En la historia de las ideas, un monarca, que rige un Estado, aparece siempre como una analogía de Dios, que rige el mundo. Durante la Edad Media y hasta bien entrada la Edad Moderna, tenían los reyes, para grandes masas del pueblo, un carácter sobrenatural, incluso físico; parte de la fuerza vital de la Monarquía es que el rey podía hacer milagros y, sobre todo, curaba con la imposición de las manos, según defendió con numerosos ejemplos el gran historiador francés Marc Bloch, en su célebre libro Los reyes taumaturgos. Según Bloch, el último intento de dar prácticamente seriedad a la Monarquía con estas representaciones religiosas tuvo lugar en 1825, en que Carlos X de Francia quiso todavía curar mediante la imposición de manos, un intento que, sin embargo, solo se produjo como una penosa imitación romántica.

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El mito del rey taumaturgo carecía de tradición en España. Sin embargo, ciento cincuenta años después de su final en Francia, en nuestro país hubo intentos de fabricar una especie de rey taumaturgo, no, por supuesto, sobre fundamentos religiosos, sino políticos. Y es que en España se produjo, en pleno siglo XX, la última instauración, que no restauración, de una Monarquía en la Europa occidental. En noviembre de 1975, por decisión soberana de Francisco Franco, retornaba la Monarquía, en la persona de Juan Carlos I de Borbón y Borbón.  Respecto a la figura del anterior Jefe del Estado, cualquier historiador tendría, en mi opinión, que seguir al píe de la letra el mensaje de Karl Marx en El Dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte, la menos marxista de todas sus obras, cuando afirmaba que era preciso analizar “las circunstancias y condiciones que permiten a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”.

Juan Carlos I se vio impelido, cualquiera que fuesen sus convicciones íntimas, si es que las tenía, a la aceptación de la democracia liberal, por falta de alternativas

Desde las élites del régimen, lo mismo que desde la oposición, no se hacían excesivas ilusiones sobre el sentimiento monárquico de los españoles. Tan sólo José María Pemán o Luis María Ansón –el inventor de “Juan III”- podían creer, a esas alturas, en algo tan esotérico como “la magia de la realeza”. Para la mayoría de las derechas, bastaba con la voluntad de Franco. Y, en realidad, nadie se escandalizó demasiado cuando Franco eligió como sucesor a Juan Carlos y no a su padre Juan de Borbón y Battemberg. El propio Juan Carlos no dudó en aceptar esa decisión, traicionando no sólo a su progenitor, sino las leyes de sucesión dinástica. La verdad es que tampoco disponía de otra alternativa. A partir de tal experiencia, los medios de comunicación, y luego algunos historiadores de corte, comenzaron a fabricar la figura del rey taumaturgo. Un proceso no sólo arriesgado, sino muy complicado dadas las características del personaje en cuestión. Físicamente, podía resultar atractivo, apuesto, joven, incluso con cara de buena persona. Sin embargo, su imagen no podía soportar un primer plano. Era tímido; y como orador, un desastre; tan elocuente como una señal de prohibido el paso. Tampoco destacaba el hombre por su curiosidad intelectual o científica, aunque, eso sí, era muy deportista. Sus grandes obsesiones eran el dinero y el sexo.

Con tan escasos mimbres, se iba a construir la imagen de un monarca campechano, regenerador, sinceramente demócrata, aunque, dicho sea de paso, nunca se le oyó hablar de someter a referéndum ni la institución, ni su magistratura. Sería el sanador de todas nuestras dolencias sociales y políticas. El fautor del nuevo “milagro español”. Como señaló el siempre oportuno y oportunista José María de Areilza, el joven rey iba a ser el “motor del cambio”, es decir, el propulsor del tránsito a la democracia liberal. Elemental, no existía otra posibilidad. Con frecuencia, se ha mitificado, y se sigue mitificando, el proceso de cambio a la democracia liberal, casi en términos providencialistas.

Como historiador no soy determinista, pero creo que, en ciertos casos, como el que nos ocupa, es preciso aceptar, como señalaba el siempre lúcido Raymond Aron, la validez de un cierto “determinismo probabilístico”, ya que la libertad de elección humana siempre funciona dentro de ciertos entornos o restricciones recibidas del pasado. Guste o no guste, el destino de España era la democracia liberal o, si se quiere, el Estado de partidos. El desarrollo económico de los años sesenta, la expansión de las clases medias y de las clases obreras cualificadas, las consecuencias políticas del Concilio Vaticano II, el contexto de una Europa liberal y socialdemócrata, la emergencia del Mercado Común, la influencia diplomática y militar de Estados Unidos, todo abocaba en esa dirección. Claro está que el cambio podía hacerse mejor o peor, según los contextos; pero el camino estaba trazado, en sus líneas generales, de antemano. Franco lo sabía, como dijo al general norteamericano Vernon Walters en una conversación. Por tanto, Juan Carlos I se vio impelido, cualquiera que fuesen sus convicciones íntimas, si es que las tenía, a la aceptación de la democracia liberal, por falta de alternativas. Dados los contextos a que hemos hecho referencia, lo extraño hubiese sido la supervivencia del régimen político nacido de la guerra civil.

