La mayoría de las personas que viven hoy en día en Occidente han crecido con las películas de Star Wars. Yo era un crío cuando vi en los cines La guerra de las galaxias original (ahora conocida como Una nueva esperanza) y, como tantos otros niños, empecé a coleccionar todo lo relacionado con ese universo fantástico. Luego llegó El Imperio Contraataca, para mí la mejor de la saga, donde se descubre que Luke, el héroe, es el hijo del villano Vader, y finalmente El retorno del Jedi, donde el malvado Vader encuentra la redención salvando a su hijo, y a toda la galaxia, de la maldad encarnada por el Emperador.

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La historia de Star Wars es, en esencia, una historia del bien contra el mal. Un mal representado en un imperio que, por los métodos y uniformes, nos hacía pensar en la Wehrmacht, cuyos soldados eran “tropas de asalto” y su líder, Darth Vader, llevaba una siniestra máscara con un casco negro muy similar al modelo característico empleado por Alemania en las dos guerras mundiales. Lo mismo pasaba con V, una exitosa serie de la década 1980 en la que la Tierra era invadida por una siniestra raza de lagartos que, bajo apariencia humana y muchas sonrisas, pretendían convertir el planeta en una despensa para su imperio. Los uniformes, sus carteles de propaganda y, sobre todo, el símbolo de los visitantes, nos remitían con muy poca sutileza a la Segunda Guerra Mundial. A los lagartos sólo les faltaba hablar en alemán. En ambas ficciones, los buenos eran la resistencia, los defensores de la libertad dispuestos a dar su vida para acabar con la tiranía.

Para el «wokismo» no basta con reescribir la historia, hay que reescribir la fantasía, la ficción, los mundos imaginarios que ahora vemos plasmados en series y películas

En 1999 dio comienza una nueva trilogía de películas que desarrollaban todo lo sucedido antes de La guerra de las galaxias. Aunque no fueran tan originales como las primeras, tuvieron éxito y revitalizaron el universo de Star Wars. Sin embargo, en octubre de 2012 Disney se hizo con los derechos de la franquicia y anunció una nueva trilogía, que empezó en 2015 y que se desarrollaba después de las tres películas originales. Estas películas, tan llenas de efectos especiales como vacías de guion, convirtieron una historia de ficción y entretenimiento en una plataforma de ideología woke.

Disney siguió esa política en todas sus franquicias, sufriendo pérdidas económicas de unos mil millones de dólares el año pasado y cumpliendo el dicho go woke, go broke. En Star Wars, a las películas siguieron varias series que, con mayor y menor fortuna, han ido siguiendo a personajes clásicos de la saga y presentando otros nuevos, y en los que la ideología ha sido mucho menos evidente. Sin embargo, y a pesar de que el CEO de Disney, Bob Iger, afirmó en abril de este año que Disney volvería a centrarse en entretener, el wokismo ha vuelto a la galaxia con energías renovadas en su nueva serie, The Acolyte.

Es el tercer episodio de la serie que más ha enfadado a los fans de Star Wars y que ha hundido los índices de audiencia de la nueva serie. Presenta un aquelarre de brujas que manejan la Fuerza y, en un eco del acto implícito de Darth Sidious antes de la trilogía de precuelas, son capaces de crear vida sin necesidad de la participación masculina. Las escenas de las brujas bailando tribalmente con capas moradas parecen más propias de una manifestación feminista que de una serie de ciencia ficción. Por supuesto, las críticas a la serie se han descrito como un ejemplo de la “toxicidad” de un público mayoritariamente masculino y sexista. Por ejemplo, Leslie Headland, activista LGBTQ+ que también es directora y guionista de la serie, ha declarado que “aunque algunos fans se resistan al cambio, la diversidad y la exploración de nuevas perspectivas son esenciales para mantener viva la galaxia de Star Wars”.

“La diversidad es nuestra fuerza”, es uno de los lemas woke por excelencia que recuerda a uno de los lemas del Partido en “1984”: “La ignorancia es la fuerza”. Cuando Orwell publica su novela en 1949, el Tercer Reich había sido destruido, pero el totalitarismo soviético era uno de los vencedores del conflicto y aplastaba con su bota la mitad de Europa. Para Orwell, el totalitarismo tiene un rostro y unos métodos muy claros: “Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, imagina una bota aplastando un rostro humano incesantemente”. Pero lo que el escritor británico no pudo ni imaginar por un instante es que el nuevo totalitarismo del siglo XXI, que ahora comparte espacio con el viejo, tiene el pelo teñido de azul y ondea banderas multicolor en nombre de la diversidad. Salvo ese detalle, su libro tiene un carácter profético. La “neolengua” ha evolucionado en el lenguaje inclusivo, una forma de hablar que te hace parecer un idiota, pero en el que básicamente la idea es la misma: cambiar el significado de las palabras y de ese modo manipular el pensamiento. El “crimental” también está peligrosamente cerca y ya hemos visto detenciones por rezar en silencio frente a una clínica abortista. “Quien controla el presente controla el pasado. Y quien controla el pasado controlará el futuro”, dicho y hecho porque el wokismo es una ofensiva total contra el presente, que pretende reescribir el pasado para modelar el futuro.

Los intentos de reescribir la historia no son nuevos, como hemos visto en el pasado y vemos en la actualidad por parte de gobiernos autoritarios y democráticos que implementan leyes de memoria para que sólo se recuerde lo que conviene a la ideología dominante. El wokismo participa en la reescritura de la historia, con delirantes producciones en las que, por ejemplo, Ana Bolena es una mujer negra y feminista, o se presenta como diversa y multicultural a sociedades medievales homogéneas. La quema de libros también está presente en la cultura de la cancelación que prohíbe el estudio de los clásicos y censura o, peor aún, reescribe sus obras. Pero el wokismo, como una creación posmoderna del marxismo cultural, ha llegado como nadie había llegado antes al mundo de la cultura popular. No basta con reescribir la historia, hay que reescribir la fantasía, la ficción, los mundos imaginarios que ahora vemos plasmados en series y películas. Elfos, enanos, brujas y jedis han pasado por el rodillo de lo políticamente correcto.

Lo absurdo y ridículo del wokismo nos hace pensar que va a caer por su propio peso, pero lo cierto es que es una agenda política mantenida a base de talonario y cuyos partidarios parecen más miembros de una secta que defensores de una ideología política. Volvamos a ser niños durante unos instantes e imaginemos haber crecido con historias del espacio y de superhéroes diversas e inclusivas. Pensemos en la dramática escena de El Imperio Contraataca desde una perspectiva woke con Vader diciéndole a su hijo: “Luke, soy tu progenitor no gestante”; pensemos en Han Solo considerando autodeterminarse como wookie; pensemos en cómics con jedis no binarios; pensemos en historias en las que es difícil distinguir qué es bueno y qué es malo, y en las que sólo importan la representación de las minorías y las cuotas de género. Creciendo inmersos en esas cosas, ¿seríamos las mismas personas que somos ahora?

C.S. Lewis escribió: “Dado que es probable que [los niños] se encontrarán con enemigos crueles, que al menos hayan oído hablar de caballeros valientes y de valor heroico. De lo contrario, su destino no será más brillante, sino más oscuro”. Está en juego un destino más luminoso y, sobre todo, la posibilidad de un destino. Acabar con el wokismo es imperativo, no sólo en el ámbito de la política moderna, sino también en las obras de ficción.

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