Para el escritor norteamericano Michael Walzer la Modernidad empezó con lo que él dio en llamar la revolución de los santos, puritanos calvinistas del siglo XVII que inauguraron la política radical y se adueñaron del Estado. Pero aunque ha pasado ya mucho tiempo, la verdad es que desde entonces los nuevos santos no han dejado de habitar el poder.

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Fue el empeño jacobino de hacer de la pureza de corazón la principal virtud política lo que originó el periodo de Terror en la Revolución Francesa. Vinieron luego otros terrores y otros santos. Todos laicos, pero llenos de fervor religioso. Y hoy, como ayer, para multitud de ateos imbuidos de santidad al modo del incorruptible Robespierre; nada tiene valor si no se deriva de un corazón puro y la correspondiente fe.

El asalto al poder de estos nuevos santos nos lo explico en 1938 el gran filósofo de la política Eric Voegelin con un libro memorable nunca suficientemente leído: Las religiones políticas. Toda civilización camina de la mano de una religión. Cuando se la expulsa de la conciencia social, el poder político asume otras sin percatarse de que los son. Lo reprimido retorna siempre; pero deformado neuróticamente, nos dice Freud: esa es nuestra peculiar tragedia contemporánea.

Para Voegelin las religiones que apelan a lo transcendente tienden a poner límites al poder político, así fue en la Edad Media según la tesis de nuestro autor; pero las pseudoreligiones inmanentes que crecen a la sombra del Estado moderno, convierten a éste en Dios: el Estado se legitima a sí mismo y entra en una deriva totalitaria. En el siglo XX la religiosidad nazi y bolchevique alcanzó su apogeo. Hoy, si usted no comulga con el animalismo, con el nuevo feminismo ni con los adolescentes profetas del apocalipsis climático; no es un disidente, es un hereje. El panóptico le observa y el Estado lo sabe.

Tanto si habla como si calla, está perdido. Los devotos de las religiones políticas se han convertido en inquisidores y usted es sospechoso: su silencio le condenará y sus palabras también

Aunque usted es muy consciente de que sus pensamientos no están a la moda (la mayoría de los periódicos e informativos de televisión le evidencian la incómoda disonancia), no acaba de entender cuales son sus imperdonables pecados, y es por eso que en reuniones familiares o en su lugar de trabajo tiene a veces la extraña necesidad de confesarse. Tanto si habla como si calla, está perdido. Los devotos de las religiones políticas se han convertido en inquisidores y usted es sospechoso: su silencio le condenará y sus palabras también; pues lo que dice, por más que se declare inocente con lo que usted cree que son buenas razones, será considerado solo el disfraz de lo que oculta y no quiere decir.

A los terroristas etarras el Estado les ha concedido una bula y han sido perdonados por lo que hicieron en el pasado (aunque asesinaron mujeres y niños hoy son sinceros feministas y protectores de la infancia); pero recuerde que usted está excomulgado y nunca será perdonado por lo que podría llegar a hacer en el futuro (también Hitler fue un jovencito encantador que pintaba cuadros y nos engañó a todos). Podrá donar una gran fortuna para beneficiar a los enfermos de cáncer, incluso acudir al día del orgullo gay con zapatos de plataforma o clamar vehementemente en la plaza pública que defiende los derechos de todas las mujeres del mundo; pero «no, bonita», no perteneces al grupo de los piadosos. Ni siendo feminista, negra y lesbiana te admitirían en él.

Un mundo sin piedad es un tormento, pero con algunas piedades puede ser un infierno. La piedad de los piadosos que sin juicio previo asumen que usted no lo es, tiene imprevisible consecuencias: «La piedad, en cuanto resorte de la virtud, ha probado tener una mayor capacidad para la crueldad que la crueldad misma», nos recuerda Hannah Arendt repasando lo acontecido en pasadas revoluciones. No resultan extrañas entonces las frases que una sección de la Comuna de París presenta a la Convención Nacional: «Por piedad, por amor, por humanidad, seamos inhumanos; de este modo, el hábil y salutífero cirujano, con su estilete benevolente y cruel, corta la pierna gangrenada a fin de salvar el cuerpo del enfermo», donde la pierna gangrenada podría ser por ejemplo usted mismo. O un servidor, después de escribir este herético artículo. Cierto que hoy las revoluciones van a cámara lenta, se adornan con velitas y se hacen con sonrisas. Pero no se confíe demasiado: si «el cuerpo está enfermo», algo habrá que hacer con «la pierna».

Dios nos libre de gobernantes “santos” dispuestos a imponernos «el Bien» por nuestro propio bien.

Foto: Rodrigo De Mendoza


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