Se puede llamar polarización a un buen número de fenómenos distintos, pero el verdadero desastre que la polarización política trae consigo solo se alcanza cuando ese fenómeno produce una captura de voto que hace posible lo que se suele conocer como partitocracia, el régimen en el que los partidos subordinan los principios y exigencias de cualquier democracia liberal a su entero beneficio.
Que el voto tienda a orientarse hacia un sector liberal/conservador o hacia políticas progresistas/colectivistas es casi una determinación natural en las sociedades contemporáneas. Para que esa oposición no derive en una auténtica guerra, que a nadie beneficiaría, los sistemas políticos han inventado una serie de instituciones que se deben sustraer a esa dialéctica y han de procurar que las propuestas de los dos sectores confluyan en políticas públicas consistentes y de largo aliento: es lo que se suele conocer como instituciones contramayoritarias cuya función moderadora es esencial, tanto para evitar los extremismos como las políticas electoralistas y de coyuntura.
La polarización es el caldo en el que se cultiva la irresponsabilidad política o, como a veces de dice, no sin descaro y con enorme desparpajo, la ‘desjudicialización’ de la política, es decir que cualquier actuación que se pueda considerar política no pueda ser juzgada nada más que por los electores
En España un ejemplo perfecto de esas instituciones lo constituye el gobierno del poder judicial, y es muy obvio que los partidos se han propuesto minimizar cuanto puedan su independencia con las más variadas disculpas, pero sin que hayan podido evitar que se haga evidente que su único interés estriba en evitar “por la puerta de atrás” la actividad de los jueces, en especial en aquellos casos, por desgracia muy frecuentes, en el que los políticos se han visto implicados.
Al obrar de ese modo, los políticos hacen una demostración clara de que lo único que les importa es proteger su imagen, no deteriorar las motivaciones de los votantes a los que se intenta convencer, en este caso, de que los procesos en que se han visto implicados son invenciones de la prensa, maniobras de los jueces, ora progresistas, ora conservadores, y para eso hay que estar ciertos de que, al final, el más alto tribunal acabe con una sentencia a favor o enterrando el asunto en una jerigonza incomprensible, lo que se supone que sirve para demostrar la inocencia del político injustamente encausado al que, si las cosas no ruedan del todo bien, siempre le quedará el amparo del indulto. Lo que se ha conseguido es que los políticos queden al margen de cualquier juicio, que sean aún más inimputables que el propio jefe del Estado.
La polarización es el caldo en el que se cultiva la irresponsabilidad política o, como a veces de dice, no sin descaro y con enorme desparpajo, la desjudicialización de la política, es decir que cualquier actuación que se pueda considerar política no pueda ser juzgada nada más que por los electores, lo que supone que la justicia, que también emana del pueblo, se reserve para el común de los mortales pero no afecte a las triquiñuelas de los políticos, que son iguales que los demás pero un poco más iguales que nosotros, como decían los cerdos dirigentes retratados por Orwell en Animal Farm.
Se trata de crear un espacio de privilegio del político respecto a las leyes comunes que no tiene ningún sentido, pues ya hemos comprobado hasta la saciedad cómo, en ejercicio de su cargo, los políticos pueden robar, malversar, corromperse y traicionar de mil maneras a la misión que les han encomendado los electores y la Constitución.
La polarización nunca trae nada bueno porque se funda en una contraposición maniquea entre buenos y malos que carece por completo de sentido, pero es un catalizador muy eficaz de las pasiones políticas, en especial frente a electorados que renuncian a ser razonables y críticos o, más sencillamente, que creen que se puede entender todo sin necesidad de sumar y restar. Los políticos que la impulsan saben muy bien lo que buscan porque de ese modo consiguen refugiarse bajo un manto de credulidad que hace que cualquier crítica que se les pueda hacer pueda presentarse como un ataque despiadado y peligroso de los enemigos del pueblo. Bien, pues por necio que sea el procedimiento, no cesamos de comprobar que funciona.
Hace ya muchos meses que salimos de una pandemia horrorosa y mortífera y ahora vemos cómo los políticos, en lugar de analizar con serenidad alguna de los miles de cosas que se han hecho mal, por el Gobierno de Sánchez y por los de las autonomías de uno y otro color, solo intentan agitar el espantajo de los errores más sensacionales para atizarse los muertos unos a otros, sin la menor consideración hacia los sentimientos de víctimas y familiares que ven cómo su sufrimiento se mercantiliza con toda desvergüenza en el mercado electoral. Por lo visto somos un país condenado a no detectar los errores que nos han llevado a la cabeza de la mala gestión en este asunto, de manera que los repetiremos la próxima vez, corregidos y ampliados. No importa lo que se hizo mal y se podría hacer mejor, sino el miserable uso político de las víctimas.
Otro caso sangrante. Hace ya mucho que estamos ante una crisis energética brutal, en parte causada por políticas biempensantes pero ilusas, que está en la base de la espiral inflacionaria que nos puede conducir a situaciones incontrolables. Pues ante un asunto de tanta gravedad el Gobierno ha decidido abrir el frasco de las esencias morales e ideológicas y culpar a los ricos, a las empresas y a las derechas de un mal que es universal y que no sabe ni siquiera cómo afrontar, pero entretanto procura arrimar la ascua a su sardina: ideología en vena y que los nuestros no decaigan en su entusiasmo hacia este gobierno de la gente, se necesita mucha jeta, pero es bien que no escasea en los almacenes políticos.
En lugar de convocar a unos y a otros para analizar a fondo la crisis y tratar de formular unas políticas de largo alcance y con el mayor apoyo posible el Gobierno de Sánchez pretende seguir ejerciendo de ilusionista y sacar conejos de su chistera semana tras semana: que no pare la fiesta ni las dádivas del gobierno para hacer como que se socorre a los más necesitados, aunque sea al precio de que todos nos despeñemos. Ya se buscará el culpable del descalabro y si la cosa le sale mal a Sánchez tiempo habrá de endosar a otros la factura de tanta chapuza irresponsable y necia.
La razón de esta conducta está en el análisis electoral que hace el PSOE y que, por desgracia, podría no ser del todo estúpido. Se trata de aprovechar el malestar económico y social para cargarlo de forma maniquea sobre las espaldas del enemigo al que se pone en permanente contraste con las mejores y más piadosas intenciones del Gobierno. El discurso sentimental y rencoroso de pobres contra ricos es el disfraz que más parece convenir en una crisis que ni se sabe ni se quiere atajar porque se confía en que su balance pueda beneficiar a los que se tienen por progresistas. Es como si el Gobierno tratase de recuperar el lenguaje de la lucha de clases consciente de que la apelación a los discursos identitarios y a las reivindicaciones de género y similares empiezan a perder capacidad de movilización en un escenario dominado por perspectivas más duras.
Pues por obvio que sea el disparate hay gentes en la derecha que parecen dispuestas a aceptar su carné en el baile y que han decidido hacer lo mismo que su contrario, solo que en sentido inverso. Es de temer que no se hayan parado a pensar en cosas muy simples como, por ejemplo, cuál es la cultura política y cuáles son los escenarios que más favorecen el predominio de una izquierda extremada. El precio que se ha de pagar por la polarización les parece pequeño si se consigue que los propios funcionen con una lógica electoral similar a la que se remite la izquierda, una manera más de hacer patente la profunda advertencia de Dalmacio Negro de que, al menos en muchas ocasiones, la derecha se limita a ser una izquierda envejecida…, y así nos va.
Foto: Zdeněk Macháček.