Corrían tiempos difíciles y confusos. El país había conocido un cataclismo y aquello no podía ser más que una oportunidad para quienes se sentían excluidos de los círculos importantes y pensaban que el mundo no les reconocía sus excepcionales dotes para construir una sociedad mejor y más igualitaria. Expedito tenía el camino.

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Creó una organización con un grupo de personas sin más vida que el rencor, la ideología y la política. También una guardia personal con gentes del decrépito mundo universitario en la que no faltaban ricos metidos a clase proletaria. Daba charlas varias veces por semana, disponía incluso de canales de televisión y se convirtió en administrador de los fondos de la organización que propició el comandante, un individuo mucho más poderoso que él y sus compañeros, monigotes de tres al cuarto que no dejaban de ser lacayos y miembros de una servidumbre de mayor alcance.

Transcurrido un tiempo comprendió no obstante que no sería posible la victoria unilateral de su movimiento. Sus odiados de antes se convirtieron entonces en aliados, y así nació esa mezcla capaz de aglutinar a miembros de sectas y malhechores de todo tipo

Despachó pronto a quienes no eran de fiar y poco a poco se formó una idea de los entresijos que antes sólo había ido descubriendo con los artículos de prensa previamente seleccionada y encuentros en la universidad. Se desplazó a Suramérica y conoció a sus superiores. En la península anduvo también en conversaciones con nacionalsocialistas, se formó un concepto de ellos y conciliaron planes. Su ambición era ganar influencia y dejar de ser un ente irrelevante, convertirse en el inicio de una cadena, no en un eslabón insignificante de ella, y las circunstancias eran propicias. El devenir de los acontecimientos y los actores de la cosa pública, una auténtica desgracia para el país, le habían regalado una oportunidad excepcional, casi un milagro que no se podía desaprovechar.

Conforme evolucionaba aquella nueva cofradía, entendió que entre sus miembros había espabilados, pero también zoquetes; gente de la que podía aprender o sacar algo y gente que procuraba intentar aprender algo de él. También estaba ella, a quien no sabemos si amaba, pero le proporcionaba (in)formación comunista y le procuró responsabilidades. No era fácil mantener la disciplina y control en la organización, por lo que surgieron contratiempos y algún disgusto que otro. Muchos lo conocían y también conocían sus artes; él se guardaba mucho de quienes pudieran ser infiltrados. Cuando salía a la calle o a algún acto público, en cada peatón o asistente columbraba un enemigo, y en cada camarada un rival personal. Sólo podía confiar en la reata de jóvenes ignorantes que tenía más cerca. Con ellos organizó un servicio de asambleas y orden, y con él reventaba mítines de adversarios o desfilaba por las calles cantando sus donosos himnos. Así coparía el espacio público, sabedor de lo ignorantes y serviles que son también en la prensa y medios una vez que te consideran necesario o útil.

Este servicio de orden, además, acudiría en avalancha a donde estuviera el impertinente de turno, fueran en la propia corporación o en otros lugares. Lo rodearían, lo tirarían por el suelo y se hartarían de asestarle patadas en la espalda, el pecho y la cabeza como a un Barredo cualquiera. Él era el responsable de aquella instrucción, que ya se cumplía prácticamente sin necesidad de dar órdenes, pues los peones conocían de antemano su cometido y funciones en la estructura. Eso sí, facilitaba la estrategia y, a su manera, castigaba a los cobardes y ensalzaba a los denodados; era un diosecillo. Consciente de que los medios de comunicación nunca presentarían los hechos como realmente eran. Todo eran ventajas.

Transcurrido un tiempo comprendió no obstante que no sería posible la victoria unilateral de su movimiento. Sus odiados de antes se convirtieron entonces en aliados, y así nació esa mezcla capaz de aglutinar a miembros de sectas y malhechores de todo tipo. Ahora cabalgaban todos juntos contradicciones, pero la opinión y la instrucción pública está a su servicio sin grandes fisuras. Un día pueden advertir el despropósito o escaso éxito de una consigna, y el siguiente el de toda una argumentación, pero tampoco les importa demasiado, pues en realidad desprecian al público al que hablan. Él sabía y sabe que se lo creerán todo. Sigue leyendo folletos y periódicos, frecuentando televisiones, pero no porque le interese el ideario del medio, sino por proyectarse y permanecer en la atención, aprender alguna cosa, retener en la cabeza algunas convicciones que aprovechar e inspeccionar in situ aquellos espacios, en los que identificar afines o detractores.

Y poco más. Digamos que quiso ser líder, diputado, ministro y dictador. Y lo consiguió. No sabemos por cuánto tiempo. Eso sí, fuera de su círculo continúa siendo un don nadie.

 

* El texto es una mínima adaptación de un personaje del libro La tela de araña, de Joseph Roth.

Foto: Joe Shields.


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