Decía Liu Xiaobo, Premio Nobel de la Paz en 2010, que “La libertad de expresión es la base de los derechos humanos, la raíz de la naturaleza humana y la madre de la verdad”. Probablemente pensaba que nuestros derechos deben ser reclamados de viva voz, tanto para nosotros como para los demás. Imaginaba una humanidad despierta, cuya dinámica más elemental era la de la comunicación y el crecimiento a través de esta. Postulaba que nadie es dueño de la verdad, que la verdad ha de ser buscada y debemos ser muy desconfiados de los aseguran haberla encontrado.
Les soy sincero si digo que nunca pensé que un gobierno democráticamente legitimado en la España del siglo XXI, fuese del color político que fuese, asumiría como propios los principios de acción que llevaron a Ramón Serrano Suñer, delegado del Estado para Prensa y Propaganda del dictador Francisco Franco, a firmar la Ley de Prensa franquista.
Nunca pensé que desde las entrañas del Partido Socialista Obrero Español -paradigma de la tolerancia, la convivencia, el amor por la libertad y la democracia- pudiese nacer una idea similar a la que sirvió de germen para la redacción y aprobación del “Decreto sobre Prensa” en la Rusia de 1917, recuerden: para “evitar crispación y violencia debido a falsas informaciones” y “evitar llamadas a acciones contrarias a la ley vigente”. Ignoraba que en el seno de un gobierno democrático, tolerante y amante de la diversidad, pudiesen existir elementos capaces de compartir el afán prohibicionista, el amor por las mordazas de un tal Joseph Goebbels, que no por socialista era menos liberticida y de cuyas ideas nació el peor aparato de censura y propaganda jamás visto en el país de Goethe.
No interesa que el ciudadano pueda formarse un criterio propio: se trata de educar a todo el mundo en el mismo criterio. Y si la publicidad no es suficiente, siempre habrá 15 millones en algún rincón de la caja fuerte para comprar las últimas violuntades
Las palabras de la ministra de educación, Isabel Celaá, diciéndonos a través de la televisión pública que “no podemos aceptar que haya mensajes negativos, mensajes falsos, en definitiva” porque pueden suponer un peligro para la integridad física de muchos españoles confirman, sin embargo, lo rotundamente equivocado que estaba: no solo es bastante probable que -tal y como se nos había leído el día anterior- los cuerpos de seguridad del Estado estén vigilando nuestras palabras, nuestra voz, sino que únicamente el Estado es poseedor de la verdad y protector de nuestra vida. ¿Totalitarismo?
El totalitarismo al que asistimos, siguiendo las ideas de Hannah Arendt, no es una categoría abstracta para ciertas formas degeneradas de gobierno, sino un fenómeno histórico de la postmodernidad. La completa desintegración y atomización de la sociedad en grupúsculos identitarios mediante un victimario pertinente, así como el resurgimiento de las masas -la gente- como factor político, han terminado cristalizando en diversos intentos populistas de reintegrar y controlar completamente a la sociedad. «En última instancia, el grupo totalitario solo puede afirmarse mediante la fuerza de su homogeneidad: el grano de arena no es nada fuera de su montón», dice Claude Polin en su trabajo “Esprit totalitaire”. Y para ello es necesario un único discurso, un único relato.
Este totalitarismo del que les hablo no necesita ya de un tirano absolutista a la antigua usanza. Basta con el gobierno desde un simple conjunto de características formales: expresión de una determinada actitud y enfoque hacia el mundo -la realidad- que no puede soportar el pluralismo y no tolera ningún disenso.
Ya en 1935, el sociólogo Hans Kohn estableció, desde su exilio estadounidense, un marco para las «dictaduras modernas»: una visión mesiánica del mundo, la determinación de la vida política por parte de la conformidad de las masas, el uso político de la tecnología moderna y una conciencia politizada de la legitimidad que se remonta a la Revolución Francesa. En 1956, Carl Friedrich y Zbigniew Brzezinski refinaron este enfoque de investigación formal basándose en la experiencia de las dos décadas que acababan de vivir. Enumeraron seis criterios para los regímenes totalitarios, de los que les traigo cinco:
- Una ideología oficial con elementos utópicos que cubre todas las áreas de la vida social.
