Recientemente una persona que se calificaba de liberal afirmaba que le parecía muy bien que del balcón del Ayuntamiento de Madrid pendiera una bandera arcoíris o bandera LGBTI. Yo repliqué que no estaba de acuerdo, que en los edificios de las instituciones sólo debían estar presentes los símbolos estrictamente constitucionales, aquellos que representan a todos los ciudadanos sin hacer referencia a preferencias particulares de ninguna clase, por legítimas que sean.
Seguramente pensaría que, con mi parecer, evidenciaba algún tipo de animadversión contra las personas homosexuales. Y es más que probable que en su fuero interno automáticamente me etiquetara como conservador o peor, como reaccionario y homófobo, cuando en realidad no es mi caso, ni mucho menos.
La idea de que la democracia es un medio para un fin: la imposición del Bien, ha conducido a una nueva forma de democracia bastante moralista e intolerante, en la que, como diría Orwell, todos tenemos que gritar con los demás
La igualdad de derechos es algo que, afortunadamente, ya contemplan las leyes. Y quienes conculcan esa igualdad de derechos, por ejemplo, agrediendo o faltando a una persona homosexual por considerar sus preferencias sexuales una perversión, pueden ser, y de hecho son severamente castigados.
Por otro lado, las personas que tengan una opinión desfavorable respecto de la homosexualidad no van a cambiar porque las instituciones se engalanen con banderas arcoíris. De hecho, seguramente en las más contrarias provocarán el efecto opuesto, porque lo verán como un reproche moral y se reafirmarán en su posición con mayor vehemencia.
Sin embargo, la utilización de las instituciones como una especie de escaparates de determinadas concepciones del bien es algo que viene siendo habitual desde hace tiempo. No solo son los ayuntamientos, también otros organismos públicos, incluidos ministerios, a menudo se posicionan respecto de determinadas cuestiones luciendo los símbolos oportunos. Así, también llamativos iconos feministas engalanan regularmente los edificios públicos.
Este tipo de prácticas pueden parecer inocuas, pero no es exactamente así; provocan una reactancia porque las personas perciben en ellas una intención transformadora, de imposición moral, como si el Estado convirtiera en obligatoria o preferible determinada preferencia particular sobre el conjunto de opciones entre las que las personas pueden escoger libremente. Lo cual poco tiene que ver con ser liberal, al menos no en la acepción europea del término. Mucho menos puede ser liberal convertir la moral en una competencia del Estado.
Por ejemplo, ¿sería pertinente que de la fachada de un ministerio pendiera una pancarta con una imagen enternecedora de una familia convencional, con un padre, una madre y dos hijos, una niña y un niño (la «parejita»)? Al fin y al cabo, podría argumentarse que promover este tipo de familia ayudaría a estimular la natalidad, algo que, como todos sabemos, buena falta nos hace. Además, el uso de una institución para proyectar esa imagen no podría calificarse de ofensiva, porque sus intenciones son buenas. Pero no, tampoco sería pertinente.
La cuestión es que, en una democracia verdaderamente liberal, las instituciones no están para proyectar sobre las personas lo que en cada momento se considere el ideal del bien, ni tampoco para privilegiar unos estereotipos u otros según soplen los vientos de la Historia. Las instituciones deben ser escrupulosamente neutrales. Para garantizar la igualdad de derechos, la convivencia y el orden ya están las leyes. Para todo lo demás, las personas son perfectamente libres de asociarse y celebrar lo que consideren oportuno, incluso pueden pedir permiso al Ayuntamiento para organizar un desfile. No hay problema.
La búsqueda del bien
La polarización que padecemos, además de ser consecuencia de unos partidos que parecen buscar su exclusivo beneficio, es consecuencia en buena medida de esta búsqueda del bien. Hay quienes consideran que de la polarización son responsables a partes iguales la “izquierda” y la “derecha” o, incluso, puesto que la reacción más potente parece provenir ahora de la “derecha”, sería esta última la que está poniendo en riesgo la “paz social” y, en consecuencia, el propio orden democrático. De ahí que muchas personas que se definen liberales parezcan tanto o más irritadas con determinadas actitudes de esa derecha “renacida” que con los autoritarios de izquierda.
