Queda lejos el comienzo de  este milenio cuando los medios sociales en la red eran en su mayoría servicios genéricos a los que el usuario acudía o se suscribía para hacer un uso, pasivo o activo,  o formar un grupo que cada cual, y nadie más, decidía. Con la web 2.0, como bien sostiene Manovich, los servicios online se convirtieron en canales interactivos programados con un objetivo concreto, algo así como si pasáramos de una distribución de agua por cañerías a la recepción de agua embotellada. O dicho de otro modo,  el servicio se había convertido en  una vigilada codificación de las relaciones.

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Unas relaciones sociales que en la medida en que están conectadas  codifican sus actividades, formalizan sus acciones. Un conjunto de plataformas que dominan el mercado y gestionan el escenario de las rutinas de sus usuarios habituales. La transformación de estas conexiones en sistemas de cifrado ha sido la gallina de los huevos de oro para Facebook y Google, entre otros. De modo que la sensación de gratuidad es bastante confortante a pesar de que el usuario se convierta en producto. Algo que se da por hecho o no se quiere reconocer.

Las infraestructura de internet, por mucho que nos pese, no son servicios públicos, son compañías privadas que tienen sus condiciones y reglas, siempre respetando la legalidad. Cada cual decidirá si quiere poner en sus manos sus derechos y libertades

El control cada vez mayor que tienen las grandes plataformas tecnológicas dejó de ser una novedad, ya es parte de una evidencia. Hace cuatro años, José van Dijck publicó “La cultura de la conectividad”. Esta investigadora holandesa coloca el dedo en la llaga cuando describe el movimiento de centralización y control que pusieron con velocidad crucero las principales plataformas, aunque su análisis se centra en Facebook, Twitter, Flickr, YouTube y Wikipedia, sus conclusiones son perfectamente exportables a la mayoría.

Explica una socialización mediada por la tecnología en la que unos usuarios conectados establecen unas relaciones humanas  cuyo capital social son los datos. Lo interesante de su propuesta es conocer como esta conectividad funciona en torno a determinadas opciones, no solo los me gusta y sus caprichos que conforman una enorme masa de información-mercancía, controlada por un puñado de plataformas, que supera los intereses de sus usuarios.

Las sombras de los algoritmos como sugerente distracción

No se trata de atribuir intenciones “conspiranoicas” a los algoritmos, sino de comprender que esta “socialización” no es natural, pero modifica la comunicación, afecta a la calidad de la información condiciona el modo de relacionarnos, también coevoluciona con el uso. De modo que el debate que plantea Dijck no es si perderemos nuestra condición humana a causa de esta conectividad cada día más automatizada y centralizada, sino cómo y con qué rumbo se construye ese conjunto de interacciones sociales, mediadas y filtradas por la tecnología.

El GAFA tecnológico, formado sustancialmente por Google, Apple, Facebook y luego Amazon, vendieron hace una década la primavera de la participación ciudadana, con la filosofía del compartir como bandera de la libertad de expresión. Solo una década después esas promesas han quedado reducidas a un triste  emoticon del control y la autopromoción. Como ese espejo en el que cualquiera quiere verse reflejado con su mejor perfil. Parece que posmodernidad ha encontrado el mejor cobijo para nutrir y expandir su relato. El producto temporal que sustancian las redes sociales es un inmediato presente, una efímera caricia en el ego de cada cual, un sumidero por el que escapa irremediablemente la energía.

Hartos de la programación televisiva, hastiados con la ficción adoctrinada de las plataformas, se puede acudir a media docena de sitios para encontrar la película que se busca, pero este sencillo ejercicio precisa de un conocimiento previo para hacer la elección adecuada, o para que lo elegido no responda a un banal pasatiempo.

Este conocimiento inútil que tanto prodigan las redes sociales, se caracteriza en gran medida por la mentira, como ya anticipara sin internet, Francois Revel. Es fácil encontrar diferentes estudios en la red que explicitan las diferentes campañas de manipulación de la opinión pública. La mediación útil del Big Data no está al servicio del individuo, se establecen patrones y nichos en los que se diseñan grupos diferenciados bien por el idioma, religión, orientación sexual o ideología, de manera que su existencia y prevalencia será directamente proporcional a la eliminación del grupo contrario.

La fragmentación de las redes, lo efímero de su intensidad, en su producción y consumo, exigen un anclaje, un contexto. La fragmentación es el combustible de la desinformación en la red. Todavía no se entiende que el lector en la web no solo necesita una correcta escritura, como en cualquier otro soporte, también necesita información en contexto. Del mismo modo que siempre hemos reclamado pie de foto en las imágenes, contextualizar exige contrastar fuentes, evitar las polarizaciones. Es lo que ajusta un sentido sin sesgos ni cortinas de humo que distraigan de lo esencial.

Pero esto no interesa. Supone un rigor y una profesionalidad que hoy es una rareza, requiere un esfuerzo que tampoco el usuario está muy dispuesto a asumir. Es cierto que no somos ahora con la comunicación digital los mismos que antes de la irrupción de las grandes plataformas, tanto las redes como nosotros seguimos cambiando.

Esta coevolución, plantea Dijck, funciona con múltiples tensiones. En este reciente artículo, se aborda la suspensión de las cuentas de Trump por parte de Twitter y otras plataformas, Guadalupe Sánchez analiza el asunto, señalando la naturaleza polémica desde el punto de vista jurídico. Se produce una colisión de derechos como la libertad de expresión y la libertad de admisión, dado que son empresas que como tales tienen libertad empresarial y por consiguiente derecho de propiedad.

Del mismo modo se puede entender que la privación de estas cuentas u otras a usuarios que discrepan de la corriente establecida, incluso de los criterios dictados por la propia empresa, son un ejercicio de censura. Si las plataformas afirman que no responden civilmente de los contenidos que publican sus usuarios, con mayor motivo. Con un enorme control e influencia, este poder no está exento de responsabilidad entre la que se debiera encontrar la defensa de la libertad de expresión.

El derecho a la libertad de expresión y el derecho de admisión, cuando se habla de empresas privadas no es el único conflicto posible. Ahí tenemos sin que nadie por ahora ponga el cascabel al gato, el derecho que todo usuario tiene a mantener su privacidad, expuesto en la Constitución española: “La ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos”, avalada y confirmada por la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos y Garantía de los Derechos Digitales, que incorpora a su objeto la de “garantizar los derechos digitales de la ciudadanía conforme al mandato establecido en el artículo 18.4 de la Constitución”.

Un derecho que las plataformas se saltan olímpicamente, y que muchos usuarios están dispuestos a relativizar. Por tanto, la tensa relación entre plataformas y usuarios, entre lo que éstos hacen y quieren, y lo que necesitan y pretenden, choca con frecuencia y bruscamente con los intereses corporativos.

Las infraestructura de internet, por mucho que nos pese, no son servicios públicos, son compañías privadas que tienen sus condiciones y reglas, siempre respetando la legalidad. Cada cual decidirá si quiere poner en sus manos sus derechos y libertades. ¿Estamos ante un conflicto abierto e indefinido entre usuarios y plataformas? No lo creo, probablemente sean más visibles próximos pactos entre unas y otras, y lo más preocupante, las manos de los diferentes estados y gobiernos no querrán perderse el suculento bocado.

Foto: Hani Pirzadian.


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