La guerra es la salud del Estado, se dice. Pero lo que le da la vida son los impuestos. El ministrable Eduardo Garzón parece no entenderlo, cuando dice que el sueldo de los funcionarios no procede de los impuestos, sino del gasto del Estado. ¿De dónde salen los fondos de ese gasto? Si no es porque son los impuestos (y la inflación) son los que financian el gasto, ¿por qué piden Eduardo Garzón, su hermano Alberto y demás entusiastas del gasto público que aumenten los impuestos? Aunque la pregunta pertinente aquí es ¿qué facultad de Económicas arrastra la vergüenza de haberle concedido a este hombre un título?
Los impuestos son, por tanto, el principal alimento del poder. No hay mejor modo de limitar el poder que imponiendo límites a los impuestos y a la inflación. Por eso, los impuestos son una verdadera obsesión del poder. Necesita ordeñar a los ciudadanos tanto como sea posible de forma sostenible. Como muestra la historia, y recogió Bernard de Jouvenel en su libro Sobre el poder, la extracción de renta y riqueza de los ciudadanos es un ejercicio sometido a resistencias y equilibrios, de modo que el poder puede llegar a sufrir si su apetito es excesivo.
Pero por un lado las motivaciones del Estado pueden ir más allá de alimentarse de nuestra capacidad de crear riqueza. También puede utilizar los impuestos como un instrumento para moldear la sociedad, para condicionar su comportamiento, para hacer ingeniería social o imponer su propio código ético, o más bien valerse de las concepciones mayoritarias sobre lo bueno y malo para agrandar su poder.
Esta idea pecaminosa de producir y consumir, junto con la propuesta de A. Pigou de gravar la contaminación, ha ampliado la incidencia del impuesto sobre el pecado
Por otro lado, el Estado necesita ideas que justifiquen su actividad. Los impuestos son un robo, y la naturaleza de los mismos es tan brutal, que necesita una justificación permanente. Tanto para justificar la exacción de impuestos y ampliar el ámbito de la actividad humana sobre la que gravar impuestos como para hacer ingeniería social se crearon lo que se ha llamado impuestos sobre el pecado; sin taxes, en inglés.
Los impuestos sobre el pecado más obvios son los que recaen sobre el alcohol y sobre el tabaco. Sólo la malhadada prohibición impide que las drogas sean otro consumo gravado, con el pecado como justificación para un nuevo impuesto.
Hay casos risibles. Pedro el Grande, en su intento por modernizar Rusia, inició una cruzada contra las barbas. Y creó un impuesto sobre el pelo que cubre la faz, para lograr que el aspecto de los rusos se pareciese más a lo que estilaban los europeos de entonces, con sus faces descubiertas.
Lo que podemos llamar, con un ánimo puramente descriptivo, ideología del poder, define qué comportamientos sociales hay que reducir o extirpar, lo que le confiere al Estado un nuevo cometido, o una justificación para gravar nuestro comportamiento. Esto explica, en parte, que los medios de comunicación denigren constantemente lo que hacemos. Denigrarnos, señalar que lo que hacemos es en el fondo pecaminoso es el primer paso para imponernos una penitencia en vida, para mayor felicidad del Estado, que se lucra con nuestros pecados.
La sociedad cambia, y con ella sus pecados. Por eso hay nuevos impuestos sobre pecados nuevos. Un claro ejemplo es el impuesto sobre las bebidas con azúcar. Los pobres viven una vida desordenada, con un malsano y goloso consumo de azúcar que provoca obesidad y atasca sus venas y las consultas a la sanidad pública. De modo que hay ciudades, en los Estados Unidos, que imponen sobrecostes a las bebidas con azúcar, como los que se gravan sobre el alcohol. ¿Que el impuesto es regresivo? Eso no importa ahora.
El concepto del pecado está muy arraigado. Y, aunque nuestros criterios sobre el bien y el mal cambien, nuestra idea sobre qué constituye pecado y qué no, no es tan fácil de cambiar. Hay un ámbito, no obstante, en el que la idea de pecado, tanto como metonimia de comportamiento considerado condenable, como en sentido estricto, se está imponiendo: el medio ambiente.
El hombre, según la religión ecologista, es un depredador de recursos. Bergoglio, disfrazado de Papa, ha eliminado la concepción del hombre como dueño y guardián de la Tierra, que es la idea cristiana de la relación del hombre con el medio ambiente desde siempre (se basa en el Génesis, el Éxodo, el Levítico y en el Nuevo Testamento). La ha sustituido en Laudatio si por la idea pagana del hombre-depredador.
Esta idea pecaminosa de producir y consumir, junto con la propuesta de A. Pigou de gravar la contaminación, ha ampliado la incidencia del impuesto sobre el pecado.
Ahora es un ámbito del medio ambiente el que impulsa la extensión del impuesto sobre el pecado; se trata, claro está, del cambio climático.
Lo primero sobre lo que recae la voracidad fiscal del poder es los pedos. Perdonen que lo diga tan crudamente, pero es así: el metano que expulsan las vacas contribuye al efecto invernadero. De modo que se lleva años hablando de imponer una recarga sobre el consumo de carne, que redundará en la salud fiscal del Estado. Y es sólo el comienzo de una nueva oleada de aumento de los impuestos que habremos de pagar… por nuestros pecados.
Foto: Sander Dalhuisen