Algo que aprendes cuando escribes columnas de opinión es que, al menos en España, si lo que quieres es sumar audiencia a toda costa, ayuda bastante el tono beligerante, pero no tanto contra un problema, abuso o escándalo, como contra quienes lo protagonizan, promueven o causan. Debes alinearte, defender a unos y atacar a otros. De esta forma, es más probable que el artículo reciba los parabienes del bando al que se sirve y la crítica, a menudo desaforada, del otro. Se consigue así una sinergia, positiva por parte de los que aplauden y negativa por parte de quienes se sienten atacados. Pero lo importante es que sea positiva o negativa esa sinergia, ambos polos contribuyen a la difusión del artículo, y esto es precisamente el objetivo.
Hay que ser conciso y sentencioso. Caer en razonamientos elaborados suele ser contraproducente, porque el texto tenderá a alargarse y los contenidos que superan holgadamente la extensión de una columna clásica, medida heredada de la época de la prensa en papel, puede resultar disuasorio incluso para el más entusiasta. Lo más probable es que, ni con el asunto más polarizado, logres retener la atención del público si superas las 900 palabras.
Una cosa era lo que, en el pasado, se conocía como periodista o articulista de partido y otra muy distinta esta lobotomía, este encastillamiento que renuncia a la profundidad, al esfuerzo intelectual, tanto de escritores como de lectores
Pero no hay que dedicar espacio a explicaciones trabajadas y honestas no sólo porque te alargues, sino porque detrás de cada asunto siempre hay una intrahistoria, un galimatías de interacciones presentes y pasadas que, si se analiza, puede no dejar en buen lugar a los propios. Por eso, los párrafos deberán someter el razonamiento a la elipsis, sintetizar al máximo causa y efecto sin la menor sobra de duda. Cuando se escribe incondicionalmente a favor de unos y en contra de otros, la razón siempre está implícita. La simple denuncia es razón en sí misma, una evidencia incontestable con la que no hay que entrar en disquisiciones sino directamente arrojarla a la cabeza del adversario.
Como digo, hay que ser sintético, un sofista a ultranza, no dejar resquicio para que el artículo sea otra cosa distinta de un nosotros contra ellos. Así se satisfará plenamente a los alineados e irritará a los contrarios. Este enfoque, si se tiene un mínimo de gracia o talento, suele funcionar de maravilla, especialmente cuando el tema abordado es motivo de una fuerte polémica. Si se atina a escribir en el punto exacto de ebullición, el éxito está asegurado.
Esta opinión es la que impera en la prensa. Los diarios están apegados a la línea temporal, a lo que acaece en el momento y lo que quieren son articulistas que se ciñan al presente inmediato. Esto hasta cierto punto es comprensible porque precisamente por eso los diarios se llaman diarios. Pero ocurre también que esos mismos medios, además de ser esclavos del presente, tienen filiaciones políticas y dependencias partidarias. Lo cual es decisivo no ya para que exijan a sus articulistas que se limiten a opinar sobre el suceso o la noticia del momento, sino para que se ciñan al esquema que he explicado, el nosotros contra ellos. Así no ya satisfacen a los lectores afines, lo que se traduce en una buena audiencia, sino que rentabilizan el quid pro quo partidista mostrándose como incondicionados aliados.
Llegados este punto, podemos concluir que este modelo de opinión tiene una serie de ventajas. Una de ellas es fidelizar a una determinada audiencia mediante la polarización, y con la agitación rentabilizarla al máximo. También, con el alineamiento partidario, los diarios obtienen otros beneficios provenientes de los partidos o facciones a las que sirven. Por último, los lectores obtienen un producto breve que les reafirma, que no les exige más esfuerzo intelectual que dedicar tres o cuatro minutos a la lectura.
Sin embargo, también ocasiona graves perjuicios. El más notable, la dificultad para ir más allá de la espuma de la noticia; es decir, de la polémica y, en consecuencia, del nosotros contra ellos. Al público no se le impele a razonar, sólo a reaccionar y a reafirmarse. Esto impide llegar al fondo del asunto, comprender el problema y, sobre todo, desarrollar el escepticismo y un espíritu crítico auténtico. Al contrario, el lector se vuelve infantil e intransigente, incluso con sus articulistas de cabecera, si a estos se les ocurre contrariarle o no escriben exactamente lo que espera de ellos al respecto de cada polémica.
Por su parte, el articulista debe estar muy atento al parecer de sus lectores en cada asunto, debe cuidarse de escribir para satisfacerlos. Al final, la relación que se establece entre las firmas y su público es una relación poco o nada enriquecedora e intelectualmente deshonesta. La opinión se convierte en mero entretenimiento, en un ameno ejercicio de autoafirmación. Lo que se impone un trato: tú escribe lo que yo quiero leer y yo te leeré fielmente. Pero no me hagas pensar, no me incites a dudar ni a leer más de la cuenta, mucho menos me contraríes.
Cuando la opinión escrita se degrada a un simple producto de autoafirmación breve y más o menos entretenido, a su vez la opinión pública se degrada. El lector se instala en una zona de confort en la que no necesita profundizar y esforzarse. En realidad, se lee a sí mismo y se complace con ello, porque quien toma su voz prestada se la devuelve aderezada de recursos literarios, chanzas, sarcasmos e ironías simpáticas o, en su defecto, soflamas muy bien escritas. Leer opinión se convierte en un ejercicio narcisista.
Con todo, lo peor es que, al final, unos y otros, firmas y lectores, pierden músculo. La opinión se vuelve inoperante porque se constituye en una especie de autarquía para aldeas rivales más o menos pobladas que se desprecian mutuamente, mientras que los verdaderos males de fondo las consumen sin que siquiera sus pobladores lo sospechen. Al fin y al cabo, el único mal que reconocen, porque así se lo indican sus orates, es el que está al otro lado de la empalizada. Una ceguera trágica que, sin embargo, resulta cómoda y reconfortante.
Una cosa era lo que, en el pasado, se conocía por periodista o articulista de partido y otra muy distinta esta lobotomía, este encastillamiento que renuncia a la profundidad, al esfuerzo intelectual, tanto de escritores como de lectores. Que tiende a despreciar los datos, a ser anumérico, barroco e intrascendente, y cuyo único fin es gratificar al lector con entretenimiento y autoafirmación y, claro está, servir a los partidos, pero de ningún modo a la sociedad en su conjunto.
Foto: Maria Lysenko.