Los importantes cambios económicos, sociales y tecnológicos de las últimas décadas han conducido a una notable obsolescencia del papel tradicional de los sindicatos. La competencia internacional, la apertura de los mercados y la crisis fiscal del Estado, mermaron las posibilidades sindicales de extraer rentas no competitivas a través de la presión, tanto en las empresas privadas como en la Administración Pública, mientras la acelerada tercerización de la economía reducía drásticamente su base tradicional en favor de empleados crecientemente heterogéneos, individuales e independientes, más preocupados por su carrera profesional que por la acción colectiva. Un contexto muchísimo más complejo donde ya no era posible resolver los problemas de los trabajadores con consignas simplistas, pancartas, banderolas, griteríos, huelgas ni algaradas callejeras.

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A pesar de todas estas transformaciones, los sindicatos mayoritarios españoles conservaron unas estructuras y usos anacrónicos, completamente oxidados y anquilosados, gracias a unas leyes que les concedían artificialmente un protagonismo, unas atribuciones y unos medios absolutamente desproporcionados para la representación que ostentaban.

Los nuevos tiempos, y las sucesivas reformas laborales, que aunque tímidas han abierto nuevas posibilidades a la negociación en cada empresa, situaron hace tiempo a los sindicatos mayoritarios en una crucial encrucijada: transformarse o desaparecer

Las leyes laborales siempre establecieron muchas trabas a la negociación colectiva independiente en cada empresa, favoreciendo unos acuerdos mucho más amplios, de aplicación obligatoria en todo un ámbito sectorial o territorial. La potestad para negociar esos extensos convenios se concedió a unas asociaciones patronales y a unos sindicatos, poco representativos tanto los unos como los otros, en detrimento de los empresarios individuales y de los comités de cada empresa. Por ello, el poder y la influencia de los sindicatos no provenía tanto de la afiliación, que siempre fue baja, como de la inmensa capacidad legal para decidir por amplios colectivos de trabajadores no afiliados.

Los sindicatos utilizaron este enorme poder con menos sensatez de la deseable, imponiendo en muchos convenios unas condiciones que favorecían a sus bases pero resultaban lesivas para el resto de los trabajadores y, sobre todo, para los desempleados. En otros casos, sindicato y patronal utilizaron estos mecanismos para perjudicar a algunas empresas pequeñas frente a las grandes, representadas por la patronal. Así, pactaban unos incrementos salariales artificialmente elevados, de aplicación obligatoria para todas las empresas del sector. Las grandes corporaciones podían soportar el aumento de costes por su mayor capacidad para trasladarlos a precios y sus mejores contactos con la Administración para obtener favores y subvenciones. Las pequeñas empresas, por el contrario, experimentaban gran dificultad para asimilar estos nuevos costes y muchas de ellas se veían obligadas a cerrar. En definitiva, la legislación laboral otorgaba indirectamente a algunas grandes empresas, en connivencia con los sindicatos, un mecanismo para expulsar a sus competidoras más pequeñas y quedarse con su cuota de mercado.

Los sindicatos recibieron del erario público cuantiosos fondos de formación para el empleo, manejándolos de manera opaca, cuando no con manifiesta ilegalidad. Y abusaron hasta el límite de las horas de representación sindical, acumulándolas sin decoro en algunos afiliados para crear una casta de liberados al servicio del sindicato, que no trabajaban pero recibían su sueldo de las empresas o de la Administración.

También utilizaron torticeramente el mecanismo de la huelga general, un recurso revestido de una falsa aureola épica, que no se justifica en los países avanzados. Tuvo sentido en aquellos tiempos en que, por no existir cauces adecuados de participación y representación, la paralización de la producción de un país constituía una vía alternativa para mostrar disconformidad o para desalojar a los gobiernos del poder. Un grupo de valerosos trabajadores, acertados o equivocados, arriesgando su libertad, e incluso su vida, recaudaban dinero entre sus simpatizantes y, sobreponiéndose a la adversidad, intentaban detener la actividad económica para forzar un cambio político o social.

Sin embargo, las huelgas generales actuales se asemejan muy poco a las heroicas de tan pretéritos tiempos. Los convocantes, lejos de actuar en la ilegalidad, gozan de escandalosos privilegios legales y estatutarios, negados al ciudadano común. No necesitan recaudar dinero pues reciben abultadas subvenciones del presupuesto público. No son trabajadores sino burócratas de unas organizaciones que, de facto, forman parte de la arquitectura institucional. Generalmente no pretenden impulsar transformaciones profundas sino evitarlas con el fin de mantener un statu quo muy favorable a sus intereses. Y la huelga ya no implica peligro alguno para organizadores ni participantes sino para quienes deciden no secundarla.

