Que un supuesto humorista tenga la ocurrencia de sonarse la nariz con la bandera nacional tiene diferentes explicaciones. Algunas aluden a ciertas intenciones políticas, donde la irreverencia hacía los símbolos e instituciones nacionales no sería una actitud inocente, sino calculada: la de socavar el régimen constitucional para imponer un nuevo orden. Otras, sin embargo, apuntarían a la irreverencia de la que gustan hacer gala determinados grupos respecto de determinados símbolos.
Estas dos explicaciones no son excluyentes, al contrario, son complementarias. La liquidación del orden constitucional necesitaría, además de operaciones políticas en la sombra, propagar actitudes con las que socavar el principio de autoridad. Y sonarse la nariz con la bandera es una de estas actitudes.
El sketch perseguía generar un efecto más profundo: deslegitimar un símbolo cuyo verdadero valor no es sentimental sino legal
Desde esta perspectiva, el supuesto humorista estaría diciendo la verdad cuando afirma que no tenía ánimo de ofender los sentimientos de nadie. En realidad, su sketch perseguía generar un efecto más profundo: deslegitimar un símbolo cuyo verdadero valor no es sentimental (aunque para muchos también lo sea) sino legal.
En las sociedades desarrolladas y democráticas, la bandera, más allá de representar sentimientos, es el emblema de una jurisdicción donde rigen determinados principios y leyes, derechos y deberes repartidos por igual que deslegitiman la violencia. Así pues, la enseña nacional representaría el imperio de la ley, un imperio de la ley que, además, estaría legitimado por los propios ciudadanos.
Por esta razón resulta especialmente insidioso sonarse la nariz con la bandera, porque no se pretende simplemente hacer escarnio de un sentimiento, sino que se persigue deslegitimar la autoridad de la sociedad que se reconoce en esa bandera.
Una subversión nada inocente
Habrá quien considere esta explicación exagerada. Después de todo, que un necio se comporte de manera irreverente no tiene por qué obedecer a una conspiración, puede ser simplemente porque es un patán social, nada más. Sin embargo, resulta evidente que, cuando símbolos muy concretos se convierten en blanco permanente de la mofa, el humorista, en el mejor de los casos, es el tonto útil, la correa de transmisión de una subversión nada inocente.
Ni las leyes ni la constitución surgen de sentimientos volubles, son los pilares sobre los que se asienta una sociedad que ha renunciado a la violencia
En realidad, argumentar que las constantes afrentas hacia la bandera son expresiones de sentimientos contrarios, sirve para convertir en subjetivas reglas que en realidad son objetivas, como las leyes y el orden constitucional. Ni las leyes ni la constitución surgen de sentimientos volubles, son los pilares sobre los que se asienta una sociedad que ha renunciado a la violencia.
No, que se suenen las narices con la bandera, la quemen, la arranquen de las fachadas de los ayuntamientos, la excluyan de despachos oficiales y de instituciones públicas, no es ninguna broma, sino una estrategia con la que se pretende socavar el orden constitucional. Por eso hacer escarnio de los símbolos nacionales es una práctica habitual.
De hecho, hasta ayer mismo lo contestatario era respetar la bandera. Afortunadamente, la asonada independentista tuvo un efecto no previsto: la bandera se volvió omnipresente. Algo que, paradójicamente, resulta una ofensa intolerable para los falsos amantes de la sátira.
Destruir, no reformar
Desde este mismo medio hemos argumentado que nuestra democracia es francamente mejorable, y también nuestra constitución. Sin embargo, una cosa es reflexionar sobre los problemas del modelo político y las posibles soluciones y otra muy distinta denigrar de forma sistemática el modelo institucional, proponiendo a cambio repúblicas de dudosa condición.
Lo que persiguen es generar un vació de autoridad que les permita acaparar el poder y ejercerlo a voluntad
Al fin y al cabo, si las instituciones no funcionan correctamente, se debe al abuso partidista. Y mejorarlas no consistiría en suprimirlas, sino en ver la manera de que los partidos cumplan su función original. Esto se aplicaría también a la Monarquía. Una institución cuyas bondades o defectos están muchas veces más relacionados con personalismos que con la monarquía en sí misma.
Las instituciones en sí mismas no son buenas o malas, eficientes o ineficientes. De hecho, en el mundo coexisten repúblicas catastróficas y monarquías parlamentarias exitosas. Las instituciones funcionan bien o mal en función de razones diversas y profundas. Y esta evidencia debería servirnos de advertencia frente a quienes defienden que el remedio a todos nuestros males pasa por la liquidación del actual orden constitucional. En realidad, con esa supresión lo que persiguen es generar un vació de autoridad que les permita acaparar el poder y ejercerlo a voluntad. La historia está jalonada de este tipo de engaños. Y no, no son ninguna broma.