No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres. Por si no queda claro, lo entrecomillo: “No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres”. No son las palabras de un pederasta, aunque en su interés está asumir esa posición moral. Son las palabras de una ministra de Educación en ejercicio. La ministra es Isabel Celaá, que lo fue de junio de 2018 a julio de 2021.
Estas palabras son algo más que una declaración de intenciones. La ministra promovió la última ley educativa, que daba una vuelta de tuerca al ya pobre sistema educativo. La LOMLOE (Ley Celaá) ha reducido la parte de instrucción que quedaba en las aulas, a favor de la educación, entendida en el sentido del Emilio de Rousseau: la pretensión de que el Estado cree “buenos ciudadanos”.
La pretensión de quitar a los padres la educación de los hijos es tan antigua, al menos, como La República de Platón
La Constitución Española, en su artículo 27, dice: “Todos tienen derecho a la educación”. El sentido original de esas palabras es que no puede quedar ningún español sin tener la opción de recibir educación por motivos económicos. Es decir, que el Estado debe poner los medios adecuados para que nadie quede fuera del sistema educativo.
El Gobierno de Sánchez, entonces, y en línea con lo que plantean muchos pedagogos y reformistas en este ámbito, interpreta esas seis palabras en un sentido distinto: la educación es lo que el Estado entiende que es la educación. De modo que el derecho a la educación de los niños y jóvenes es el derecho a que el Estado decida qué educación van a recibir. Y es exactamente en este contexto donde debemos entender la frase de Celaá. Repitámosla: “No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres”.
La Constitución no dice eso. De hecho, sólo he recordado la mitad del artículo 27.1, que reproduzco ahora en su totalidad: “Todos tienen el derecho a la educación. Se reconoce la libertad de enseñanza”. Y reconoce “el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.
Curiosamente, las palabras de Celaá se referían específicamente a que el gobierno de Murcia había puesto en marcha el pin parental, una política que permitía a los padres vetar ciertos contenidos extracurriculares en los que se les adoctrinaba a los niños en cuestiones morales.
La pretensión de quitar a los padres la educación de los hijos es tan antigua, al menos, como La República de Platón. Recientemente, esa pretensión se refuerza con el mensaje de que los padres no toman buenas decisiones respecto de la educación de sus hijos. Pero un reciente informe parece abundar en el sentido contrario. Ainoa Aparicio Fenoll, Nadia Campaniello e Ignacio Monzón sacaron hace un año un estudio titulado Parental love is not blind: identifying selection into early school start. El alcance del estudio es más modesto que plantearse la educación moral. Quiere saber, y parece saber, si los padres conocen a sus hijos lo suficiente como para tomar buenas decisiones por ellos.
El estudio se plantea: ¿Tienen en cuenta los padres la capacidad de sus hijos a la hora de decidir sobre su educación? De ser así, ¿son exactas las percepciones de los padres? El informe se circunscribe a la decisión de los padres sobre si empiezan la escuela primaria un año antes, como parece razonable con los niños con altas capacidades. Y encuentran una relación positiva. “Si hubieran empezado con regularidad, los niños que empezaron antes habrían obtenido puntuaciones en los exámenes 0,2 desviaciones típicas superiores a las del estudiante medio”.
El estudio examina si los padres consideran las capacidades de sus hijos al decidir su edad de inicio escolar. Se centra en Italia, donde los niños nacidos entre enero y abril pueden comenzar la escuela un año antes de lo habitual. Se introduce una metodología para determinar si hay selección positiva (es decir, si los niños más capaces son seleccionados para comenzar antes) y para medir la magnitud de dicha selección.
Así, el enfoque combina características del sistema educativo italiano con patrones empíricos sobre cómo la edad influye en el desempeño escolar. Los pasos clave incluyen: 1) Identificación de efectos de la edad en los resultados escolares: se evalúa cómo cada mes adicional de edad impacta las calificaciones. 2) Estimación contrafactual: Se predicen las calificaciones que habrían obtenido los estudiantes seleccionados para empezar temprano, en caso de haber comenzado regularmente. Y 3) Medición de la selección: Se compara el desempeño promedio de los seleccionados con el del estudiante promedio, considerando una edad de inicio regular.
Los autores parten de la información de las pruebas estandarizadas en Italia (INVALSI) de 2011 a 2019. Estas pruebas, obligatorias para todos los estudiantes, incluyen matemáticas e italiano y se realizan en diferentes grados escolares. El análisis se centra en estudiantes de segundo grado, que es el más cercano a la decisión de inicio temprano.
Lo que han observado en su estudio es que los niños que comienzan la escuela temprano tienen habilidades superiores a las del promedio. Si hubieran comenzado regularmente, habrían obtenido puntuaciones 0.2 desviaciones estándar por encima de la media.
Este patrón es consistente en todas las cohortes y meses analizados (enero a abril).
Por otro lado, comenzar la escuela un año antes reduce las puntuaciones debido a la menor edad al tomar las pruebas. Este impacto negativo es mayor para los niños nacidos en enero y febrero. Los seleccionados más jóvenes (nacidos en marzo y abril) muestran una penalización menor, probablemente debido a su habilidad superior.
Los autores consideran que los resultados son “robustos”; es decir, muy significativos. Destaca que los padres tienden a tomar decisiones beneficiosas para niños más capaces. Por otro lado, el modelo también se aplica a pruebas del quinto grado, confirmando los hallazgos principales. Se sugiere que la metodología podría adaptarse a otros contextos donde se usa diseño de discontinuidad para evaluar causalidad. Los autores controlan las características observables (género, origen, nivel educativo y ocupación de los padres).
Es decir, que los padres conocen a los hijos, además de quererlos. Y no sólo desean tomar buenas decisiones para ellos, sino que saben hacerlo.
Foto: Kelli McClintock.
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