La corrección política se ha convertido no en el pensamiento, pues sería exagerado calificarla como tal, pero sí en el dogma imperante de nuestro tiempo. Es la creencia de que la conciencia de las personas, su carácter, están determinados por el colectivo al que pertenecen.
No es insólito que se difundan ideas extravagantes: ha ocurrido con frecuencia a lo largo de la historia. Lo verdaderamente llamativo, incluso indignante, es que estas doctrinas se originen en el mundo académico, en el ámbito de la universidad, convertida en una de las instituciones más dogmáticas, cerradas, con menor debate de ideas y mayor grado de autocensura de toda la sociedad. Así, la falacia de las microagresiones, el multiculturalismo, el victimismo, las cuotas por sexo o raza, son hierbas que encontraron un estupendo campo abonado en una universidad que, finalmente, no contribuyó a la maduración de sus estudiantes; más bien a su permanencia en una eterna infancia.
Resulta inaudito es que, aun violando principios fundamentales, las creencias políticamente correctas se encuentren especialmente arraigadas entre aquellos que, teóricamente, ostentan una enorme responsabilidad en la creación y difusión de ideas: los académicos, los intelectuales. Por supuesto, no todos ellos comulgan con este credo, pero demasiados callan… y otorgan. Pocos osan romper el tabú, saltarse a la torera la pertinaz autocensura, la espiral de silencio, expresar su opinión dispuestos a afrontar el oprobio y el bochorno de ser señalados con el dedo en tan asfixiantes ambientes.
Porque la corrección política es la negación del pensamiento libre, del debate abierto, la apología del particularismo más cicatero sobre las grandes ideas universales. Hoy día, los intelectuales suelen llevar detrás un calificativo, que acaba prevaleciendo sobre su supuesta condición principal. Así, se habla de mujeres intelectuales, o intelectuales de raza negra, o de determinada orientación sexual, etc, circunstancias que deberían ser irrelevantes en pensadores con vocación universalista.
Pero hoy parecen cruciales: se diría que el sexo, la raza, o cualquier otra circunstancia que implique pertenencia a un grupo determinan el razonamiento. De aquí proviene el deterioro del pensamiento actual. Pero este resultado no es nuevo; es la culminación de un proceso iniciado hace bastante tiempo.
La traición de los intelectuales
El desapego de los intelectuales de los valores universales comenzó a resultar patente tras la Primera Guerra mundial. En La Trahison des Clercs (1927), el filósofo francés Julien Benda criticaba contundentemente a los intelectuales de su época por su peligrosa e inaceptable deriva. La civilización, según Benda, sólo es posible cuando los pensadores ejercen una oposición firme al oportunismo político, a las concesiones trapaceras de corto plazo, manteniendo y defendiendo siempre los principios universales.
Gracias a los intelectuales, sostiene Benda, durante dos mil años la humanidad hizo el mal, pero veneró el bien. Y esta contradicción creó la grieta por la que la civilización se expandió por el mundo. Europa podría haber estado sumida en una cloaca pero al menos dirigía su vista a las estrellas. Pero estos ideales se habían perdido en los últimos años: Europa seguía en la cloaca pero ahora contemplando su propia suciedad.
La inmensa mayoría de artistas y pensadores había traicionado su condición de intelectuales, renunciando a los principios de la Ilustración, al ideal de una humanidad universal. En su lugar, habían abrazado todo tipo de particularismos, se habían unido al «coro de odios«: nacionalismo, adoración al poder, apoyo a la guerra.
La civilización sólo es posible cuando los intelectuales actúan como contrapeso a las modas y al oportunismo, defendiendo los principios universales
Desapareció así el control moral sobre el egoísmo y, en lugar de oponerse firmemente a las mentiras, los pensadores europeos las convirtieron en doctrinas. Para Benda, la permanencia de la civilización necesitaba un colectivo de intelectuales desinteresados, preocupados por el futuro de la sociedad que, sosteniendo con convicción los principios universales, actuasen como contrapeso a ciertas tendencias, modas y costumbres imperantes en cada momento.
Un mensaje similar, si bien algo ingénuo, lanzó por esa misma época el español José Ortega y Gasset en Misión de la Universidad (1930), donde animaba al mundo académico a involucrase en la realidad social, contribuyendo a modelar de manera más racional y rigurosa la opinión pública. Pero los intelectuales y las universidades, lejos de ser la solución, se estaban convirtiendo en parte del problema.
