Los políticos que llegan arriba tienden a dejar una imagen en el público que casi siempre tiene ribetes literarios, aunque solo sea porque la literatura ha explorado mejor que nadie la mayoría de los arquetipos posibles de la conducta humana. El transcurso de los años perfila esas figuras, pero la base de la apreciación se asienta con firmeza en el roce casi cotidiano que tenemos con sus acciones, con sus gestos y con su palabra.
Tras casi tres años en el gobierno, la imagen de Pedro Sánchez empieza a adquirir un contorno bastante nítido, aunque, como es lógico, las preferencias políticas de cada cual condicionan de forma decisiva la adscripción del personaje a un determinado arquetipo. Puede que algunos lo consideren como una especie de Quijote que persigue resolver toda clase de asuntos con su sola presencia, persuadido como está de llevar a cabo una tarea de importancia que trata de triunfar no solo en las cosas menudas, por las que tiende a sentir un cierto desdén, sino en asuntos decisivos para el futuro de España. Otros, menos benévolos, lo equipararán, en cierto modo, con lo contrario, con la figura del pícaro, ese personaje que consigue salir adelante a base de engaños y que no duda en acogerse a cualquier excusa con tal de alcanzar sus objetivos más personales.
El pícaro, tanto si cae en desgracia como si llega a establecerse con relativo éxito, muta en un miles gloriosus, en el soldado fanfarrón que retrató Plauto y termina mal, humillado y en ridículo
Lo que hay de común en esas dos figuras, por otra parte, tan contrarias, es la capacidad de fabulación. Don Quijote se confunde porque imagina y ve gigantes donde molinos y ejércitos en los rebaños, pero su invención le sostiene en el afán de aventura. El pícaro fabula, pero es para engañar a los demás, nunca considera engañarse a sí mismo porque, en el fondo, se sabe miserable y hasta ridículo. No pretendo retratar a don Pedro Sánchez a la sombra de ninguna de esas figuras, pero sí me parece que nuestro actual presidente posee una capacidad de fabulación poco común y que, como a Don Quijote, eso le mueve, pero, como a los pícaros, esa fabulación le sirve de refugio y le protege de las críticas, al menos hasta que las cosas le comiencen a ir bastante mal, un destino del que, como diría Julio Cortázar, no ha conseguido librarse nadie ni nunca.
Tanto el pícaro como el Quijote son figuras que mueven a cierta simpatía. Don Quijote es vapuleado de manera inmisericorde por su autor, pero los críticos ingleses nos han hecho el favor de ver su figura bajo el ángulo de la nobleza y no exclusivamente en cuanto personaje ridículo, lo que puede que fuese la intención de Cervantes. Los pícaros no han tenido esa leyenda blanca, pero han conseguido ser, a su modo, ejemplares, modelos que se critican pero que, en el fondo, se admiran y se imitan, son populares en un sentido muy hondo.
Nuestros personajes tienen en común una verbosidad extrema, aunque Don Quijote pretenda la ejemplaridad y los pícaros el engaño, se parecen en su afición a los grandes discursos y a una retórica muy especial. Cuando su verborrea pierde cualquier atractivo y el público empieza a cansarse, esas figuras se transforman en otro arquetipo literario todavía más viejo, pues viene de la literatura latina. Se trata de una transformación que afecta mucho más al pícaro que a cualquier personaje caballeresco, pues el Quijote acaba llegando a la lucidez, aunque eso acabe con su vida. El pícaro, tanto si cae en desgracia como si llega a establecerse con relativo éxito, muta en un miles gloriosus, en el soldado fanfarrón que retrató Plauto y termina mal, humillado y en ridículo.
La retórica de Pedro Sánchez recuerda de manera muy peligrosa el arquetipo del soldado fanfarrón, que será el paradigma bajo el que se le recuerde si, como cabe temer, acaba como suelen terminar los políticos, con el rabo entre las piernas. Si cualquiera de las cosas que promete con insistencia se llegasen a realizar no sería un miles gloriosus sino un auténtico Cesar, el político más audaz y exitoso que hayan visto los siglos. El público ha de juzgar y todavía es pronto, pero puede ser de interés recordar algunas de sus magníficas proclamaciones para ir perfilando el juicio definitivo que, sea como fuere, acabará por llegar.
Su asalto al poder se hizo bajo la promesa de la decencia, y ustedes dirán si se ha cumplido el propósito. Nos acostumbró a verle bajo la aureola de la firmeza (“No es no”), pero no me parece que haya ido aplicando el principio, por ejemplo, a la hora de confeccionar un gobierno que según confesión expresa no le dejaría dormir. Nos anunció que habíamos acabado con el virus y el que haya sucedido lo contrario (que el virus está a punto de acabarnos) es lo único que explica que semejante pifia no le haya valido una tomatina ininterrumpida. Se hizo recibir con aplausos en la Moncloa tras haber logrado un pastizal cuya tardanza, en vez de amoscarle, le está sirviendo para repetir el logro a hora y a deshora. Anunció que, en horas veinticuatro, había hecho el mejor plan de vacunación del mundo, aunque sin molestarse en explicarlo, y ahora reitera que estaremos todos a salvo a la mayor brevedad, ignorando el pequeño detalle de que ni tiene las vacunas ni es el encargado de suministrarlas y aplicarlas, pero no se le escapa adjudicarse el mérito.
Ahora nos repite que estamos ante la mayor oportunidad de la historia para dar un paso adelante gigantesco, y ha de entenderse que el público debiera seguir aplaudiendo como si de monclovitas se tratase. Su plan de recuperación económica recuerda, de momento, la rendición de cuentas del Gran Capitán, “picos palas y azadones, cien millones”, y no parece preocupado por la posibilidad de que los contables de Berlaymont sean algo más exigentes con el destino de la futura recaudación y le pregunten alguna cosa sobre pensiones, mercado laboral, control del déficit y de la deuda.
Creo que basta como pie de rey para medir si estamos más cerca de un soldado fanfarrón que de un líder histórico, pero eso son ustedes quienes han de decidirlo.