Algunos analistas se muestran divertidos por la indignación y la sorpresa que ciertas operaciones políticas parecen provocar en buena parte del público. Después de todo, aseguran, no es ninguna novedad que los políticos busquen el poder a toda costa; al contrario, esa pulsión es tan vieja como la propia actividad política. Por lo tanto, el disgusto de buena parte del público ante el oportunismo descarnado demostraría una cierta ingenuidad. Sin embargo, esta irritación no tendría tanto que ver con la ingenuidad como con un grave desequilibrio.

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La búsqueda del poder no sólo es algo consustancial al político, también es legítimo, pues, al fin y al cabo, el político sólo culminará su carrera alcanzando el poder. El problema surge cuando el público descubre que esta búsqueda del poder, su consecución y posterior ejercicio no tendrá ninguna utilidad más allá de satisfacer la ambición particular del político; es decir, cuando comprueba que el político sólo aspira a servirse a sí mismo sin proporcionar contrapartida alguna. Este desequilibrio es lo que alarma a mucha gente y lo que, finalmente, la indigna.

Da igual a quien rescatemos de la historia. Hasta los personajes más ilustres se ajustan a esta regla. Pericles, Marqués de la Ensenada, Winston Churchill, Charles de Gaulle, Adolfo Suárez, Konrad Adenauer…, todos ambicionaron el poder. La diferencia es que compaginaban esta ambición con un sentido de utilidad que, a la postre, resulta imprescindible

La progresiva degradación de la política parece haber desembocado en una crisis profunda. La percepción de que los partidos sólo persiguen su propio beneficio, que son organizaciones cerradas y extraordinariamente egoístas, divorciadas por completo de cualquier interés público cada vez está más extendida. Ya no se trataría de asumir que el político ambicione el poder, incluso de forma exagerada, o resignarse a que su actividad conlleve cierta corrupción. Lo que estaría en cuestión sería la propia utilidad social del político.

Lo ideal sería, claro está, que el sentido de utilidad estuviera salvaguardado por un entendimiento noble y elevado de la política. Pero aún cuando no es así, porque abundan personajes sin escrúpulos, este sentido de utilidad debe prevalecer en alguna medida. El caso extremo del político brasileño Adhemar Pereira de Barros ilustra a la perfección esta necesidad, aunque sea de forma chusca. Barros, hombre fuerte del Estado de Sao Paulo entre las décadas de 1930 y 1960, y considerado padre del marketing político de Brasil, se presentó a las elecciones para prefecto de Sao Paulo con un eslogan muy elocuente: «Ademar rouba mas faz» («Adhemar roba pero hace»). Evidentemente, este eslogan además de elocuente resultaba bastante cínico, sin embargo, atendía al sentido de utilidad y, aunque fuera el epitome de la desvergüenza, ofrecía una transacción, un quid pro quo.

Ejemplos de la importancia del sentido de utilidad todavía más extremos, pero igualmente reveladores, los encontramos en las organizaciones mafiosas del pasado siglo XX.

Las organizaciones mafiosas resultaron ser especialmente resistentes no sólo porque utilizaran la extorsión o la violencia, sino porque también ofrecían contrapartidas. Especialmente en los entornos deprimidos, se constituían en una alternativa de subsistencia para numerosas personas. Allí donde las instituciones formales eran inoperantes, las organizaciones mafiosas proporcionaban una organización institucional informal del que muchas personas acababan dependiendo. Además, satisfacían demandas prohibidas como las apuestas ilegales, la prostitución o, durante la vigencia de la Ley seca, el suministro de bebidas alcohólicas.

La mafia generaba una actividad económica que, aun de forma ilegal y desigual, beneficiaba a numerosos individuos. En el caso del famoso gánster negro Bumpy Johnson (1905-1968), esta imbricación de la actividad mafiosa en la sociedad fue tan notoria que la revista Jet, un semanario para lectores afroamericanos, se interesó por el personaje y, en especial, por la relación entre sus actividades delictivas, su condición de hombre negro y sus lazos con la comunidad de Harlem, en la que embellecía sus tropelías con un cierto altruismo.

Mientras existió un equilibrio entre el carácter criminal y las contrapartidas que proporcionaban, las mafias prosperaron y se hicieron más poderosas y resistentes. Hicieron partícipes de sus beneficios a políticos, jueces y policías, para asegurarse de que sus actividades ilegales se desarrollaran en un clima de “paz social”, sólo alterada por ajustes de cuentas que generalmente debían ser o bien previamente autorizados o bien justificados a posteriori en La Comisión, un consejo intermafioso.

Pero la eclosión del negocio de la droga y las enormes cantidades de dinero que éste empezó a proporcionar, exacerbó la avidez de los capos. El sistema institucional de la mafia dejó de ser eficaz, en tanto que no pudo contener la avaricia y ya no servía para mantener el orden y arbitrar las disputas entre familias. Los diferentes capos tendieron a resolver sus desacuerdos y a tratar de obtener un trozo de pastel mayor recurriendo a la violencia. Y el equilibrio entre crimen y contrapartidas se rompió.

A partir de ese momento, las organizaciones mafiosas empezaron a ser percibidas por una parte creciente de la sociedad como un grave problema, mientras que, de forma inversamente proporcional, la parte que se beneficiaba de sus actividades resultaba cada vez menor. Roto el equilibrio, de poco sirvieron los senadores, los congresistas, los jueces o los policías en nómina. La opinión pública presionó para que se persiguiera a la mafia de forma implacable, pues la percibía como un grave perjuicio, sin contrapartida alguna… excepto para los capos y sus limitadas áreas de influencia.

Salvando las distancias, este proceso se está reproduciendo en la actividad política. Las organizaciones políticas, es decir, los partidos se perciben como un problema, estructuras de poder que causan graves perjuicios, sin contrapartida alguna… excepto para sus cúpulas y sus áreas de influencia. En este caso, el público tiene bastante más complicado hacer visible su alarma, puesto que los creadores de opinión y buena parte de la Prensa han sido capturados por estas estructuras. Y el poder mismo, también.

Así pues, la creciente indignación por los tejemanejes de la política no es simple ingenuidad. Es una potente señal que advierte de un peligroso desequilibrio. La inmensa mayoría de las personas sabe, o cuando menos intuye, que la política nunca ha sido una actividad en la que abunden los altruistas. Al contrario, sabe o intuye que lo que mueve al político es la ambición de poder. Da igual a quien rescatemos de la historia. Hasta los personajes más ilustres se ajustan a esta regla. Pericles, Marqués de la Ensenada, Winston Churchill, Charles de Gaulle, Adolfo Suárez, Konrad Adenauer…, todos ambicionaron el poder. La diferencia es que compaginaban esta ambición con un sentido de utilidad que, a la postre, resulta imprescindible. Esto es algo que hasta los mafiosos del pasado siglo XX acabaron descubriendo, aun cuando fue demasiado tarde para ellos. Lamentablemente, los políticos actuales parecen ser incompatibles con cualquier sentido de utilidad imaginable. Y eso está suponiendo un grave problema. Después de todo, como advirtió jocosamente el gánster Bumpy Johnson, él criminal más peligroso es el político.

Foto: Nick Harvey.

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