Con el avance de la democracia, que proporcionó nuevos mecanismos de participación y expresión política y abrió vías pacíficas para cambiar los gobiernos, las huelgas fueron desprendiéndose de su carga política para circunscribirse al ámbito de los conflictos laborales en el seno de la empresa. Este proceso de despolitización se completó en aquellos países que lograron implantar un régimen de acceso abierto, es decir, un sistema político y social en el que la remuneración y la posición económica depende fundamentalmente del mérito, el esfuerzo y la capacidad innovadora dentro de un marco regido por la competencia.

Sin embargo, el carácter político de las huelgas se conservó en países que, aun habiendo abierto vías de participación democrática, mantenían sistemas con barreras de entrada, privilegios y relaciones clientelares. Unos sistemas en los que las instituciones no funcionaban convenientemente y la posición social y económica continuaba dependiendo, en gran medida, de los favores y ventajas que otorgaba el poder, prevaleciendo las relaciones personales sobre el mérito, la influencia sobre el esfuerzo, la coacción sobre la competencia y las prerrogativas de ciertos colectivos sobre los derechos individuales. Un marco de actuación en el que la participación en el reparto de la tarta depende de la capacidad de ejercer chantaje y presión. En países como España, la dinámica política, y por ende la huelga general, siempre reflejó una pugna por el reparto de poder, influencia y posición económica entre privilegiados grupos de intereses, entre los que se encontraban los sindicatos.

Para conservar sus ingresos a costa del contribuyente, y limitar su pérdida de influencia, los sindicatos plantearon recurrentemente esa exhibición de fuerza, mostrando su capacidad de causar costes, pérdidas y daños a la economía nacional, mientras mantenían bien engrasadas sus maquinarias de acción y propaganda. De ahí su insistencia constante en paralizar los transportes, verdadero cuello de botella por donde estrangular el sistema productivo. Pero la irracionalidad de esta extorsión estribaba en que, aun con un seguimiento minoritario, el perjuicio causado a la sociedad era siempre muy superior al montante de los beneficios que los sindicatos pretendían conseguir. En definitiva, la huelga era demasiado general para unos intereses tan particulares.

Los nuevos tiempos, y las sucesivas reformas laborales, que aunque tímidas han abierto nuevas posibilidades a la negociación en cada empresa, situaron hace tiempo a los sindicatos mayoritarios en una crucial encrucijada: transformarse o desaparecer. Para adaptarse a los nuevos tiempos, el sindicalismo debería adoptar unos estilos, formas y contenidos muy distintos a los actuales. Tendría que estar dirigido por un grupo de profesionales y expertos prestigiosos que aporten un valor añadido a los trabajadores, no por una casta privilegiada, que vive a costa del presupuesto público. Deberían financiarse  a través de las cuotas de sus afiliados y, para ello, prestar unos servicios valiosos de asesoramiento, apoyo, protección y orientación profesional, en lugar de constituir un sindicato de silicona con ideología radical, escasa capacidad de elaboración y reiterativo en desgastadas consignas. Tendría que enfocar su estrategia a la resolución de problemas, a la innovación, a la mejora de la productividad y a las políticas que puedan reducir el desempleo, no a una confrontación dialéctica poco imaginativa o a una inútil presión para mantener cierto statu quo legal, especialmente beneficioso para sus intereses. Y debería utilizar un lenguaje técnico, correcto, amable, riguroso e ilustrativo, desterrando cualquier atisbo de expresiones anacrónicas o acitudes propias de otros tiempos.

Si los sindicatos fueran de verdad sindicatos, serían conscientes de que, en etapas de acusada caída de la demanda, se debe fomentar la flexibilidad y el ajuste interno de las empresas antes que los despidos pero éstos antes que el cierre definitivo de las empresas. Perseguirían aumentos salariales en las etapas de expansión económica pero no pactarían incrementos desproporcionados en medio de una profunda recesión, aún cuando acceda a ello una patronal poco representativa. Admitirían la necesidad de un nuevo marco de relaciones laborales, tratando a los trabajadores como clientes de sus servicios, no como una masa manipulable en una asamblea al grito de “compañeros, todos a la huelga general”. En definitiva, los sindicalistas tendrían que dejar de ser percibidos por el público como otra versión, acaso todavía más tosca, de la carpetovetónica clase política.  Profesionalización, despolitización, cualificación, amplitud de miras y capacidad de reflexión son las palabras clave para un nuevo sindicalismo en España. Otro milagro más que añadir a la larga lista de prodigios que nuestro país necesita.

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