Toda religión ha buscado siempre cohesionar al grupo y ofrecer esperanza al ser humano frente a la incertidumbre de su existencia. Sin embargo, no todas lo han hecho de la misma manera. El cristianismo marcó una diferencia significativa, no solo en la historia de la fe, sino en el desarrollo mismo del pensamiento. Lo que hoy llamamos «Ilustración» brotó de un suelo cristiano que la hizo posible. La dignidad humana no fue un hallazgo de Kant, la fraternidad universal no fue un invento revolucionario, y la distinción entre las cosas del césar y las de Dios era ya un principio sobradamente conocido. El error de la Razón ilustrada no fue situarse preventivamente al margen de lo religioso, sino en percibirse nacida de la nada, pura y autosuficiente, y erigirse en abierta oposición al cristianismo que la engendró y nutrió con algunas de sus ideas nunca reconocidas.
La peripecia de la Modernidad
Tras la Revolución Francesa el pasado se tornó sospechoso y las costumbres, vicios irracionales que debían ser corregidos. La comunidad natural se convirtió en una imaginada y quebradiza asociación pactada entre individuos; y el derecho, en fría legislación al servicio de un idealizado progreso. El hombre nuevo habría de sustituir al viejo; el Estado, a Dios; y el paraíso en la tierra, a la salvación eterna. Los nuevos profetas soñaron un orden redentor, erigido sobre las ruinas de una religión demonizada, donde la Humanidad alcanzaría, al fin, paz, justicia y libertad. Sin embargo, las cosas no sucedieron exactamente así.
En la primera mitad del siglo XX la razón práctica, que habría de darnos una moral universal y gobiernos respetables, se encarnó en mil ideologías incapaces de cohesionar la sociedad y legitimar el poder; y la razón instrumental, pensada como benéfica y eficiente, forjó herramienta de destrucción en cruentas guerras y campos de exterminio. Lo que prometía ser un dulce sueño, engendró monstruos.
Las barricadas del mayo francés dieron paso a la mercantilización de los deseos, y la rebeldía estudiantil se diluyó en un hedonismo compulsivo que el mercado recibió con los brazos abiertos. La imaginación no tomó el poder; lo tomó el capital, que aprendió a vender camisetas con eslóganes revolucionarios e imágenes del Che. El sarampión del 68 no fue el amanecer de una nueva era, sino el paroxismo de una razón desorientada que, en su afán por desmantelar el pasado, confundió libertad con desarraigo. En la década de los ochenta intelectuales posmodernos levantaron acta de lo sucedido: se abolió la realidad y se celebró la fragmentación. En nombre de la Razón, la Razón se aniquilaba a sí misma.
Lo que hace treinta años fue vanguardia universitaria es hoy normalidad reconocida por todos: nos hemos acostumbrado a sobrevivir con una razón deconstruida y el cristianismo sigue siendo un metarrelato opresivo que hay que combatir. La religión se reduce sólo a cuestión de fe, un asunto que bien podría confinarse al ámbito privado, como un gusto personal o una excentricidad tolerable. De ahí nace la profunda incomprensión del fenómeno religioso para las mentes modernas y la torpe comparación que solemos establecer con otras religiones.
El islam y Occidente
El islam no dio a luz una razón ilustrada. Tampoco generó una revolución francesa ni un equivalente que desgajara lo espiritual de lo mundano. Ser musulmán no es sólo cuestión de fe— ninguna religión lo es—; es, ante todo, una forma de vida que se manifiesta en un comportamiento diario que requiere la aprobación de la ummah, la comunidad de creyentes. La fe, al fin y al cabo, es un inobservable, un asunto secundario frente a la práctica visible y colectiva. El islam posee una dimensión social y política tan incuestionable como ineludible, una realidad que el occidental no puede ver o prefiere ignorar. Mientras el cristianismo se replegó al terreno de lo individual y casi clandestino, el islam sigue siendo una fuerza que religa públicamente a sus miembros.
El atomizado Occidente no puede integrar a una comunidad tan férreamente cohesionada como la islámica sin arriesgarse a desvanecerse en el intento. El desafío no radica entonces en la integración bien intencionada de los otros, ni siquiera en posibilitar una mera coexistencia, sino en la supervivencia de una maltrecha civilización occidental que, erosionada por siglos de autocrítica y deconstrucción, apenas tiene ya fuerzas para seguir adelante: nuestro pensamiento es débil, la sociedad es líquida y los centros comerciales son ahora nuestros templos.
En nuestra obsesión por disolver las cadenas del pasado, tal vez hayamos terminado por desintegrar lo que nos sostenía. Y en ese desolado vacío, el islam, siendo en cierto modo un peligro, no es en puridad el peligro —las civilizaciones mueren por suicidio, no por invasión—, sino el espejo que refleja lo que hemos perdido y que nuestra Razón pura no ha conseguido recuperar: una certeza colectiva, un referente común y un sentido de pertenencia que trasciende al individuo. Nuestra alabada Razón, tan efectiva construyendo máquinas, ha sido incapaz de dotarnos de un alma.
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