Terminaba mi artículo anterior señalando la responsabilidad que tenemos como padres y madres, como educadores, como sociedad, frente al tiempo que nuestros hijos y alumnos permanecen frente a las pantallas. Que ellos tengan sus ojos clavados en un dispositivo mientras los adultos miramos hacia otro lado, no parece una buena señal.
El cruce de Shibuya en Tokyo, es uno de los lugares más famosos de Japón. Ubicado delante de la estación de Shibuya, es conocido por ser el paso más poblado del mundo, se calcula que alrededor de un millón de personas lo cruzan diariamente. Lo pueden transitar hasta 3.000 personas al mismo tiempo cada vez que se activa la luz del semáforo para peatones. En los 47 segundos que dura la luz verde se observa desde arriba un efervescente hormigueo de peatones, que se mueve en todas las direcciones. Pero lo que más sorprendió a Howard Rheingold, estudioso de las redes sociales y comunidades online, fue que la mayoría de los peatones bajaban la cabeza porque estaban pendientes de sus pantallas.
Decenas de llamadas se activan en nuestro escritorio, lo que obliga a repartir nuestra escasa atención en varios focos. La distracción no tiene pausa, las pantallas exigen una lectura aérea, que brinca de zona en zona, siguiendo los patrones que el diseño web ha marcado
En el estudio referenciado, se observa que apenas un 30% de los padres establecen normas en el uso de las tecnologías que nos ocupan, un 24% limitan el horario, y un 13,2% lo hacen con el acceso a determinados contenidos. Que los progenitores pongan normas no indica que disminuyan el uso problemático, pero reduce los riesgos. Con la medianoche sin horarios y sin límites, se triplican las tasas de peligro en su uso.
Nunca ha sido fácil para los padres poner normas, pero la educación de los hijos y en particular en la adolescencia, algo que convendrán conmigo los padres y madres que estén leyendo estas líneas, son hoy mucho más complejas de lo que fueron cuando ellos eran adolescentes. Que una de cada cuatro discusiones en la familia esté relacionada con el uso de la tecnología dice bastante de lo incómodo, y en particular del desgaste que supone ser padre normativo y a contracorriente de la mayoría.
El naufragio en la Red tiene muchos episodios que afectan al aprendizaje, pero por cuestiones de espacio me centraré en uno con determinantes consecuencias en el aprendizaje. No es necesario acudir a la última ley de educación para entender la importancia que la memoria tiene en los planes de estudio, que es equivalente a nada. Bien porque se reduce a una operación mecánica y repetitiva, o porque es muy poco divertida en comparación con algunas metodologías pedagógicas denominadas innovadoras en la extendida corriente del aprender jugando, a la que no le faltan sus diferentes anglicismos como “gamificación”, design thinking o flipped classroom, por poner solo algunos ejemplos. También debo decir que conozco estupendos proyectos de innovación, con enormes profesionales, pero muy alejados del infantilismo actual.
La memoria no es algo externo a uno mismo ni tampoco ajeno al aprendizaje, como lo puede ser Google, que sí, que está a golpe de un clic, pero que es un gran disco duro que está fuera. El aprendizaje exige un cambio de actitud, una forja del carácter, una nobleza de intención, porque recupera de su depósito un conjunto de experiencias anteriores, referencias, señales, sentimientos, y explora todo ese potencial-reconocido, con la profunda visión que añade valor a lo que se recupera o recrea. La memoria, la atención, la motivación, son músculos que hay que ejercitar para que nuestro aprendizaje sea la casa construida sobre roca, y no sobre las frágiles y efímeras arenas de un buscador en la Red.
Las muchas ocurrencias psicopedagógicas que hoy se extienden por nuestros claustros de profesores, y aún más, desde los gabinetes psicotécnicos que asesoran a los políticos de la cosa, han declarado la memoria como algo inútil. La tecnología ha sido la última invitada a este banquete del despropósito cognitivo. No creo que sea necesario traer aquí ninguna referencia del pedagogo o psicólogo ilustre de turno, basta que pensemos en cualquier científico, escritor, artista, pensador que ha permanecido en el tiempo, para comprender que la memoria fue en su vida y en su obra el necesario almacén del conocimiento.
Cuentan que Alejandro Magno llevaba en su caballo, siempre muy cerca la Ilíada, que leía con frecuencia antes o después de las batallas porque su maestro Aristóteles eso le había enseñado. El arte de la guerra que dominaba el macedonio necesitaba constantemente nutrirse de las gestas de Aquiles selladas a fuego en la tradición oral. Tocar de memoria es una habitual práctica en muchos géneros musicales, el acto de memorizar puede favorecer un conocimiento más profundo y una conexión íntima con la música. Bach desplegó su talento también en la música contrapuntística, desarrolló la fuga musical, escurridizo concepto en el que tres o más voces se suceden, como si de una persecución se tratara. El ejecutante debe desplegar particulares estrategias que codifican la obra para su recuperación sin partitura. Es decir, no estamos hablando de un movimiento meramente imitativo y repetitivo, sino del diseño de una estrategia de aprendizaje que permite precisar aquellos aspectos, que pueden ser datos, información, referencias, autores, para formar el recuerdo significativo.
No es fácil ejercitar este músculo, la memoria requiere un titánico esfuerzo en la era de la atención flotante. Decenas de llamadas se activan en nuestro escritorio, lo que obliga a repartir nuestra escasa atención en varios focos. La distracción no tiene pausa, las pantallas exigen una lectura aérea, que brinca de zona en zona, siguiendo los patrones que el diseño web ha marcado, porque no leemos linealmente. Primero aparece una lectura horizontal de la línea superior de la pantalla, a continuación, la mirada traza un segundo movimiento horizontal, pero más corto, para deslizar la mirada vertical por la línea izquierda de la pantalla. Es decir, la pantalla no se lee, se escanea.
En este esfuerzo por recuperar la atención, puerta de la memoria, destaca Borges que no escondió su obsesión por agrupar todos los libros. En su “Biblioteca de Babel” invita a entrar en lo profundo del laberinto que forman los sueños y las palabras. Como si el argentino hubiera atisbado el Internet no existente, describe su universo con un sinfín de galerías hexagonales unidas por escaleras que suben y bajan, con estanterías llenas de libros, que utilizan 25 signos distintos. Su número de volúmenes es inmenso. Entre sus hexágonos pululan fanáticos, obsesionados bibliotecarios, buscadores de libros, idólatras varios, pero nadie lee en la sobreabundancia de palabras. Esta alegoría profética muestra el mundo virtual de Internet. Inmensidad informativa poblada de algoritmos donde la mayoría de sus pobladores se extravían. La visión que tuvo Borges de la Web fue un anuncio del naufragio digital.
Llegados a este estado de amnesia permítanme que repita lo que escribí para otra columna, “Adiós memoria”, en la que resuenan las palabras de Dostoyevski. “Dejadnos solos, sin libros, y al punto estaremos perdidos y llenos de turbación. No sabremos a qué considerarnos unidos, a qué adherirnos, qué amar o qué odiar, qué es digno de respeto y qué merece nuestro desprecio. Hasta los propios semejantes os resultaron insufribles”.
Foto: Ludovic Toinel.