La degeneración del pensamiento
Seis décadas después, en La Défaite de la pensée (1988), el también filósofo francés Alain Finkielkraut describió una intelectualidad todavía más degradada, incluso más apartada de los ideales universales, hasta el punto de apuntar a una auténtica derrota del pensamiento. Al menos en 1927 los intelectuales tenían algo concreto que traicionar; en el mundo posmoderno de 1988, la traición era ya pasiva, un simple dejarse llevar por una corriente que politizaba el pensamiento, adaptándolo a las modas.
El «no pensamiento» siempre coexistió con el pensamiento pero, según Finkielkraut, la novedad de la cultura contemporánea es haber colocado los dos a la misma altura, siendo «la primera vez en la historia europea en que quiénes, en nombre de la verdadera cultura, se atreven a llamar al ‘no pensamiento’ por su nombre son tachados de racistas y reaccionarios«. Pero este ataque no parte sólo del exterior, sino principalmente de unos nuevos bárbaros internos, constituidos como una nueva clase de «pensadores».
Así, la apoteosis del multiculturalismo implica el eclipse del individuo en favor del grupo. La hazaña más extraordinaria del ‘no pensamiento’ contemporáneo habría sido convencer al público de una idea absurda: que la quintaesencia de la libertad individual consiste en la primacía absoluta del colectivo. Así, un intelectual occidental sería considerado primero como occidental y luego como intelectual. Finkielkraut recuerda una premonitoria frase del científico alemán Georg Christoph Lichtemberg, escrita en el siglo XVIII «hoy se intenta extender el saber por todas partes, ¿quién sabe si dentro de unos siglos no existirán universidades para restablecer la antigua ignorancia?«.
Una intelectualidad bastante interesada
Esta evolución ha venido marcada, entre otros motivos, por una profunda transformación del carácter de la intelectualidad: de una vocación, un ansia por saber, conocer el mundo, mantener unos principios, se transformó en una profesión, una forma de vida que podía proporcionar sustanciosos ingresos siempre que se mantuviese la postura «adecuada». De este modo, los intelectuales y académicos de nuestros días se agrupan en organizaciones similares a los gremios medievales, con una entrada restringida, que deciden los propios miembros. Unas organizaciones bastante proclives a situar los intereses propios por delante del bien común.
Este fenómeno ha avanzado en paralelo a la transformación del concepto de mérito. En Merit: The History of a Founding Ideal (2013) Joseph Kett argumenta que el «mérito esencial«, es decir, el carácter de un individuo, su valía como persona, fue dando paso al «mérito institucional«, basado en la adquisición de un conocimiento especializado, que se obtiene en instituciones educativas y es acreditado por cuerpos especializados, capaces de emitir títulos académicos.
Mientras el mérito esencial es otorgado por la comunidad, el institucional lo certifican unas instituciones académicas que obtienen así el monopolio para admitir o rechazar nuevos miembros. Este carácter cerrado del colectivo intelectual es el que conduce a un comportamiento corporativo, en cierta medida egoísta e interesado de buena parte de los pensadores actuales.
La Corrección Política se ha convertido para los intelectuales en un nuevo «El Dorado», al que se llega sin gran esfuerzo y nulo riesgo: tan solo tergiversando la verdad
Así, la defensa de la corrección política no sólo proporciona a muchos intelectuales congraciarse con las fuerzas vivas, con el establishment, con los políticos, con los activistas, con las grandes empresas, con toda esa coalición gobernante que se beneficia de ella, obteniendo su ayuda y apoyo. También permite aprovechar los supuestos conflictos entre grupos para «encontrar» muchos problemas relacionados con su área de influencia y proponer soluciones que requieran intervención pública.
Si en la antigüedad la fiebre del oro causaba furor entre los aventureros, en la actualidad no hay mejor negocio que descubrir nuevos entuertos por desfacer, discriminaciones por saldar, brechas salariales por corregir, microagresiones por liquidar, machismos o sexismos por reprimir o palabras por censurar, particularmente si se convence a las autoridades de que se trata de graves problemas, merecedores de una generosa aportación presupuestaria. Así, la Corrección Política se ha convertido en un nuevo El Dorado, al que, a diferencia del legendario, se llega sin gran esfuerzo, poco sudor, nulo riesgo: tan solo tergiversando la verdad… hasta donde sea necesario.
Foto Josh Rocklage
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