Es un hecho bastante recurrente en la política española que, cada cierto tiempo, la izquierda agite el fantasma de la Guerra civil española. Con ello el progresismo busca afianzar su superioridad moral, al mismo tiempo que explota el eterno complejo de origen de la derecha. Según esta visión canónica, muy presente en ámbitos académicos y en buena parte de los medios de comunicación, la derecha española fue, y en cierta medida sigue siendo, un epígono del franquismo. A diferencia de otros países, como Italia o Alemania, en este país la derecha no habría procedido a ajustar cuentas con su pasado, seguiría siendo netamente franquista. Sus recelos a la hora de condenar enérgicamente el régimen surgido del golpe de estado del 18 de julio de 1936 serían la confirmación más evidente de este hecho.

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Hasta la aparición en escena de la derecha nacionalista de Vox, el espectro liberal conservador se debatía entre una estrategia diletante (“es un asunto que ya no interesa”), una tímida condena del franquismo e incluso, como ocurrió en la primera legislatura de José María Aznar, un acercamiento al bando republicano (Aznar en 1996 se declaró un rendido admirador del presidente Manuel Azaña). Vox afirma que sobre realidades históricas no se pronuncian los políticos, sino los historiadores. Afirmación epistemológicamente muy exacta, aunque en buena medida políticamente sesgada según el credo ideológico de este partido

En este artículo no me propongo elucidar si la tesis sostenida por la izquierda, con claros intereses electorales más que de búsqueda del rigor histórico, es o no cierta. Pedro Gónzalez Cuevas tiene una magnífica obra donde desgrana la ascendencia intelectual del pensamiento conservador español del siglo XX, en la que se puede verificar que una nada despreciable parte de la derecha española no ha sido nunca franquista. Por otro lado, como es bien sabido, en la constitución de los dos grandes partidos del espectro liberal y conservador español, UCD y PP, confluyeron tradiciones políticas muy diversas, algunas incluso que provenían del antifranquismo y otras que no manifestaron un enorme entusiasmo con el régimen personal de Francisco Franco.

El olvido es un mecanismo adaptativo del individuo para afrontar una situación especialmente traumática. Ese fue el gran logro de la transición española: que fue capaz de reivindicar este carácter taumatúrgico del olvido, hoy tan denostado, que permitió que los vencedores del desastre de 1936-1939 renunciaran a seguir imponiendo su victoria a media España

Lo que persigo en este artículo es plantear el debate que hay de fondo en esta cuestión y que tiene a la memoria y la historia, dos ámbitos epistemológicos para el conocimiento del pasado, como protagonistas.

La obsesión de la izquierda por el monopolio del relato histórico no es nueva. En uno de los más célebres pasajes de la obra de Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia, el pensador alemán se refiere a una pintura de Klee que se llama Angelus novus. En ella se nos representa la figura aterrorizada de un ángel de la historia, que contempla con horror aquello que los hombres van dejando a su paso. Allí donde los hombres sólo ven una acumulación de datos, él contempla una tragedia que se presenta ante sus ojos impotentes. Aunque él quisiera intervenir para revertir la tragedia, un fuerte viento bate sus alas y lo empuja hacia adelante mientras la ruina y la destrucción se van acumulando detrás de él. Benjamin nos cuenta que ese viento es una metáfora de la idea de progreso, que nos impide analizar con empatía la destrucción que nuestra civilización, supuestamente racional, va dejando a su paso.

En el texto de Benjamin se contraponen dos maneras de acercarse a los acontecimientos humanos del pasado: la memoria y la historia. Mientras que la memoria nos acerca a la realidad vivida por los derrotados en la historia, ésta última, cuando se entiende en sentido teleológico, oculta estas experiencias vividas que no logran encajar en un relato que hace del progreso el fin último de la historia. Por lo tanto, Benjamin privilegia la memoria sobre la historia, señalando la superioridad moral de la primera con respecto a la segunda. Esto es lo que subyace en último término en la construcción ideológica del sintagma memoria histórica, que desde el punto de vista epistemológico es un verdadero oxímoron, pues no hay cosas más opuestas que la historia y la memoria.

La memoria es fundamentalmente un hecho psicológico individual, que atañe a las experiencias vividas por el propio sujeto. En ella no hay linealidad, ni explicación causal alguna. El sujeto trae a la memoria aquello que un momento determinado le evoca su pasado. Un poco como le ocurre al protagonista de la novela de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido.

En la narración de los hechos que se nos presenta en cualquier memoria, hay un sesgo emocional. La memoria no busca aportar objetividad al conocimiento de lo que hemos vivido, a lo sumo una fidelidad a lo que creemos que fue de una determinada manera y no de otra. La memoria, por otro lado, supone la negación del olvido. Este puede tener unas connotaciones negativas, de índole política, cuando lo que busca es que la historiografía oficial no centre sus esfuerzos por esclarecer un hecho.

Pero también es cierto que el olvido es un mecanismo adaptativo del individuo para afrontar una situación especialmente traumática. Ese fue el gran logro de la transición española: que fue capaz de reivindicar este carácter taumatúrgico del olvido, hoy tan denostado, que permitió que los vencedores del desastre de 1936-1939 renunciaran a seguir imponiendo su victoria a media España, mientras que los perdedores, al mismo tiempo, manifestaron una gran generosidad, al renunciar a convertir la política nacional en un memorial de agravios.

La historia, por otro lado, aunque no está tampoco exenta de manipulaciones, ni de exageraciones; tiene una pretensión de objetividad, que por supuesto, nunca podrá llevar a pleno cumplimiento. La historia trata de hechos humanos acaecidos en el pasado, por definición irrepetibles, de ahí que tenga que esmerarse en la reconstrucción de lo que ya no puede volver. Para ello su metodología debe ser rigurosa, debe tomar distancia respecto de los hechos que enjuicia a posteriori y debe servir para fijar un marco general, sobre el que quepan ciertas discrepancias e interpretaciones diversas. Una historia única siempre será una muy mala historia

Con la desafortunada expresión memoria histórica, que ha tenido traducción legislativa en España, se ha querido acometer una operación epistemológica y política. Por un lado, se ha querido poner el acento en unos hechos de la historia de España, la guerra civil y la posterior dictadura franquista, para crear un relato que estigmatice a media España y que glorifique a la otra media. Por otro lado, se pretende fijar una historia oficial respecto de la que no quepa separarse ni un solo milímetro, so pena de incurrir en delito. Un poco en la linea de lo que ocurre en países donde la negación de la Shoah es delictiva

Prescindiendo de si hay o no identidad de razón entre ambas experiencias históricas, desde mi punto de vista no la hay, lo que está claro es que las operaciones de damnatio memoriae, que buscan rescribir la historia, no sólo no contribuyen a la reconciliación de un país con su historia, sino que impiden su esclarecimiento y sólo contribuyen a la propagación de mitos; eso sí, muy rentables para políticos sin escrúpulos.

Foto: Cassowary Colorizations


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