Hoy en día vivimos en una era que presenta una aporía democrática. El término griego ἀπορία hace referencia en sentido etimológico a aquello que no tiene senda, camino. Desde un punto de vista epistemológico se utiliza para referirse a aquellos razonamientos que presentan contradicciones irresolubles en su seno. La democracia en la actualidad se presenta como un concepto aporético.
Por un lado es un concepto con connotaciones claramente positivas. En otras épocas de la historia la democracia era vista como una mala forma de gobierno, dominada por las bajas pasiones y la irracionalidad. Hoy en día no podemos concebir una forma de gobernarnos que no reclame para sí el calificativo de democrática.
Por otro lado la democracia cuando se sale de los márgenes de lo permitido por la axiomática socialdemócrata es vista con recelo. Como pone de manifiesto Slavoj Zizek el conocimiento y el poder democrático se nos quieren presentar como disyuntivos: o una cosa o la otra. El filósofo esloveno pone el ejemplo de lo ocurrido en la República Checa en 2007 cuando el gobierno del país centroeuropeo decidió, sin someterlo a referéndum de la ciudadanía, permitir la instalación de radares militares estadounidenses. Las justificaciones del gobierno para impedir la consulta fueron de dos tipos. De una parte estaba la cortesía hacia el socio preferente, los Estados Unidos, que tanto había hecho por la independencia del país centroeuropeo en 1918, 1945 y 1989. De otra, que la cuestión que se pretendía trasladar a la ciudadanía era de orden puramente técnico, y de la misma el común no se podía formar una opinión fundamentada.
Algo parecido se planteó durante la crisis de la deuda griega en 2015 cuando el gobierno populista de izquierdas de SYRIZA planteó un referéndum sobre las condiciones del rescate financiero que la TROIKA presentó al gobierno heleno y que fue objeto de críticas feroces por parte de las instituciones europeas que lo consideraron un mal uso de la democracia.
El gran problema de la democracia es la propia homonimia de la palabra. Como muy bien pone de manifiesto Giorgio Agamben, con esta palabra nos referimos a dos cosas muy diferentes. Una forma de legitimación del poder político de base popular y también una técnica de gobierno donde es el pueblo directamente o los representantes, elegidos y férreamente controlados por éste, los que las toman en su nombre.
Respecto al primer sentido no parece haber demasiado problema, pues hoy en día no parece considerarse legítima ninguna forma de dominación política que no cuente o haya contado en algún momento de la dinámica política con el consentimiento expreso o presunto de la ciudadanía. Además ese consentimiento debe haberse expresado en forma de elecciones plurales con voto libre, igual y secreto.
Mucho más problemático se presenta el segundo sentido, especialmente en sociedades modernas y altamente complejas en las que los ciudadanos no pueden ser consultados a cada momento sobre sus preferencias por razones de índole práctico. El problema de la democracia en los grandes estados ya fue vislumbrado por Rousseau o Montesquieu quienes consideraban inviable volver al modelo de la democracia antigua, sólo apta para pequeños países. Las nuevas tecnologías podrían permitir ahora llevar a buen puerto el sueño de la llamada democracia directa, con la posibilidad de consultar a la ciudadanía en todo momento.
Sin embargo la inmediatez que lleva aparejada la globalización y la complejidad de la gestión de nuestros mastodónticos estados del bienestar hace muy difícil que los ciudadanos pueden ejercer sus derechos democráticos en condiciones de responsabilidad y libertad. La infantilización creciente de las sociedades actuales, el enorme coste de recursos intelectuales y de tiempo que supone informarse sobre asuntos cada vez más complejos o la nefasta influencia de los grupos de presión de todo tipo son otros factores que hacen muy poco viable la utopía de una democracia tecnológica.
No obstante la nueva izquierda pretende erigirse en defensora de la pureza democrática y dice añorar formas de democracia que sean más auténticas. Según su visión, la democracia es una forma de gobierno que no se encuentra materializada en nuestras democracias representativas de corte parlamentario. Lo que ha llevado a autores como Alain Badiou o Slavoj Zizek a rebautizar a nuestras democracias de corte representativo liberal como capital-parlamentarismo.
En esta expresión, capital-parlamentarismo, se resumen las dos grandes críticas que se hacen hoy en día a la democracia representativa de corte liberal. La primera supone un cuestionamiento de la idea de la moderna representación política. La segunda es una actualización de la clásica crítica marxista al orden capitalista.