Los dictados de lo políticamente correcto nos han llevado a aceptar sin rechistar no sólo la redefinición de muchas de nuestras costumbres sociales, también hemos permitido la invasión reguladora en nuestros respectivos ámbitos de privacidad: el ciudadano debe comprar coches eléctricos y gastar su dinero en subvenciones para su implementación, debe fumar menos o no hacerlo en absoluto, moverse más en bicicleta o caminar, comer más sano, elegir a los partidos políticos correctos y defender una opinión política “socialmente aceptada”, fomentar las ONG verdes, vivir más ecológicamente, comprar café de comercio justo, beber menos alcohol, no olvidar revisar su estado censal, no poseer armas, jamás jugar a “juegos violentos” en su PC, dedicar la mitad de sus ingresos para el Estado, evitar los alimentos transgénicos, educar a sus hijos tal y como el Estado nos dice que se debe educar adecuadamente, escribir de manera “igualitaria”, convertirse en donante de órganos, denunciar los “anuncios sexistas”, construir su casa en los principios de la “eficiencia energética”, …
- Un partido unitario
Sí, en España tenemos multitud de partidos, es cierto. Y sin embargo tampoco nos pasa desapercibido el empeño por sustraer legitimidad y sacar, literalmente, del juego de la “democracia” a la “ultraderecha/Ciudadanos”, la “ultra-ultraderecha/Partido Popular” y la “ultra-ultra-ultraderecha/VOX”. La coalición de los “demócratas” que hoy nos gobierna se atribuye en exclusividad la representatividad de “la gente”, el pueblo educado, los verdaderamente libres e informados.
- Un Estado policial que monitorea todo
Esta epidemia de la COVID19 está siendo providencial para aquellos que consideran que la mayoría de los ciudadanos somos perfectamente irresponsables y, por tanto, necesitamos de estrictas órdenes de funcionamiento social y un cuerpo policial que garantice el cumplimiento de estas. Las invitaciones a la denuncia que recibimos frecuentemente son apenas un intento de convertirnos en cómplices del ímpetu monitorizador.
- Un control monopolista de los medios de información y comunicación
Tanto los medios de carácter público, meros altavoces del mensaje gubernamental y ya no entendidos como vehículo del derecho de información de los contribuyentes, como la inmensa mayoría de los medios privados, secuestrados a manos de la publicidad institucional, han dejado de ser plurales y generadores de nueva opinión. Al periodista díscolo se le deja sin trabajo, al medio alternativo se le arroja al abismo del bulo y la manipulación. No interesa que el ciudadano pueda formarse un criterio propio: se trata de educar a todo el mundo en el mismo criterio. Y si la publicidad no es suficiente, siempre habrá 15 millones en algún rincón de la caja fuerte para comprar las últimas violuntades.
- Gestión central de la economía
No les bastaba con declararse gestores únicos de las más importantes cadenas de suministro en estos tiempos de crisis sanitaria. Amenazan con regular los precios. El desabastecimiento está programado. El parón de la economía dilatado en la magnitud y el tiempo a golpe de pésimas decisiones. Para Mises, la idea socialista implica un “error intelectual”. Es obvio que es imposible en la práctica organizar una sociedad por la fuerza, ya que es imposible que el órgano de control tenga toda la “información de primera mano” necesaria para ello. Las soluciones de los socialismos reales siempre han sido la opresión y el empobrecimiento de sus planificados.
Y es precisamente por ello, porque es imposible que el Estado, o un grupo de “expertos”, o unos políticos que no tienen que ser expertos en nada, pueda reunir toda la información necesaria para acercarnos a la verdad, que debemos defender con uñas y dientes nuestra libertad de expresión. Porque ahí radica el poder de nuestra voz: nos permite contrastarla con las voces discrepantes, validar lo que decimos o abandonarlo en aras de mejores argumentos. Yo le recordaría a nuestra ministra Celaá y sus colegas en el consejo de ministros las palabras de Rosa Luxemburgo:
“La libertad es siempre libertad para quien piensa diferente”