nadie antes había percibido. Pero, a la postre, las leyes que promulgan benefician sólo a unos pocos: a quienes obtienen el privilegio de ver reducida la competencia en su  sector.

La mejor forma de desenmascarar al experto travestido de Robin Hood es preguntarle de dónde obtiene o espera obtener sus ingresos

El coste de la hiperregulación acaba recayendo sobre los consumidores en forma de sobreprecio, pero también sobre muchos pequeños empresarios que se ven obligados a cerrar su negocio. Esta cadena de sucesos desemboca en desempleo, en un endeble tejido económico, en la abundancia de contratos precarios y, en consecuencia, en “desigualdad” y pobreza inducidas. Más trabas, más barreras, más cargas impiden a los ciudadanos encontrar un empleo o ganarse la vida dignamente.

Dejen ya la cantinela, dejen de insistir en las prodigiosas bondades de las nuevas políticas fiscales. Avanzar hacia la verdadera Igualdad, con mayúsculas, exige antes de nada eliminar barreras, abrir oportunidades para todo el mundo. Garantizar unas normas sencillas, estables, comprensibles e iguales para todos. Pocas leyes pero claras y justas. Y contener un gasto público desmedido dirigido a crear más burocracia para favorecer a determinados grupos.

En definitiva, es urgente denunciar el abuso, detener cuanto antes esa enorme bestia generadora de desigualdad y pobreza que han liberado los políticos y que alimentan a todas horas ciertos expertos. Conviene desconfiar de aquellos que ensalzan las políticas fiscales como una vía para mejorar el bienestar general pues, cuando alcanzan el poder, suelen acabar promoviendo los intereses de su propio grupo.

Y la mejor forma de desenmascarar a esos expertos travestidos de Robin Hood que proponen combatir la desigualdad mediante políticas fiscales, es preguntarles de dónde obtienen o esperan obtener sus ingresos. Porque raro será el que aspire a ganarse el pan más allá de la órbita de la Administración… o de la política.


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