Desde los albores del parlamentarismo, la relación entre el representante político y el representado se ha constituido sobre la idea de que la relación de representación política es diferente de la representación propia del mundo jurídico. El representante político lo es de un cuerpo moral, la nación. No tiene que tener una vinculación estricta con el representado, sino que tiene un margen de actuación política propia. En cambio en el ámbito de la representación jurídica privada, el representante se tiene que someter fielmente a las directrices emanadas de su representado para concluir los actos jurídicos para los que el representante ha sido comisionado.
Este hallazgo político, el de la representación política, tiene su origen en la obra del pensador conservador inglés Edmund Burke. Supuso romper los vínculos conceptuales con la idea de representación política medieval, diseñada según el molde de la representación jurídica, que estuvo vigente hasta una fecha tan tardía como el mismo comienzo de la Revolución Francesa. Con la llegada del Estado de partidos se volvió a resucitar la vieja idea del mandato imperativo que el parlamentarismo había logrado desterrar del abecedario político. El representante, aunque elegido por los electores, pasaba a depender jerárquicamente del aparato del partido que era quien lo había colocado en las listas electorales correspondientes. Con ello la representatividad del diputado se diluye en favor de la sobre representación del partido político.
Esta crisis de la idea moderna de representación política en el Estado parlamentario de partidos fue puesta de manifiesto por autores como Carl Schmitt o Max Stirner. El populismo y la nueva izquierda han vuelto a poner en tela de juicio la idea del mandato representativo y para rescatar la vieja idea roussoniana del mandato imperativo que Burke considerara ya caduca a finales del siglo XVIII.
El populismo incluso da una vuelta de tuerca más y plantea abiertamente un marco de legitimidad política alternativo al del pluripartidismo, basado en la identificación cesarista entre el líder populista y el pueblo. Desconoce la idea, apuntada por el politólogo americano Robert Dahl, de que la democracia moderna exige un pluralismo de poderes reales, de forma que la mera ritualidad democrática si no va acompañada de un pluralismo real y efectivo, convierte a la democracia en puro vacío semántico, una mera apelación retórica que usa el líder para justificar sus acciones políticas.
El populismo, en definitiva, ahonda en la crítica que realizara Carl Schmitt al liberalismo como filosofía política que fundamenta el parlamentarismo pluralista y que menoscaba la verdadera representación. En su obra Teoría de la Constitución Schmitt afirma que la verdadera esencia de la representación consiste en hacer existencialmente visible una unidad política, el pueblo, a través de la identificación del mismo con la figura del líder carismático.
El filósofo francés Jean Luc Nancy realiza un análisis filosófico muy interesante sobre las carencias del poder político democrático, que es lo que subyace en definitiva en las críticas hacia la representación política moderna.
Por un lado el poder democrático tiene lo que él llama “una necesidad de gobierno”. Necesita una instancia externa al propio cuerpo democrático que supere lo que Kant llamaba la insociable sociabilidad humana, que minimice la tendencia de la sociedad hacia el conflicto.
Por otro lado, el poder democrático tiene una dimensión simbólica que es inmanente al propio cuerpo democrático y que consiste en hacer posible el ser en común, la necesaria solidaridad en la que se basa lo humano. De ahí que frente al parlamentarismo de corte liberal individualista se reclame un “comunismo” democrático. Estas dos dimensiones o sentidos del poder democrático entran en conflicto debido a que en la política, que para Nancy es una forma secularizada de religión, no hay un fin último que las ensamble.
Por último, el tradicional posicionamiento en favor del rígido intervencionismo y la planificación económica del comunismo marxista-leninista no se justificaría ya sobre la base del dominio de clase, sino sobre la base de una exigencia democrática. Los mercados y el capitalismo serían “enemigos” de la democracia real, en la medida en que supeditarían las decisiones políticas a los dictados de lo conveniente para el florecimiento del capitalismo global.
Estas críticas a la democracia representativa se aprovechan de graves crisis económicas del capitalismo para presentarse como dique de contención frente a los intereses de la oligarquía del capital. Generalmente sus análisis económicos se mueven dentro de esquemas binarios, muy simplistas y demagógicos. Inciden en el carácter artificial de las crisis económicas, diseñadas desde altas esferas del poder con la finalidad de acrecentar la posición de dominio y de privilegio de los grandes poseedores del capital, y con la única misión de empobrecer a la clase media y trabajadora. Por otro lado obvian también el papel de la intervención del Estado en la generación de muchas crisis económicas y sobredimensionan el papel de la ley y las instituciones como instrumentos de política económica.
Foto: Ryoji Iwata