En el debate sobre la masculinidad tóxica, la hipocresía de la derecha, de la Iglesia y especificamente de la nueva vanguardia liberal es tremenda. Ellos conocen perfectamente la situación moribunda de la masculinidad, la desustanciación de la dimensión sexuada de las personas como proceso hacia el peor sueño transhumanista, protagonizado por el derrumbe del Eros como pulsión civilizadora que, descendida a la realidad, queda definida por el creciente número de suicidios, la raquítica tasa de natalidad (de las más bajas del mundo), los altísimos índices de soledad, depresión crónica y narcotización farmacológica, la sustitución de los lazos de afecto y convivencia por contratos de asistencia del Estado de bienestar (esto es, la mercantilización de las relaciones humanas) y el desencuentro creciente entre los sexos. ¿Qué hace ante ello la derecha?

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La derecha no se atreve a señalar las causas reales que abocan a ese fracaso social que supone el desarraigo de nuestro sustrato cultural

La derecha denosta las campañas de denigración de lo masculino que la progresía más ufana se atreve a realizar, nada más. La izquierda ya dejó claro su camino: está por la destrucción de lo sexuado, expresado como géneros (Firestone, Butler, Preciado) que quiere difuminar hacia la androginia; está por un transhumanismo temerario y la destrucción de la familia, que considera nido de frustraciones. La derecha ataja estos delirios intelectuales invocando la épica de una tradición en vías de extinción gracias a que, entre otras cosas, no se atreve a señalar las causas reales que abocan a ese fracaso social que supone el desarraigo de nuestro sustrato cultural, que es también fracaso de la masculinidad y la feminidad.

La masculinidad intervenida

La masculinidad más preconizada hoy día es una masculinidad reproducida, serializada, una dimensión sexual canonizada por estructuras de poder y de intervención de las conciencias sin precedentes en la historia. La construcción y expresión de la masculinidad (y de la feminidad, claro) están más intervenidas que nunca, homogeneizadas como producto cultural del que cada vez participa más gente y que cada vez tiene mayor penetración en la persona, al ser exhibido sin descanso en todas las pantallas y lugares comunes. Esta masculinidad-alpha o no-masculinidad, construida desde fuera de la persona y no como autodescubrimiento, está además impelida por el régimen de trabajo. Mientras la escuela y el tiempo de ocio nos invitan a construir nuestra masculinidad mediante hábitos que allí se nos inculcan (competitividad, pereza, frivolidad,…), el régimen asalariado prefiere personas asexuadas, sólo dispuestas para producir, con toda su energía libidinal anulada por la extenuación del día a día, ya casi incapaces de reproducirse, convertidas en presencias estrictamente funcionales, y nada más.

La masculinidad lleva así siendo triturada décadas, desustanciada a borreguismo de taberna, al chándal, la pereza, lo bruto y lo descortés. Nuestra construcción interior como varones se realiza en un entorno social que induce a ese destino, debido a la obligatoria sumisión en la empresa, el entumecimiento mental en la industria del ocio, cargada de exhibición de violencias, excentricidades y referentes masculinos patológicos, y la desnaturalización de los lazos de convivencia, que es lo que más potencia el arraigo de patrones ajenos a la experiencia convivencial de nuestra vida humana real. Además, la fetichización de estos lugares comunes por el sistema de valores provoca (y como contestación a las difamaciones feministas) una reafirmación chula de lo masculino, como sustancia cultural, que no obstante suele manifestarse en personalidades vulnerables por todos los frentes, inseguras, rudas pero frágiles, precisamente por haber sido construidas desde fuera y no como pulsión interior y autodescubrimiento del sujeto.

Todo conspira para ubicarnos en ese lugar estándar, el del deficiente funcional, cuyo único propósito es producir, consumir y desaparecer

La masculinidad seriada, clónica, materializada en hábitos y formas de relación estandarizados, es cada vez más visible porque cada vez es más difícil encontrar otros resortes sobre los que construir en sociedad nuestra dimensión sexual, nuestro género, si se quiere. Todo conspira para ubicarnos en ese lugar estándar, el del deficiente funcional, cuyo único propósito es producir, consumir y desaparecer. En ese sentido se puede afirmar, la no-masculinidad hoy preconizada desde los escaparates de poder, la empresa, la publicidad, la escuela, la televisión, el cine y demás «espejos culturales» es, en efecto, una masculinidad tóxica.

La construcción sexual siempre se realiza en sociedad, tiene un frente interior en la persona y una proyección exterior. Lo dramático del tiempo presente es que ese mundo interior está invadido por conceptos, hábitos y nociones que han sido inyectados de manera uniforme y homogénea no por la comunidad de iguales sino por estructuras de poder verticales. Esta intromisión, esta transmutación genérica, ha sido realizada por sobreexposición a la sociedad moderna, hasta el punto crítico presente, donde algunos elevan sin reflexión y con orgullo lo masculino como si les fuese enteramente propio, mientras otros se dedican, parece ser, al elogio desmedido por este estado de cosas.

Mientras dicen estar por las libertades del individuo y, algunos, por la tradición, la derecha, la Iglesia y los liberales viven entumecidos en un elogio obsceno por la modernidad

Entonces, mientras dicen estar por las libertades del individuo y, algunos, por la tradición, la derecha, la Iglesia y los liberales viven entumecidos en un elogio obsceno por la modernidad, la misma modernidad que está cavando la tumba de tantas instancias humanas, entre ellas, la masculinidad. Ellos contestan con orgullo las campañas difamatorias de lo masculino pero saben, porque la mayoría, además de bien cultivada gusta de observar, que el abismo sexual es producto de la modernidad, del capitalismo y del Estado. Su argumento de serie es la comparación con el horror del socialismo allí donde fue practicado, ante el que erigen el baluarte de un capitalismo niquelado en la teoría y tan evidentemente nefasto en los hechos. Y lo saben. Pero el juego de la politiquería produce réditos superiores a la necesidad de honestidad intelectual de una mayoría. Se podría optar por denunciar los abusos de la izquierda política histórica y asumir con resignación crítica y honesta el presente estado de cosas sin caer en una adulación insostenible del capitalismo.

Que desde este sector se invoque casi con sentimiento romántico a la familia y a la tradición mientras estamos asistiendo a su destrucción nuclear gracias al sistema que acopia todos sus elogios es un despropósito equiparable a la sociopatía de la izquierda.

Foto: Jens Lindner


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