Pensar calladamente que el fin justifica los medios y proclamar a voz en grito que un buen medio justifica el fin, es una contradicción que se parece mucho al cinismo. Pero para las ideologías que trabajan para la Historia el cinismo es una virtud y las contradicciones se pueden cabalgar.
Construir un nuevo Estado es un asunto histórico y los políticos nacionalistas catalanes, irredentos constructores de quimeras, nunca dejan de trabajar para la Historia. Precisamente por eso no tienen reparos en sugerir la vía eslovena y la vía pacifista, a la vez o alternativamente, según convenga. La primera en ocasiones, a modo de lapsus línguae o amenaza velada, a saber. La segunda sistemáticamente, a todas horas y en cualquier lugar.
No obstante, ninguno de los dos principios morales que manejan los líderes secesionistas catalanes es aceptable. Ni el que íntimamente piensan ni el que proclaman mendazmente hasta la extenuación.
No hay revolución que sea verdaderamente pacífica, y hasta las revoluciones suaves y sonrientes acaban siendo ásperas y mal encaradas. La Historia es un asunto violento, en forma de impostada paz o de explícita batalla; y como dicen unos famosos versos del gran poeta Ángel González, su ingrediente fundamental, como el de las morcillas, es siempre la sangre
Utilizar un medio violento para crear un Estado etnolingüístico y totalitario que generará a la postre una mayor violencia institucional y continuada sobre una población sometida, no está obviamente justificado. Va de suyo. Pero intentar realizar este mismo Estado por medio de la paz y la sonrisa democrática no le añade ni un ápice de legitimidad al propósito. Si Hitler hubiese paseado por el Berlín de los años treinta, vestido de monja con una enorme pancarta que dijese paz y amor, seguiría siendo Hitler. Como Mussolini siguió siendo Mussolini tras su pacifica marcha sobre Roma. La llamada revolución de la sonrisa, defendida hoy por Otegui y otras almas puras, no hace ninguna gracia. Y ver a sonrientes nacionalistas junto a exterroristas con velitas encendidas predicando al unísono que todos somos hermanos, produce mucho desasosiego.
No hay revolución que sea verdaderamente pacífica, y hasta las revoluciones suaves y sonrientes acaban siendo ásperas y mal encaradas. La Historia es un asunto violento, en forma de impostada paz o de explícita batalla; y como dicen unos famosos versos del gran poeta Ángel González, su ingrediente fundamental, como el de las morcillas, es siempre la sangre. El líder político que no cuenta con ello, o se engaña a sí mismo o pretende engañarnos a todos.
En la manifestación del dieciocho de octubre en Barcelona un adolescente sujetaba una pancarta que decía “Mamá no estoy en clase, estoy haciendo Historia”. Dada su edad y la candidez del lema, dudo mucho de que el joven supiera de verdad qué es “hacer Historia”. Cuando uno está haciendo Historia que un hombre muera en el tumulto revolucionario tras una crisis cardíaca por falta de asistencia médica o que la vida de un niño peligre en una Barcelona incendiada por radicales, es peccata minuta: insignificantes efectos colaterales de los que nadie, salvo la Historia misma, es responsable. Al hacer Historia suelen ocurrir estas cosas y otras mucho peores.
Sin embargo, Jordi Cuixart, presidente de Omnium Cultural, a la sazón condenado por sedición, sí parece saber qué es hacer Historia. Por eso el domingo veinte de octubre, un poco más calmadas las aguas, nos deleitó con unas ilustrativas declaraciones: “con manifestaciones no basta”, ha llegado el momento en que cada uno se debe preguntar “qué está dispuesto a sacrificar”. ¡Bravo por su sinceridad! Cuixart asume, como todos los lideres secesionistas, que tras la sonrisa fingida tiene que venir la cara de perro y algún que otro ladrido. La diferencia entre ellos se da solo al tratar de decidir el momento oportuno para dar el primer mordisco.
En una ocasión un estudiante le reprochó a Albert Camus su postura en relación con el conflicto entre el Frente de Liberación Nacional argelino y el ejército francés. Al joven le parecía muy mal que el escritor no apoyara la independencia de Argelia, con sacrificios y explícita violencia si era necesario. Camus, que no era un revolucionario que trabajaba para la Historia sino un rebelde, le respondió: «En estos momentos están poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede estar en uno de esos tranvías. Si la justicia es eso, prefiero a mi madre».
Hasta las revoluciones de pacotilla y los activistas de naciones que no existen tropiezan un día con el dilema de Camus. Multitud de madres de toda Cataluña esperan impacientes la decisión. Es de suponer que la madre de Jordi Cuixart también.
Foto: TETrebbien