Se preguntaba hace unos días el economista Marcos Benjamín en Disidentia, hasta qué punto puede un gobernante justificar severas limitaciones a los derechos de los ciudadanos en base a la «autoridad científica» y si sus mandatos están realmente libres de juicios de valor.
La pregunta es más que procedente y en su texto se aborda de manera muy solvente, llevándonos además a la preocupación por los efectos de esos mandatos, libres o no de juicios de valor, en la propia sociedad. Entre los ciudadanos, sus relaciones y cotidianeidad personal o familiar, pues estamos viendo limitaciones y mandatos que invitan al progresivo aislamiento, también la estigmatización y caricaturización de quienes, con razones o sin ellas, por mera intuición o arbitrio, pretenden decidir sobre sí mismos en un contexto pandémico o incluso se preguntan por las decisiones de las autoridades y los comportamientos o actos que están realizando sus semejantes.
La verdad, que requiere del debate y la confrontación de ideas y hechos, no solamente es el camino hacia la libertad, sino también hacia la justicia
Esto último creo que es precisamente la pasarela del análisis de un economista hacia el terreno del Derecho, hacia la regulación y las decisiones de las Administraciones o las denominadas autoridades en un contexto de, admitámoslo, incertidumbre científica. Incertidumbre que no puede ser desde luego un título suficiente para implementar esas decisiones o limitaciones sin más, y que lejos de evitar el debate científico o el intercambio de pareceres o ideas, lo que debe hacer es precisamente promoverlo y acrecentarlo.
Sin embargo, leo que el diario Expansión, en línea con lo que están haciendo la práctica totalidad de medios, ha censurado a Fernando del Pino Calvo-Sotelo un artículo en el que el autor, apoyándose en fuentes científicas como mínimo equiparables a cualquier otra, y perfectamente contrastables como es el caso The Lancet, Wall Street Journal, el JCVI británico, el Ministerio de Sanidad de Japón, así como datos oficiales del propio Ministerio de Sanidad español, ponía en entredicho la campaña de vacunación con menores de edad. Lean su texto aquí porque no tiene desperdicio.
Esta situación me ha recordado que hace algo más de diez años escribí en El Confidencial sobre la importancia de la verdad y la necesidad de entender que la verdad pertenece a aquellos que la buscan y no a los que pretenden tenerla. Citaba al marqués de Condorcet y sus conclusiones sobre la denominada «noble mentira», es decir, el derecho de los gobernantes a mentir al pueblo en bien de éste, que debíamos rechazar por su carácter despótico.
La verdad, que requiere del debate y la confrontación de ideas y hechos, no solamente es el camino hacia la libertad, sino también hacia la justicia. Necesita de transparencia, que es la más elemental de las garantías de control de que disponemos los ciudadanos respecto de aquellas estructuras en las que hemos depositado nuestra confianza para el gobierno representativo y nuestro propio bienestar. Y lo defendemos así porque, cuando no impera ni la verdad ni la transparencia, las libertades individuales y el bienestar común acaban deteriorándose.
Años después escribí en Vozpopuli un texto titulado «Qué fue de la verdad». Y aunque no puedo enlazarlo porque esta gente hizo desaparecer los más de cien artículos que les regalé desde que nacieron, sí puedo recordar que allí decía que pasaba el tiempo y la verdad, en el sentido antes expuesto, se seguía sacrificando por parte de nuestras autoridades y mandatarios. Que quienes gobiernan no tienen empacho cotidiano en hacerlo porque consideran que es lo mejor para ellos y para nosotros mismos. Esto nos lleva a J.F. Revel y su obra «El conocimiento inútil», donde se nos advierte que la primera de las fuerzas que dirige el mundo es la mentira. Aprovecho para apuntar que el próximo mes de febrero tendremos una nueva reedición de esta fundamental obra gracias a la Editorial Página Indómita.
Aunque tengo mis propias intuiciones, ignoro si en este asunto del COVID-19 hay contubernio gubernamental y mediático o conspiración. Si hay relato o realidad, si hay base científica consistente o estamos instalados en la experimentación y luego ya iremos viendo sobre la marcha. Sí sé, porque lo veo cotidianamente, que a la gente que se hace preguntas y que hace preguntas, el aparato les aplasta, y esto es peligrosísimo. También veo, bueno, lo hemos visto todos, que eso que llamamos autoridades no han dado ni una en este tiempo, pero ni una. Podemos hablar del papel de la OMS en enero de 2020 o cómo nuestros gobernantes han evitado compartir con la sociedad lo que ya sabían al inicio de la pandemia, dejando así a miles de personas a los pies de los caballos y priorizando su programa ideológico. No se puede afirmar que quienes mandan y a quienes les presuponemos una mayor y mejor información hayan ayudado a crear un clima de confianza sino todo lo contrario.
He visto además en los últimos meses cómo se ha enervado a la opinión pública y a la sociedad misma, contra esos ciudadanos que denominan «antivacunas», «negacionistas» o «bebelejías». Acusándoles y señalándoles de las peores perversiones, responsabilidades y calamidades. Defendiéndose su arrinconamiento o exclusión social hasta el punto de sugerir y justificar su pérdida de empleo, su medio de vida. Esto lo hace gente que no se ha incomodado lo más mínimo porque el comité de expertos no existiera ni tampoco porque las mascarillas no fueran necesarias cuando no se disponían, y menos aún porque se haya ocultado todo lo que se podía ocultar en la actuación gubernamental durante la pandemia.
No queda ahí la cosa, porque sé también que se ha presionado a la magistratura para actuar en la dirección política y administrativamente marcada. Como si la presión social o mediática ejercida no hubiera sido ya suficiente para que éstos supieran lo que tenían que hacer, aunque su conciencia tal vez les dictase en Derecho otra cosa.
Los reproches, dudas o incoherencias desde que el virus de Wuhan irrumpió en nuestras vidas son demasiados como para tratarlos todos aquí. No acabaríamos, pero admito que esta confusión y, sobre todo, las reacciones y forma de proceder, me ha recordado no pocos pasajes literarios o históricos. Especialmente a Edgar A. Poe y Honoré de Balzac, que hace justo 180 años inauguraron el género policíaco con Los asesinatos de la Calle Morgue y Un asunto tenebroso, respectivamente.
En una maravillosa introducción de Carlos Pujol a Une tenebreuse affaire, en su edición de 1984 (gran casualidad este año), se nos recuerda que el americano Poe reduce los crímenes a una especie de rompecabezas, mientras que el francés Balzac trabaja con escenarios que no permiten asepsia. Nuestro ilustre experto en trapicheos y oportunismo político sentencia que hay que siempre hay que confrontar los sentimientos humanos con los altos intereses políticos. «Los inocentes pagan por serlo y todo carece de sentido. La verdad, contada a la manera frívola de una charla de salón mundano, llega demasiado tarde para todos. Los policías son los asesinos y nadie puede descubrir la verdad ni tampoco usarla a tiempo para salvar inocentes».
Foto: Matteo Jorjoson.