«Hemos tomado el planeta prestado de nuestros hijos y nietos». Imposible resumir mejor la esencia del pensamiento ecologista y la doctrina imperante de la sostenibilidad. El mantra, una y mil veces repetido en todos los foros modernos que de algún modo llevan el marchamo de la «sostenibilidad», es ya un meme en la mente de la gran mayoría de nosotros. Efectivamente: quien toma algo prestado debería esforzarse por devolverlo exactamente igual que lo recibió. Pero ¿quién de ustedes hubiese deseado que le devolviesen el mundo tal y como se encontraba hace 150 años? ¿Sin penicilina, sin derechos de la mujer, sin filtros ni catalizadores en los motores y fábricas? ¿Acaso no deberíamos sentirnos agradecidos de que nuestros antepasados hubiesen decidido poner toda la carne en el asador para cambiar el mundo en que vivían y hacerlo mejor? No les voy a ocultar que algunos de aquellos intentos terminaron dando respuestas erróneas, pero es lo que suele ocurrir cuando actúas: unas veces sale bien, otras mal. Y aprender significa quedarse con lo que resultó bien y abandonar lo que no lo hizo. Sean sinceros: ¿estamos mejor o peor que hace 150 años?
El concepto de sostenibilidad se atribuye originariamente a Hans Carl von Carlowitz, un dirigente minero que trabajaba allá por el siglo XVIII en la corte sajona de Freiberg. Él fue el primero en exigir que, de un bosque, se retirase únicamente la cantidad de madera que se pudiese regenerar mediante reforestación planificada, y convertirlo así en un recurso útil en el largo plazo: en un recurso sostenible. Esta exigencia, por la que debemos proteger al planeta en lo posible de la acción «indiscriminada» y «únicamente consumista» de los humanos, se ha convertido en la idea central de una ideología que hoy se extiende por casi todos los rincones de nuestra sociedad y determina nuestra forma de actuar/pensar. Y supongo que la mayoría de ustedes estarán pensando: «y está bien que ello sea así». O no, les digo yo. Porque, a lo mejor, sostenibilidad, es más – incluso, es otra cosa- que lo que nace de la idea de von Carlowitz:
Sostenibilidad es la capacidad que tiene un sistema de reajustar adaptativamente sus estructuras e interacciones socioecológicas para enfrentar las perturbaciones y persistir sin cambios significativos en sus atributos y funciones esenciales (Berkes, Colding, & Folke, 2003; Folke, 2006; Holling, 1996, 2001; Norberg & Cumming, 2008).
La gran mayoría de las cosas necesarias para la vida no provienen de la naturaleza, sino que son producto de la civilización humana. Nuestro recurso más importante no es un bien tangible, sino nuestra creatividad
Fijarnos como meta dejar para las generaciones futuras un mundo habitable, es algo que deberíamos compartir TODOS. Pero ¿por qué estamos tan seguros de que el enfoque de sostenibilidad carlowitziano es el que prefieren -incluso es el mejor posible- nuestros hijos y nietos? Los defensores del pensamiento sostenible empezarán a indignarse y objetarán que el hombre no puede sobrevivir sin recursos naturales y, por lo tanto, radica en el interés humano operar de manera sostenible. Pero aquí me van a permitir una nueva cuestión: ¿es realmente cierto que la madre naturaleza nos alimenta y suministra? En las regiones del mundo que desgraciadamente están menos desarrolladas de lo que podrían estar, muchas personas dependen en su supervivencia de los caprichos de la naturaleza. En las regiones más desarrolladas, sin embargo, la producción y suministro de alimentos para las personas depende cada vez menos de los procesos naturales. El hecho es que, hoy en día, la humanidad se alimenta ella sola. La gran mayoría de las cosas necesarias para la vida no provienen de la naturaleza, sino que son producto de la civilización humana. Nuestro recurso más importante no es un bien tangible, sino nuestra creatividad.
Dejar un mundo mejor para nuestros hijos y nietos no significa dejarles un mundo más «natural», por el contrario, un mundo más humano es aquel en el que de una manera significativa y responsable se da prioridad a civilización sobre la naturaleza. Un mundo en el que otorgamos al entorno natural una importancia mayor que la situación social y económica del ser humano no es un mundo sostenible. No lo es porque deja maniqueamente de lado la «sostenibilidad» de uno de los elementos fundamentales del sistema: nosotros. No lo es, porque el objetivo del ser humano simplemente no es el mantenimiento del estado existente, sino su continua mejora.
O no.
Como todos «sabemos», el hombre, con su estilo de vida industrializado y de manera muy especial a través de la emisión de dióxido de carbono, está destruyendo el clima del planeta Tierra. Menos mal que entre nosotros crece el número de aquellos que, realmente preocupados por la madre Gaia, se preguntan cómo pueden contribuir con su conducta personal a la prevención y erradicación de una potencial catástrofe climática.
De hecho, recibimos asesoramiento y orientación más que suficiente a poco que salgamos de casa: los medios de comunicación, las escuelas, los gobiernos y las ONG aclaran constantemente a la gente preocupada sobre lo que pueden/deben y no pueden/deben hacer. Y es aquí donde, repasando documentación, me encuentro con un trabajo publicado en la revista «Environmental Research Letters» titulado «The climate mitigation gap: education and government recommendations miss the most effective individual actions» en el que sus redactores exponen duras críticas a lo que se nos viene contando hasta la fecha. Como el título indica, hasta hoy NO nos han estado asesorando y aconsejando correctamente en las medidas más eficaces que puedan reducir nuestra huella de carbono.
Por ejemplo, Los autores, Wynes y Nicholas muestran como la renuncia completa al consumo de carne es mucho más efectiva que la renuncia parcial a la hora de evitar la emisión de CO2. Sin embargo, en los libros de texto lo que encontramos casi exclusivamente son recomendaciones para un consumo moderado de carne. ¡Inaceptable! Y, nos dicen Wynes y Nicholas, esto ocurre con prácticamente todo lo recomendado por los gobiernos, que no deja de ser un parcheo ineficiente y tibio, soluciones de mediatinta, vamos. Proponen explicar a los jóvenes que la dieta vegetariana/vegana supone cien veces más ahorro de CO2 que el uso de las politizadas bolsas de papel. Porque, son precisamente los jóvenes quienes más fácilmente pueden ser conducidos (asesorados, aconsejados) hacia la adopción de los drásticos cambios necesarios en su estilo de vida para salvar a Gaia.
Pero lo mejor, lo más recomendable, lo más eficiente, la única medida de «salvación del clima» que realmente funciona, es no traer hijos al mundo. Por cada hijo menos, reducimos las emisiones de CO2 entre 23.700 y 117.700 kg al año. ¡Eso sí que son cifras! Si las comparamos con los entre 4.500 y 15.000 kilos al año que ahorraríamos convirtiéndonos en ermitaños (según sus cuentas) vemos con claridad que lo que funciona es NO tener hijos.
Originalmente, el movimiento ambientalista quería salvar el planeta para nuestros hijos, de los cuales sólo lo habíamos tomado prestado. Ahora la cosa ya está más clara: tenemos que salvar el planeta no para, ¡sino de nuestros hijos!
Foto: Adele Morris.