Once años han transcurrido desde que el entonces primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, aterrizara en Trípoli para la firma del Tratado de Amistad, Sociedad y Cooperación. Aquel 30 de agosto de 2008, un radiante Gadafi esperaba culminar un largo proceso de mejora de las relaciones con la que fue su colonizadora, Italia. A pesar de la aparente buena sintonía entre ambos líderes, el camino hacia aquella reconciliación estuvo repleto de altibajos diplomáticos, tratados fallidos como el de Bengasi en 1998 y acuerdos bilaterales que se revelaron insuficientes para ambas partes.

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La inmigración ilegal acaparaba ya en aquel momento gran atención en los medios de comunicación italianos, donde Berlusconi trataba de calmar el escepticismo alrededor del acuerdo asegurando que se traduciría en ‘petróleo de la mejor calidad’ y, como había adelantado el dictador libio, ‘menos inmigrantes’. No era la primera ocasión en la que ambos países trataban este asunto, pues se había firmado ya un acuerdo bilateral en el año 2000 para confrontarlo.

Berlusconi pretendía, a través de la colaboración con Libia, que no se permitiera a los migrantes ponerse en camino a Italia para solicitar asilo allí, de tal manera que la solicitud de asilo se realizaría desde el territorio libio y a través de Naciones Unidas. Aquellos inmigrantes que la guardia costera italiana encontraba cruzando el Mediterráneo eran devueltos a Libia y trasladados a centros de detención construidos específicamente para este propósito y financiados por Italia. Poco importaba a la Unión Europea que los migrantes vivieran insalubremente, hacinados, desnutridos y sufrieran los abusos de las fuerzas de seguridad de un país que ni si quiera había firmado la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados (Ginebra, 1951). La UE no tiene competencias sobre la política exterior, que depende exclusivamente de los estados miembros, y ha demostrado (especialmente durante la última década) carecer también de la capacidad para habilitar procesos de decisión colectiva en esta materia.

La situación en el Mediterráneo continúa dividiendo a los países de la UE y generando un terremoto político en Italia, como ha podido comprobarse con la reciente crisis del Open Arms y la dimisión del primer ministro Conte tras el anuncio de la moción de censura promovida por Matteo Salvini

Sin duda, la Primavera Árabe y la posterior caída del gobierno de Gadafi no pasaron por la imaginación del ejecutivo italiano, que acordó la inversión de 5 billones de dólares para reforzar las infraestructuras en el territorio libio durante los siguientes 25 años. Tan sólo tres años después, en octubre de 2011, las televisiones de todo el mundo difundían las imágenes de un moribundo Gadafi a quien los rebeldes habían encontrado escondido en un tubo de desagüe en la que era su ciudad natal, Sirte.

La caída de Gadafi supuso para la Italia la pérdida de su principal interlocutor en África en materia de inmigración, dejando a la UE expuesta a un problema que no se encontraba entre sus previsiones. Por otra parte, la guerra de Libia empeoró aún más la situación de los migrantes, pues si las condiciones en campos como los de Bou Rashada o Kufra ya eran inhumanas, el aprovechamiento del vacío de poder por parte de traficantes y fuerzas de seguridad corruptas recrudeció la pesadilla. Ya antes de la guerra se habían denunciado múltiples casos de tráfico de personas, extorsión a familias de migrantes para que fueran liberados de los centros de detención, explotación sexual y laboral por parte de los traficantes y suicidios en los centros de detención. Ante estos hechos, la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas (FRONTEX) tan sólo se atrevía a afirmar que la situación en Libia permitía ‘gran margen de mejora’, pero ni la UE ni la ONU tomaron medidas reales.

Desde el comienzo de la guerra, los intentos de Italia por mantener el control sobre la inmigración proveniente de Libia resultaron en la firma de acuerdos con diferentes gobiernos libios, como el acuerdo firmado en Trípoli entre Mario Monti y Abdurrahim El-Keib en 2012. No sería el último, ya que en 2017 el primer ministro italiano Gentiloni y al-Sarraj (que preside el Gobierno de Acuerdo Nacional) firmaron un nuevo acuerdo que resultó, para la desesperación de la UE, poco fructífero. Dicho gobierno había sido apoyado por la ONU para encontrar solución al conflicto entre los dos ejecutivos que reclamaban el poder sobre Libia simultáneamente (el Congreso General de la Nación y la Cámara de los Representantes), así como por una UE que buscaba un nuevo interlocutor y que ha terminado tratando con un gobierno de escaso control territorial y al que la Cámara de los Representantes declaró ilegítimo poco después de su constitución.

La inestabilidad en el territorio libio y la fragmentación del poder han convertido al país africano en un infierno para quienes llegaron buscando trabajo – en el año 2002, Gadafi amplió los permisos de inmigración y puso en marcha importantes planes de desarrollo económico que daban empleo a muchos inmigrantes provenientes, principalmente, de África subsahariana –, así como para quienes ven en Libia una puerta a Europa en su huida de otros conflictos. Por otra parte, la situación en el Mediterráneo continúa dividiendo a los países de la UE y generando un terremoto político en Italia, como ha podido comprobarse con la reciente crisis del Open Arms y la dimisión del primer ministro Conte tras el anuncio de la moción de censura promovida por Matteo Salvini 

La situación es turbulenta para una UE a la deriva que, apostando por la ayuda al desarrollo como herramienta para disminuir el flujo migratorio a largo plazo, se enfrenta actualmente a un oleaje político y mediático que continúa sacando a flote sus incoherencias en materia de inmigración.

Foto: Libia Verdadera