Por muy loable y bien intencionados que pudieran parecernos los fines del ‘movimiento MeToo’ en su origen, el tiempo está revelando que, lejos de servir de plataforma que ampare y apoye a las mujeres víctimas de supuestos abusos para que sus denuncias se diriman ante los tribunales, se ha constituido como un auténtico ariete contra el Estado de Derecho, un instrumento tras el que se escudan quienes, a la postre, no persiguen que se haga justicia sino un linchamiento social.
La trayectoria judicial de las denuncias más sonadas realizadas al amparo del movimiento es reveladora:
De en torno a 80 denuncias por acoso, abuso o agresión realizadas por mujeres contra el productor de Hollywood, Harvey Weinstein, en 2017, finalmente sólo dos van a ser enjuiciadas por un tribunal estadounidense, habiéndose archivado el resto.
Del aluvión de acusaciones dirigidas contra el actor Kevin Spacey, la única que, hasta la fecha, ha sido llevada a juicio, ha terminado siendo archivada, tras retirar la denunciante la demanda civil por miedo a incriminarse (presunta falsedad de pruebas) lo que determinó el archivo de la denuncia penal.
Los artículos periodísticos se convierten en juicios, los periodistas se autoproclaman fiscales acusadores que exponen su caso ante una audiencia erigida en juzgados populares
Otro caso tristemente célebre es el del actor Morgan Freeman, al que una periodista de la CNN, llamada Chloe Melas, acusó públicamente de haberla acosado a ella y a 15 mujeres más, lo que se que se tradujo casi automáticamente en la cancelación de múltiples contratos laborales suscritos por el actor. Pero ulteriores investigaciones han revelado que esta denuncia fue un burdo montaje por parte de la reportera.
En las últimas semanas también han sido noticia las denuncias de nueve mujeres (todas anónimas menos una) contra el músico Placido Domingo, realizadas ante el medio Associated Press y que, hoy por hoy, no se han materializado en ninguna investigación o actuación judicial.
Pero parece que los escasos resultados judiciales no desaniman a los impulsores y simpatizantes del movimiento, hasta el punto de que se puede llegar a pensar que, en último término no es el reconocimiento y la reparación judicial lo que se busca. La presunción de inocencia está blindada legalmente, tanto a nivel nacional como europeo, y el poder judicial es un dique independiente frente a quienes intentar subvertir los derechos y libertades fundamentales y las garantías procesales bajo el pretexto de una suerte de “ventaja de género”.
Las propuestas realizadas por diversas asociaciones feministas miembros del Consejo español para la mujer, para que en delitos sexuales se invierta la carga de la prueba y sea el acusado quien deba probar su inocencia, han tenido un potente altavoz político (declaraciones de la vicepresidenta del Gobierno Carmen Calvo), pero nulo recorrido legal y judicial. El mundo jurídico se ha plantado: la presunción de inocencia no se toca, “bonita”.
Quizá por ello no es descabellado afirmar que lo que verdaderamente se ha pretendido desde el principio por parte del ‘movimiento Metoo’ es que sus reivindicaciones y denuncias se diluciden en un escenario diferente al judicial: el social.
En este escenario alternativo quien dicta sentencia es la opinión pública, mucho más moldeable que juristas y jueces y más propensa a asumir la idea de que los principios y garantías procesales como la presunción de inocencia, tan aburridos y técnicos, son algo que sólo se aplica por los tribunales y no rigen en la vida cotidiana. Se trata de un escenario en el que el Derecho es sustituido por la Sociología, de forma que los artículos periodísticos se convierten en juicios, los periodistas se autoproclaman fiscales acusadores que exponen su caso ante una audiencia erigida en juzgados populares, en los que se equiparan estándares periodísticos con garantías procesales y se sustituyen los fundamentos jurídicos por discursos moralistas y soflamas a favor de conductas ejemplificantes.
Es sonrojante que todos estos palmarios intentos de sustituir social y judicialmente la igualdad por el privilegio, subvirtiendo los derechos y libertades fundamentales que son cimiento de nuestra civilización, se realicen en pos del feminismo, porque el fundamento último de éste siempre ha sido, como debe ser, la libertad y la igualdad ante la ley. La única explicación posible es que el feminismo no sea su causa, sino su excusa.
Foto: Mihai Surdu