Sin embargo, esa posición presuntamente liberal, a la que una proporción importante de individuos pertenece, es en buena medida responsable de la polarización actual, pues se habría dejado seducir por una visión particular del progreso extraordinariamente intervencionista, convirtiéndose así en cooperadora necesaria de un proceso de confusión que ha terminado por convertir la democracia en un medio para un fin: la imposición del bien.
La democracia no debe entenderse como un medio para la consecución de un fin, por loable que ese fin pudiera parecer. Es un sistema de representación basado en el sufragio universal, pero sobre todo es un sistema de control del poder pensado para salvaguardar al ciudadano de cualquier tipo de autoritarismo que vulnere sus derechos, incluida la dictadura de la mayoría.
La democracia no consiste en que el voto mayoritario se convierta automáticamente en la legitimación del poder de forma absoluta, porque entonces cualquier disparate podría ser impuesto si se consiguen los votos suficientes. Podría votarse, por ejemplo, que la Tierra es plana o que la vida de una persona y un perro tienen el mismo valor y que, por lo tanto, matar a un perro debe ser castigado con la misma dureza que asesinar a un ser humano.
Lamentablemente, a lo largo de las últimas décadas esa salvaguarda fundamental ha ido cediendo terreno en favor de una democracia de corte exclusivamente sufragista, donde se da por supuesto que la victoria electoral legitima cualquier imposición legislativa. Esto, sumado a la irrenunciable imposición del bien, ha conducido a una nueva forma de democracia paradójicamente bastante moralista e intolerante.
El ideal transformador
Las formas institucionales de las democracias liberales (capitalistas) surgen como entornos liberadores que permiten a los individuos vivir libremente y perseguir sus aspiraciones, sin caer en la anarquía o el caos. Es el dilema hobbesiano resuelto: la libertad ordenada por el Estado de derecho y las restricciones del mercado.
Sin embargo, para el ideal progresista, la democracia liberal es en realidad una forma particularmente insidiosa de tiranía, porque nos hace creer que somos libres cuando en realidad no lo somos. En palabras de Herbert Marcuse, la democracia liberal es un sistema de «tolerancia represiva». Así, las personas LBTBI, formalmente estarían salvaguardadas por la democracia liberal, pero en la práctica seguirían soportando una opresión salvaje. Lo mismo se aplicaría a las mujeres a cualquier otra identidad con la que la izquierda construye colectivos victimizados a los que el orden liberal no estaría protegiendo, sino imponiendo informalmente todo tipo de desigualdades y abusos.
Así, la libertad ordenada de la democracia liberal no sería el resultado de una reflexión sobre la naturaleza humana, sus virtudes y limitaciones, es decir, la comprensión de que, como explicaba James Madison, los hombres no son ángeles y, por tanto, hacen falta mecanismos de control adicionales además del voto. En realidad, el orden democrático liberal sería un instrumento de opresión que debe ser desmantelado para dar paso a una democracia cuyo fin ya no es la salvaguarda de la libertad sino la búsqueda del bien.
Por eso, para el ideal progresista aceptar la democracia liberal significa cooperar con la opresión. La integración en un sistema democrático o la igualdad de condiciones en un Estado democrático no es su objetivo. Ser uno entre muchos resulta incompatible con su visión transformadora y la imposición de una determinada idea del bien.
El ideal progresista necesita que los sujetos renuncien a su individualidad y se segreguen en colectivos; esto es, necesita sustituir los derechos fundamentales por privilegios de grupo, que las personas no sea distintas entre sí, sino que predominen en ellas determinados rasgos que puedan ser políticamente manejados, como el color de la piel, el origen, el género o las preferencias sexuales y, para lograrlo, necesita que las instituciones no sean neutrales ni impersonales, sino que sean herramientas al servicio de su visión transformadora.
Sé que en determinados momentos, cuando los más reaccionarios parecen acaparar estás discusiones, abusando de determinados argumentos e, incluso, pervirtiendo la razón, es difícil mantenerse firme y defender la neutralidad e impersonalidad de las instituciones como principio fundamental de la democracia liberal. Pero, precisamente, cuando unos y otros parecen perder la cabeza, más deben esforzarse los sensatos por mantener la suya en su sitio.
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