Uno de los fenómenos que más me llamaron la atención cuando vivía en la Suramérica bolivariana fue el de las «milicias ciudadanas». No eran una absoluta novedad, pues ya había leído al respecto en la literatura referida a la formación de regímenes totalitarios del siglo XX, aunque no por ello dejó de llamarme la atención en el Caribe, en los Andes y en la Amazonía. Se trataba de grupos de personas bien organizadas, la mayoría pertenecientes a colectivos relacionados de un modo u otro con la delincuencia – en sus múltiples modalidades – y cuyo cometido no era otro que el de seguir las indicaciones del partido político afín, estuviera o no en el gobierno, para controlar y someter el espacio público. Así, si el partido no estaba en el gobierno, esas milicias trabajaban para lograrlo, mientras que, si ya lo estaban, entonces se convertían en un sucedáneo de las fuerzas y cuerpos de seguridad oficiales para evitar que se perdiera el poder, gozando de una importante impunidad.
A partir de 2006 comenzaron a llegar numerosos ciudadanos españoles a estos países que por entonces yo frecuentaba por diferentes motivos. Todos ellos estaban más o menos vinculados a partidos políticos, fundaciones, asociaciones, organizaciones (no) gubernamentales y otras de corte socialista o comunistas, que además les financiaban. Nadie sabía muy bien qué hacían allí, en La Paz, Quito, Guayaquil, Santa Cruz, Caracas o Bogotá, pero sus interacciones se centraban fundamentalmente con miembros de esas «milicias» o con quienes las coordinaban desde los propios gobiernos. Pronto entendí que estaban en formación y poco después lo confirmé, pues actos similares a los que presencié en estos países empezaron a sucederse también en España, de modo muy especial en Cataluña. El País Vasco se puede decir que ya tenían experiencia previa en estos menesteres e incluso parecía que desde allí llegó a Hispanoamérica.
Estas milicias, que igual amenazan con incendiar una ciudad si los jueces no dictan como ellos han decidido previamente, como es el caso también de Black Lives Matter en Norteamérica, que impiden a cualquier partido u organización ejercer sus legítimos derechos allá donde consideren oportuno, como sucede con los mal llamados antifascistas, no son una anécdota o algo que debamos despreciar
Han pasado quince años y veo que las técnicas del mundo bolivariano están ya extendidas e implantadas en otros países; en el nuestro por supuesto, pero también en los mismísimos Estados Unidos. Estas milicias, los motorizados de Venezuela o los movimientos sociales o ponchos rojos de Bolivia, que igual amenazan con incendiar una ciudad si los jueces no dictan como ellos han decidido previamente, como es el caso también de Black Lives Matter en Norteamérica, que impiden a cualquier partido u organización ejercer sus legítimos derechos allá donde consideren oportuno, como sucede con los mal llamados antifascistas, no son una anécdota o algo que debamos despreciar. Sus acciones, coacciones o amenazas, la invasión del espacio público violentando la debida neutralidad, tiene lugar con la cobertura más o menos directa de las propias autoridades; sí, sí, de los propios gobiernos nacionales, autonómicos o regionales, pero también con la comprensión de los medios de comunicación, que no dudan en presentar los acontecimientos con una medida y cuidada aproximación, para que el espectador o lector que no tenga otras referencias confunda el bien con el mal y el mal con el bien.
Consecuentemente, harían bien en considerar este fenómeno como lo que realmente es, un instrumento tiránico al servicio del gobierno, o partido de turno, que socava el Estado de derecho y la convivencia ciudadana, presagiando un muy mal futuro desde cualquier punto de vista, para usted, sus familias y proyectos de vida.
El mundo bolivariano, en definitiva, el que se nos está implementando, nos enseña que el ejercicio de cualquier derecho político, incluido el voto, estará cada vez más violentado y sujeto a fechorías de todo tipo. Es proceso tal vez irreversible, pues el sistema, considerado globalmente, no parece tener mecanismos útiles para contrarrestarlo y sin embargo sí procura a los malhechores todas las posibilidades y corruptelas para permitir su expansión.
Foto: Jorge Fernández Salas.