En la vida política funcionan dos tipos de influencias, las que nacen de la sociedad, de cómo es la gente, de lo que piensan y hacen, que es algo que se supone configura la opinión pública, y las que se originan más arriba, en las instituciones políticas y en los foros en los que se espera que participe la aristocracia intelectual y moral de cada país, las universidades, los centros de cultura, etc. En una situación que podríamos calificar de normal o deseable, cabría suponer que lo que venga de arriba tenga un nivel más alto de sofisticación y calidad que lo que es más popular, pero hace ya mucho tiempo que no vivimos, en casi ninguna parte, desde luego no en España, en esa teórica normalidad.
Las quejas sobre los males que esta situación comporta son ya centenarias, pero no parecen haber servido de mucho. En casi todas partes reina una vulgaridad espantosa, pero nadie cae en la cuenta porque esa forma de vida y de comportamiento se ha hecho general. Hasta la poesía parece haberse convertido en una bajeza. He caído en esta clase de pensamiento melancólico a causa del fallecimiento reciente de un conocido por el que tenía una inmensa admiración, franca envidia, porque era todo lo contrario de lo que vengo diciendo. Era un aristócrata, de sangre y de verdad, un hombre extremadamente cultivado, nada pedante, de trato exquisito y de enormes virtudes personales. Los periódicos han hablado de él, por supuesto, pero le han dedicado mucho menos espacio y atención que a cualquier bobada de las que llenan sus portadas.
Esto del Covid-19 está sirviendo de manto para bendecir el absentismo más desvergonzado de muchos servidores públicos: prueben ustedes a llamar a uno de esos teléfonos gratuitos que los organismos oficiales han puesto en funcionamiento para evitar que el público moleste, y verán lo que es el “escudo social” y el “que nadie se quede atrás”
Una de las cosas que ha hecho más daño a cualquier ideal de ejemplaridad, a cualquier política de emulación, al menor intento de promover la excelencia, es la actitud de la mayoría de la prensa, y no digamos de las televisiones, que ha abierto sus espacios a las mayores vilezas como si de verdad fueran asuntos de interés. Me parece que ya han pagado parte de sus errores en este punto al poder comprobar como sus papeles han desaparecido casi por completo de la circulación, y no se achaque esto a ninguna revolución tecnológica, es la consecuencia directa de haber dejado de dirigirse a quienes, pocos desde luego, todavía conservan una cierta capacidad de interesarse por la actualidad, sea eso lo que fuere. Han cometido el mismo error que esos editores de libros que se han dedicado a publicar libros que solo pueden interesar a los que nunca leen nada, y, claro, ha ocurrido lo que era imaginable.
Cuando se habla de que los españoles están mejor formados que nunca, una tontería interesada que se le ocurrió a Felipe González en los ochenta, y que confieso haber repetido en alguna ocasión, sin duda en momentos de ofuscación, habría que reparar en que esa educación debe ser bastante desastrosa, vistos los frutos de zafiedad y burricie que cualquiera puede comprobar. Baste con reparar en que con la cuarentena se ha interrumpido la actividad educativa sin que nadie haya lamentado el frenazo general en el aumento de conocimiento, no había motivo, pues todo lo que se ha lamentado es que los niños y jóvenes tuvieran que quedarse en casa, lo que descubre la auténtica función que la educación tiene entre nosotros, liberar un tanto a sus padres de tan pesada carga. Si no fuese por ese motivo tan humano, los colegios y universidades podrían seguir cerrados de manera indefinida y sin mayores perjuicios. Es decir, ¡ojo que es ironía!, como en Suecia, Francia o Inglaterra, países en los que la memez no ha conseguido todavía cotas similares a las nuestras.
La educación se paró con la pandemia, pero los programas de televisión dedicados a las fruslerías más tontas no suspendieron nunca su emisión, no vaya a ser que a los espectadores se les ocurran cosas sensatas. El caso es tan grave y tan vergonzoso que tardaremos años en recuperar, si es que se consigue, una parte del aprecio sentido hacia nosotros por ahí fuera, porque es asombroso que sigamos estando en cabeza de todos los males y a la cola en todos los logros en lo que se refiere a la reciente pandemia sin que se haya levantado una ola de indignación que obligue a preguntarse en serio por lo que aquí ha pasado. Fíjense en el parlamento nacional, las prisas que se han dado para azuzar al PP con la comisión para investigar el caso Kitchen, y bien merecido lo tienen, al tiempo que todos han acordado, o tolerado, que se mire para otra parte, porque es muy desagradable e incómodo ponerse a averiguar las causas por las que “el mejor sistema sanitario del mundo” ha sido incapaz de ofrecer unos resultados dignos en este episodio inacabado de la Covid-19.
Podemos y debemos criticar a nuestros políticos, pero debiéramos de caer en la cuenta de cuánto se nos parecen y empezar a corregirnos desde abajo, sin esperar que ningún milagro nos vaya a deparar un Churchill que nos saque del paso. Tendremos que seguir tirando con lo que tenemos, que es bien poco, pero mientras nuestra actitud no se vuelva más crítica, más exigente y más ejemplar, y eso es tarea de todos, no empezaremos a cambiar de verdad, a ser mejores.
Las instituciones tienen su responsabilidad, no cabe duda, pero no mejorarán si no empieza a crecer un grito de rebeldía, si los que obtienen un título y ven que ni han aprendido nada ni de nada les vale no empiezan a exigir universidades mejores en lugar de títulos más baratos, si en lugar de reclamar más servicios de limpieza empezamos a no tirar papeles al suelo y a recoger las botellas de cuando bebemos por la calle.
Parece que está empezando a surgir un movimiento popular de rechazo a los okupas, una actividad que ha crecido al amparo de una legislación tan confusa y pretenciosa como permisiva del delito, pero estaría bien que cayésemos en la cuenta de cuántos okupas hay por todas partes, cuánta gente que ha dejado lo de “vuelva usted mañana” en una respuesta educada y laboriosa de funcionario ejemplar. Esto del Covid-19 está sirviendo de manto para bendecir el absentismo más desvergonzado de muchos servidores públicos: prueben ustedes a llamar a uno de esos teléfonos gratuitos que los organismos oficiales han puesto en funcionamiento para evitar que el público moleste, y verán lo que es el “escudo social” y el “que nadie se quede atrás”.
Son listos estos políticos, hacen unos eslóganes estupendos, pero nos conviene prepararnos para la que se nos viene encima y lo primero que habría que hacer es dejar de aplaudir monsergas y tomaduras de pelo. Es desde abajo y con constancia como podremos recuperar un país del que estamos a punto de avergonzarnos. Empecemos por nosotros, que somos muchos, y cuando hayamos cumplido con rigor y suficiencia nuestras obligaciones comprobaremos que estamos en condiciones de exigir a nuestros políticos que no nos abochornen. Como se parecen mucho a nosotros, puede que aprendan pronto la lección.
Foto: Ryan Mcguire