El marco histórico de referencia para el nuevo sistema político fue, sin duda, la Restauración canovista de 1874, Rey soldado y bipartidismo incluidos. Y no sólo Manuel Fraga pretendía ejercer el papel de Cánovas. Su objetivo era la progresiva integración de las izquierdas y los nacionalistas periféricos en el nuevo sistema político. La excepción fueron los partidos republicanos. Como en el caso de la Restauración, el dogma fundamental era la Monarquía, como garantía de la continuidad social. El comportamiento del conjunto de la izquierda real, PSOE y PCE, y el de los nacionalistas –salvo los terroristas de ETA-  consistió en aprovechar las oportunidades de la nueva situación. En realidad, todo eran ventajas, ya que conseguían la legalidad y grandes promesas de influencia social y poder político. En ese sentido, resultaron especialmente untuosas, casi pornográficas las relaciones del joven monarca con el viejo líder comunista Santiago Carrillo. Claro que uno y otro se necesitaban. La Constitución de 1978 fue la consagración de ese pacto. Significativamente, no se sometió a referéndum institución monárquica. Lo cual, como ha señalado el profesor Dalmacio Negro Pavón, no resolvió la cuestión monárquica; simplemente, la aplazó. Y es que hay pasados que no pasan, como dijo Ernst Nolte.

El nuevo régimen de partidos se configuró, en la práctica política cotidiana, como un sistema político escasamente representativo, una mera partitocracia; se instauró el denominado Estado de las autonomías, que, como algunos denunciaron y luego se vería, era y es un claro instrumento de desnacionalización española y de despilfarro económico; la izquierda monopolizó el ámbito de la creación cultural; y una especie de eurofundamentalismo acrítico y superficial hegemonizó el imaginario social de los españoles. Con todo, la figura del monarca no adquirió auténtica estabilidad hasta su actuación, o supuesta actuación, en los tristes sucesos de febrero de 1981. Y es que cuando se escriben estas líneas todavía no sabemos realmente cual fue el auténtico rol del monarca en la gestación y ulterior fracaso de los intentos de golpe de Estado ocurridos el 23-F. Como dijo Gonzalo Fernández de la Mora, la verdad se sabría, quizá, el día del juicio. Del Juicio Final, se entiende.

La prensa y el conjunto de los medios de comunicación fue cómplice no ya de la mitificación del personaje, sino en el ocultamiento de su tormentosa vida privada y, sobre todo, de sus negocios y sus relaciones con personajes de dudosa moralidad

En cualquier caso, el monarca, por interés de las clases políticas, económicas y mediáticas, consolidó su imagen y su papel en la nueva situación. Era el defensor de la democracia, o, como dijo Herrero de Miñón, el defensor de la Constitución. La idea, por cierto, era de Carl Schmitt. Como rey-soldado había conseguido controlar a las Fuerzas Armadas. Claro que igualmente hay que decir, por si existiera alguna duda, que lo que entonces se consolidó fue el carisma de Juan Carlos I, no la institución monárquica. Desde entonces, siempre se hizo referencia al “juancarlismo”, no al monarquismo de los españoles en general y de las izquierdas en particular. En realidad, el propio Juan Carlos sabía que su permanencia en el trono dependía de la aquiescencia de las izquierdas. Si éstas, en un momento dado, cuestionaban su legitimidad, y desde su perspectiva les era muy fácil hacerlo, estaba perdido. Por ello, simpatizó mucho más con el astuto y campechano Felipe González que con el hirsuto y desagradable José María Aznar; o con el sinuoso y esquivo Rodríguez Zapatero que con el tosco y lento Rajoy Brey. Como guinda, un sector de la historiografía no dudó en caer muy bajo a la hora de legitimar su figura. Fue el caso, sobre todo, de Javier Tusell Gómez y más tangencialmente del mediocre y oportunista Paul Preston. Ambos intentaron, y en parte consiguieron, convertirse en historiadores de corte. Aunque, la verdad sea dicha, más que historiadores se convirtieron en cronistas de Hola. A su lado, Jaime Peñafiel parecía Ranke. Tanto Tusell como el orondo británico ser esforzaron en demostrar que, en realidad, Juan Carlos nunca fue heredero de Franco, sino de su padre Juan de Borbón; y que la restauración –ojo con el concepto, nada neutro- de la Monarquía se hizo en contra del general y siguiendo su propia lógica dinástica. Nadie se lo creyó, por supuesto, pero ambos pseudohistoriadores ganaron notoriedad, influencia y dinero.

