La división política es mucho más antigua que los partidos, pero estos cargan hoy día casi en exclusiva con las malas consecuencias de la división. El primero en usar este nombre para los grupos políticos enfrentados fue un inglés, el vizconde de Bolingbroke, que fue también quien primero opuso el patriotismo al partidismo, es decir que puede deducirse que la mala fama de los partidos arrancó al tiempo que su existencia, y los enemigos de la democracia siempre han subrayado las notas más oscuras en su comportamiento. El hombre de la calle puede sentirse muy bien tentado a decir aquello de la copla “ni contigo ni sin ti tienen mis penas remedio”.

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Cuando la Constitución española de 1978 definió el papel de los partidos, lo hizo partiendo de una base cultural muy negativa pata estas peculiares instituciones, una mala fama teórica que subrayó Robert Michels en 1911 al señalar que las tendencias oligárquicas condicionan siempre el objetivo ideal que se les encomienda y la imagen pésima con la que el franquismo los consideraba responsables de todos los males de España. Sobre ese fondo, los constituyentes diseñaron un sistema en el que, como era lógico, un alto grado de consenso entre las fuerzas rivales fuese obligado para solventar todos los asuntos de importancia.

Como los partidos son ahora, de hecho, organizaciones por completo piramidales, cabe concluir que no cambiarán su cultura política y sus malas maneras hasta que sus líderes no se decidan a hacerlo

Cuando se dice que el sistema está en crisis, lo que se quiere decir es que los partidos, y en especial el PSOE y el PP, se han olvidado de esa recomendación esencial, de manera que en lugar de acordar se lanzan denodadamente a lo que se podría llamar una destrucción mutua asegurada, el equivalente a una guerra nuclear en política internacional, sin reparar demasiado que con ello lo que se destruye es el país mismo, porque se hace imposible cualquier política constructiva y todo se acaba reduciendo a la bronca, el enfrentamiento y los cordones sanitarios.

Puede discutirse quien tiró la primera piedra, pero tal debate acabaría por ser un caso ejemplar de lo que nos condena. Menos discutible me parece que la actitud de sistemático enfrentamiento se refleja muy bien en la política del “No es no” de Pedro Sánchez y en los intentos que subvierten el sistema con coaliciones inverosímiles con sus enemigos declarados (los independentistas y separatistas), pero no habría que olvidar que esto empezó a ponerse en un tono muy oscuro cuando Albert Rivera, que ahora está dando lecciones de liderazgo político, y no es broma, no supo ver la oportunidad de formar un gobierno de centro izquierda con Sánchez que, cabe presumir, se habría adaptado a todo incluso con mayor facilidad que la que ha tenido para tragar a Iglesias y cortejar a Torra.

En cualquier caso, el mayor destrozo de esta guerra de trincheras que nos quieren hacer pasar por política se centra en el Parlamento que, de puro insignificante, ha estado cerrado a cal y canto por meses con la disculpa de la pandemia, una desgracia que ha valido lo mismo para un roto que para un descosido. Basta con fijarse en que el mandato de renovar el Consejo General del Poder Judicial, que la Constitución en su artículo 122 encarga al Parlamento, se ha tratado de encarrilar, en apariencia, no mediante negociaciones entre los grupos parlamentarios, sino que la negociación del caso se ha encomendado por el Gobierno al Ministerio de Justicia, como si los parlamentarios fuesen unos becarios del ministro, para darse cuenta de lo lejos que hemos llegado en olvidar lo que significa que exista un poder legislativo en el que reside la soberanía nacional y el carácter representativo de la democracia. Por descontado que el hecho de que no haya acuerdo en este punto, cosa que no cabe atribuir solo a la actual oposición, evidencia por encima de cualquier duda que el Gobierno actual (y de seguro otro distinto) entiende que el Parlamento no es sino un instrumento suyo para mandar, un engorro al que cuando no es suficientemente servil, porque existen minorías que molestan, se da de lado para gobernar a golpe de Decreto.

Pues bien, así como no cabe atribuir a los partidos defectos que todos compartimos y ellos reflejan, aunque sí sería exigible por su parte una mayor ejemplaridad, es evidente que reducir la política a una guerra de trincheras en la que no se hacen prisioneros no es compartido por la mayoría de los españoles que no en vano siguen viendo en los políticos no una solución sino un gran problema.

Si los españoles que se dedican a la vida común sin el menor grado de implicación en la política entendiesen que lo mejor que puede pasarles es que crezca la enemistad y la bronca colectiva porque llevan ya mucho tiempo sin una buena guerra civil que llevarse a la boca, los partidos estarían actuando de manera ejemplar. Si los españoles deseasen que su patria fuese cada vez peor, que nadie reformase nada de lo que funciona mal y estuviesen convencidos de que estamos destinados a destruir y a no edificar, a ser cada vez peores, los partidos tampoco lo estarían haciendo mal, pues no caben muchas dudas acerca de su capacidad de obstruir todo lo que no se les haya ocurrido a ellos y su capacidad de enfocar todas las iniciativas al desprestigio y el desprecio de sus adversarios políticos.

Si se preguntase a los ciudadanos de a píe para que debieran servir los partidos es seguro que no responderían que para preparar una bronca en condiciones, para permitir que los conflictos no se resuelvan de manera pacífica y para convertirlo todo en campo de batalla. Tampoco considerarían ideal que los partidos se ocupasen de todo lo que no les concierne, que se adueñasen de la prensa, de las universidades, que así nos van, y para que se ocupen cuanto antes de estropear lo que marcha razonablemente bien, por ejemplo, a ver cómo se consigue que los deportistas españoles se pongan al mismo nivel de mediocridad que el parlamento.

Como los partidos son ahora, de hecho, organizaciones por completo piramidales, cabe concluir que no cambiarán su cultura política y sus malas maneras hasta que sus líderes no se decidan a hacerlo, es decir que estamos en manos de unos muy pocos y que, hasta que alguno de ellos no empiece a reconstruir la casa por los cimientos, continuará esta especie de conflicto generalizado y bastante tabernario que domina buena parte de la política española.

Los españoles tenemos derecho a vivir de cara al futuro sin que nadie pueda condenarnos al lamento continuo de un pasado ya muy lejano y a embarcarnos en una reyerta civil agónica que creíamos haber dejado definitivamente atrás. La democracia tiene que ser un instrumento de reconciliación y de paz civil, no una oportunidad para ninguna revancha, pero muchos líderes políticos parecen preferir que volvamos atrás, que nos dividamos, que dejemos de hablar una lengua común y que se creen muchos puestos de trabajo para traductores simultáneos en una decena de lenguas en las instituciones políticas nacionales y continuas gilipolleces como esta. Ojalá que los electores pudieran decir con claridad que no a todos estos fenómenos de retroceso y fomento del odio, que muchas veces se presentan como formas de combatirlo, en el colmo de la hipocresía.

Más fácil parece que algún líder se de cuenta de que no se va a ninguna parte por la senda del enfrentamiento civil y sepa recoger el sentido común de los ciudadanos, ahora mismo cegado por el ruido de unos partidos tan necios que creen que solo una bronca persistente puede mantenerlos en el poder. Se necesitan políticos capaces de apostar por la imaginación, reconciliados con un pasado que sería necio querer reproducir, y empeñados en promover el esfuerzo compartido para crear un futuro atractivo y brillante para todos.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web