El otro día escuché una conversación entre varias personas mayores, un matrimonio anunció que en cuanto pudieran, querían celebrar sus bodas de oro, cuando alguien les preguntó como se habían aguantado tantos años, la respuesta fue rápida y clara: con respeto y cariño.
Hace tres días, era una mañana de fuerte cierzo en Zaragoza, algo bastante usual, estaba en una terraza tomando un café con dos personas que sumando sus años no llegarían a los sesenta. Hablamos de lo deprisa que evoluciona todo, de la necesidad de adaptarse a los cambios. Enseguida pasamos a las relaciones y los posibles compromisos entre unos y otros, en los que lo normal era el no compromiso, porque cada uno tiene su proyecto, su sueño de autorrealización.
La incertidumbre ha reemplazado el vínculo a medio y largo plazo, ha abierto un sumidero para muchos posibles proyectos individuales, de vida de pareja o en familia, aquellos lazos tradicionales anclados en la iglesia, escuela y la propia familia, ya casi desaparecidos
No creo que las dos situaciones correspondan solo a una diferencia generacional. La incertidumbre circula entre lazos frágiles, puede que en cierta medida sea debido al impacto de las redes sociales, con su imparable demanda de inmediatez, puede que por la necesidad de cubrir vacíos, por la falta de vínculos estables y duraderos. La familia, tradicional núcleo de afectos y vínculos, ha quedado diluida en un sinfín de formatos y tipos, la ausencia de una paternidad y una maternidad es posible que sea una de las causas más notables de la evidente carencia de vínculos en la actualidad.
Mari Eberstadt lleva varias décadas investigando este asunto, en su libro “Gritos primigenios. Cómo la revolución sexual creó las políticas de identidad” describe el adiós a la familia y sus efectos en una creciente pandemia, la soledad. “Esta soledad es una nueva pobreza humana. Abunda en sociedades inundadas de riqueza material, en lugares donde, en la década de los sesenta, las tasas de divorcio aumentaban, las tasas de matrimonio bajaban y las cunas eran menos necesarias”. No hay que ser un lince para observar, que entre los bastidores del aislamiento y la soledad, el sentido de la familia nuclear, también ha sido torpedeado por la refriega de la anticoncepción y el aborto, opciones que pretenden atrapar como un trofeo los sueños de autorrealización personal. Sus resultados, como indica gráficamente Eberstadt, los tenemos delante: avanza una generación de ancianos, “ que al final de sus años no solo son sin dientes, ni ojos, sino sin cónyuge, sin hijos y sin nietos”.
El denominado patriarcado perdió su dimensión como modelo sociocultural, con lo que asistimos desde hace varias décadas, a un cóctel muy dinámico formado por las consecuencias de la revolución sexual de los años sesenta, más una posmodernidad que justifica su existencia en la relatividad de los valores y la necesaria licuación de la cultura, por ahí está Bauman, pero que ya ha pasado de líquida a gaseosa. De este modo, la familia reinventada adquiere innumerables configuraciones, no creo que tuviera espacio en esta columna para hacer su completa y extensa enumeración.
Existe cierto consenso entre los estudiosos del asunto (Eiguer, A. 2000; Darchis, E. 2000; Birman, J. 2007), que afirman que la construcción de los lazos familiares, en particular los referidos a la paternidad, favorecen la aparición de unos síntomas como la discontinuidad y fragilidad de las relaciones, que describen la sociedad actual. Una precaria autoridad, también avalada por los modelos educativos institucionales, que reflejan una precaria función parental, tanto en la exigencia y conveniencia de unos límites, como en la formación de unos referentes simbólicos en la familia, algo que los que entienden de psicología acuerdan que son necesarios para la construcción del sujeto.
Esos espacios de afecto e intercambio que se producen en la construcción de las relaciones paternas, fraternas, asentadas en la conyugalidad, parecen la base de unos vínculos, tan necesarios como inexistentes. La incertidumbre ha reemplazado el vínculo a medio y largo plazo, ha abierto un sumidero para muchos posibles proyectos individuales, de vida de pareja o en familia, aquellos lazos tradicionales anclados en la iglesia, escuela y la propia familia, ya casi desaparecidos.
El trabajo, las relaciones, los proyectos, la cultura, han reemplazado la garantía de continuidad por modelos de contingencia, miedo al compromiso, que cuestionan las instituciones tradicionales que antes lo predicaban y/o lo ejercitaban, como la familia, la iglesia, la escuela. La reducción de la estructura familiar tradicional ha conseguido distanciar más a hombres y mujeres, debida y estratégicamente motivado por las políticas de género, aumentando la desconfianza entre unos y otras.
La secularización ha banalizado o eliminado los necesarios vínculos que, sea la religión que sea, aunque ahora me refiero al tan denostado cristianismo, precisa la trascendencia y la conciencia de un Dios que da sentido a la vida del creyente. La escuela también debiera ser un lugar privilegiado para cultivar los vínculos del compañerismo y la amistad, para tomar conciencia de unas raíces históricas que nos unen y que tienen sus grandes referentes en Grecia y en Roma. Pero entiendo que esto es una ilusa pretensión, cuando, sin ser tan ambiciosos, la historia de España está cuarteada y a la deriva en un desencajado puzle de nacionalidades, y en una didáctica convertida en adoctrinamiento.
Foto: Jen Theodore.