La prensa y el conjunto de los medios de comunicación fue cómplice no ya de la mitificación del personaje, sino en el ocultamiento de su tormentosa vida privada y, sobre todo, de sus negocios y sus relaciones con personajes de dudosa moralidad. De buscar una antítesis del personaje, la encontraríamos en el ascético Balduino de Bélgica. A pesar de su condición de católico, nunca hizo el menor gesto en contra de las leyes de aborto; y no dudó en firmar de puño y letra la Ley de Memoria Histórica, que, en el fondo, deslegitimaba su figura histórica y la de la institución que encarnaba. Y es que, en el fondo, suponía una mitificación de la II República. Al parecer, nadie se enteró de ello. Por otra parte, su rol como rey constitucional ha sido del todo inoperante. Ni ha frenado a los separatismos locales, ni ha mediado entre los partidos, ni ha sido garante de la división de poderes. Tras la entrada de España en la Otan, la figura del rey-soldado ha perdido buena parte de su funcionalidad. Como hubiera dicho Juan Vázquez de Mella, era “el Augusto Cero” o “el Rey-Poste”. Sin embargo, el monarca se ha mostrado muy eficaz a la hora de darse la gran vida y acrecentar su fortuna personal, según vamos sabiendo por algunos medios de comunicación. Poco a poco, su figura ha sido destruida. Fue convirtiéndose en un juguete roto. El tabú real se fue diluyendo paulatinamente. El juancarlismo dejó de ser operativo. Su perceptible declive físico, sus continuas y ostentosas infidelidades conyugales, sus poco transparentes negocios y su desinterés por la cosa pública, contribuyeron a convertirle en un personaje del valleinclanesco Ruedo Ibérico. Todo ello tuvo su culminación en la patética foto de Botsuana. Juan Carlos había matado a Dumbo; todo un símbolo. Su forzada y necesaria abdicación estuvo a la altura del personaje, un ser caprichoso, desleal, impulsivo, incompetente a la hora de intentar incluso controlar la corrupción económica de su familia; un frívolo.

Su herencia es una rémora para su actual heredero Felipe VI y para la propia dinastía. Como dijo Luis XV, “después de mí el diluvio”. En eso estamos. ¿Qué España nos dejó Juan Carlos I?. Quizás lo mejor sería dejarle la respuesta a esa pregunta a un poeta; y lo dijo el excelso Luis Alberto de Cuenca: España se había convertido en “un lugar muy triste que ha prohibido los héroes ha dejado pudrirse las rosas del escándalo”, “un lugar pobre que ha perdido su alma sin ganar nada a cambio, un lugar sin futuro, un puñado de tierra desunido y estéril”. A diferencia de su padre, Felipe VI no tiene nada hay que ofrecer a las izquierdas y a los nacionalistas. El separatismo ya no oculta su poco agraciada faz; quiere una República independiente. Y una parte de las izquierdas, sobre todo en las nuevas generaciones, rechaza la Monarquía, cuyo significado no entiende y prefiere la República, lo cual no resulta difícil de entender porque, como ya señalamos, la estabilidad de la institución descansaba en el carisma de Juan Carlos I y en el mito del Rey Taumaturgo, que el propio interesado se ha encargado de destruir. Y el carisma no se hereda. Nadie ha enseñado a los jóvenes en qué consiste eso de la Monarquía, su funcionalidad o sus ventajas; quizás porque en pleno siglo XXI todo ello resulta ya anacrónico. En cambio, se le han cantado las bondades de la II República.

Ya sabemos por dónde van las izquierdas ¿Y las derechas? Hasta ahora, han apoyado al joven monarca. Sin embargo, no se nos oculta que un sector de la derecha no perdona a Juan Carlos su maridaje con las izquierdas y su apoyo al Estado de las autonomías. Y Felipe VI no ha tenido oportunidad de construirse su propio carisma. Y es probable que no lo consiga nunca. En ese sentido, creo que, por lo menos, un sector de la derecha no debería apoyar instituciones caducas y anacrónicas. Pero esto, si es posible, lo desarrollaré en otro artículo.

Foto: Mike


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