Aunque la historia sea todavía más vieja, en la cultura contemporánea venimos asistiendo a un notable incremento del prestigio de lo que se ha dado en llamar relatos, especialmente, aunque no solo, en el ámbito de la política. Probablemente el prestigio reciente de esta clase de retóricas se debe a un libro ya vetusto (1980) de Lakoff y Johnson, Metaphors We Live By, y tal vez no deba separarse del influjo de otro hit todavía más notable de la historia intelectual contemporánea, el famoso libro de Thomas S. Kuhn (The Structure of Scientifical Revolutions, 1960) que puso en los supermercados el término “paradigma”, hasta un punto tal que abundan los testigos presenciales de la desesperación del autor, en sus últimos días, por afirmar que él no era kuhniano.

Publicidad

Reducido a su más perversa y frecuente versión, el nervio del asunto lleva a afirmar que solo importan las verdades de fondo, robustas, sólidas, algo que pueda entender todo el mundo, aquello que pueda contarse suscitando una emoción básica, que los detalles son alpiste, ganas de despistar. A poco que se repare, nos encontramos con una epistemología de la credulidad: basta estar en el lado correcto de la batalla para tener siempre razón, sea lo que fuere de lo que se discuta. No suele decirse, pero el procedimiento señala un camino dorado para la beatitud, porque si aciertas a instalarte en el lado luminoso, las multitudes te darán la razón, siempre tendrás a tu disposición una porción suculenta de verdad apetecible, y nunca te sentirás solo.

Las nuevas religiones, sus relatos y la filosofía de Goebbels

Desde el punto de vista del receptor, la estrategia de primar el ‘relato’ antes que la argumentación supone una apuesta clara por el conformismo y la comodidad

Resulta curioso, aunque tal vez no tanto, que esta forma de valorar la comunicación, de enfrentarse a las cosas, se haya podido imponer al tiempo que circulan abundantemente hipótesis bastante contrarias: que la realidad es compleja, que la información disponible tiende al infinito, o que todo es “relativo”. Desde el punto de vista del receptor, la estrategia de primar el relato antes que la argumentación supone una apuesta clara por el conformismo y la comodidad, una reafirmación de los prejuicios de cada cual sobre cualquier posibilidad que nos arruine nuestra buena y complaciente conciencia. Tal vez lo más curioso del caso es que abunden los relatos que pretenden ser embajadores de alguna supuesta “ciencia”, olvidando la sanísima conseja del gran Feynman, que, por lo pronto, la ciencia comienza cuando dejamos de creer en lo que se nos cuenta.

Los argumentos no llaman a la sensibilidad sino a algo más trabajoso, a la racionalidad crítica, y eso tiene bastante mala prensa en los ambientes en que tienden a imponerse los forofos, la gente que domina el relato coherente, la consigna dura, el epíteto contundente. Los relatos apuntan siempre a un mundo perfecto, nos explican el malestar que padecemos y nos señalan con nitidez al malo de la película, por ello nos mueven a actuar y nos hacen sentirnos protagonistas además de que siempre parecen dar bastante más de lo que nos piden (lo que para un público semiavisado debería ser automáticamente indicio de sospecha).

Argumentar es algo más exigente que contar historias, de la misma forma que escribir una gran novela es algo ligeramente más arduo e inhabitual que emborronar trecientas páginas

Argumentar es algo más exigente que contar historias, de la misma forma que escribir una gran novela es algo ligeramente más arduo e inhabitual que emborronar trecientas páginas en plan X (póngase el autor plomo y pedante de su preferencia). Así sucede que cuando está preferencia por lo sentimental penetra en la política, y es inevitable que lo haga, las propuestas inteligentes desaparecen y los argumentos con peso ceden el paso a cualquier cosa fácil de sostener y que se ofrezca con una melodía euforizante.

Da igual el nombre que se le ponga al fenómeno (mi predilecto es peronismo, pero no pretendo convencer a nadie), porque lo que acaba sucediendo es que esa clase de munición termina por convertir a la política en una pura contienda, le arrebata su función civilizadora y la priva del arma decisiva, de la palabra y el argumento, de la reflexión, de comparar la realidad con lo que se nos cuenta, de tomar la medida exacta a los desmanes y aquilatar el esfuerzo y el precio que habría que pagar por los supuestos remedios. Se llega así al paroxismo, a que importe más el triunfo de los buenos de la película que la paz civil, a que se valore más la majeza que la responsabilidad, a que se difumine cualquier clase de límites en aras del éxito del relato, porque ¿cómo vamos a consentir que la realidad, la ley o el respeto a los demás nos priven de realizar nuestros sentimientos sin los que parece que no se puede vivir?

Las nuevas religiones, sus relatos y la filosofía de Goebbels

Las ‘nuevas religiones’ no parecen dispuestas a aceptar ese sanísimo retiro al ámbito de lo privado y pretenden imponer una nueva teología de la ecología, del feminismo, o de la causa que se prefiera

En nuestra historia común el relato máximo se ha llamado siempre religión, y la historia de la democracia liberal puede contarse como el intento exitoso de separar la política de la religión, pero las «nuevas religiones» no parecen dispuestas a aceptar ese sanísimo retiro al ámbito de lo privado y pretenden imponer una nueva teología de la ecología, del feminismo, o de la causa que se prefiera. Como el ámbito de los relatos, siempre crédulos y acríticos, tiende a separarse de la racionalidad, ocurre que acaba por no importar en absoluto que lo que efectivamente se hace sea contrario a lo que se afirma, como cuando unos pacifistas la emprenden a mamporros y pedradas con la policía, por ejemplo.

Decía, con fina ironía, Bertrand Russel que la lógica era el arte de no sacar conclusiones, pero esa exigencia de rigor suele ser demasiado para los que demandan a toda hora relatos, esas formas de ver el mundo en las que, mágicamente, las conclusiones preceden a las premisas. En esto consiste la filosofía de Goebbels, el milagro demoníaco de que la repetición de una mentira, su conversión en relato, la convierta en verdad.


Si este artículo le ha parecido un contenido de calidad, puede ayudarnos a seguir trabajando para ofrecerle más y mejores piezas convirtiéndose en suscriptor voluntario de Disidentia haciendo clic en este banner:

Artículo anteriorLa mutilación genital masculina
Artículo siguienteContra el totalitarismo sanitario: Elogio de la insalubridad
J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web