El mundo académico supone la primera degradación de la cultura (parte II de este artículo). Con todo, todavía se ven aspectos positivos en la cultura administrada por las universidades. Cierto que no es producto de primera calidad, ni siquiera en las universidades más prestigiosas que viven de la pompa de un prestigio inflado por la propaganda, pero sí hay una seriedad, unas formas de erudición, un rigor en la información que no se ve en las siguientes degradaciones de la cultura, empezando por la promovida por los medios de comunicación: la clásica prensa en papel o actualmente en formato digital, la radio, televisión, etc.

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De esos vendedores, filtradores y adulteradores de la información llamados periodistas, cabe señalar muchos males. Agitadores a sueldo, brazo izquierdo del poder político y aliados con las causas que dan pingües beneficios a los dueños de tales medios, haciendo sonar las nueces más fuerte para vender más copias de unos periodicuchos, o subir los ratios de audiencia de algunos programas. Los grandes medios de comunicación de masas —es decir, los que mueven la opinión de la gran mayoría de los votantes— están vendidos a alguna de las fuerzas políticas mayoritarias. Este tipo de situaciones sucede en todos los medios más importantes del ámbito nacional.

La libertad de la prensa como ideal puesto en manos de algunos ilustrados de buenas intenciones abrió vía libre a los poderes para competir entre bastidores por la compra de la prensa. La prensa no propaga, sino que crea la opinión libre, y lo que la prensa no cuenta no existe

Ya en el siglo XVIII se descubrió en Inglaterra el ideal de la libertad de prensa y, al mismo tiempo, que la prensa sirve a quien la posee. La libertad de la prensa como ideal puesto en manos de algunos ilustrados de buenas intenciones abrió vía libre a los poderes para competir entre bastidores por la compra de la prensa. La prensa no propaga, sino que crea la opinión libre, y lo que la prensa no cuenta no existe. El filósofo Jean Baudrillard ha señalado que, en una época en la que los medios de comunicación están por todas partes, se crea una hiperrealidad: la cadena de imágenes retransmitidas de una guerra o de cualquier evento quedan como representación ante el pueblo de la realidad misma. Bien señalaba también el filósofo Jürgen Habermas que la opinión pública en una democracia no se configura mediante debates abiertos y racionales, sino a través de la manipulación y del control ejercido por la publicidad en los medios de comunicación.

“¿Qué es la verdad? Para la masa, es la que a diario lee y oye. Ya puede un tonto recluirse y reunir razones para establecer ‘la verdad’: seguirá siendo simplemente su verdad. La otra, la verdad pública del momento, la única que importa en el mundo efectivo de las acciones y de los éxitos, es hoy un producto de la prensa. Lo que ésta quiere es la verdad. Sus jefes producen, transforman, truecan verdades. Tres meses de labor periodística, y todo el mundo ha reconocido la verdad. Sus fundamentos son irrefutables mientras haya dinero para repetirlos sin cesar. […] Cuando se le da rienda suelta al pueblo —masa de lectores— se precipita por las calles, se lanza sobre el objetivo señalado, amenaza, ruge, rompe. Basta un gesto al estado mayor de la prensa para que se apacigüe y serene” (Oswald Spengler, La decadencia de Occidente).

Mas no todo en la prensa es política, y abundan en ella también las páginas culturales. También en otros medios de comunicación se reservan buenos espacios para documentales o noticias relacionadas con el mundo de la cultura. Y aquí es donde entra la segunda degradación, una vulgarización conocida como “popularización”, donde el lema principal es degradar y quitar todas las aristas a los temas culturales que requieran una formación intelectual y un hábito de pensar cuestiones complejas, para que cualquier paleto del último rincón del planeta pueda entenderlo, o creer que entiende algo. La cultura como espectáculo nace también de estas acciones, y el ciudadano medio puede entretenerse leyendo noticias sobre fantásticos descubrimientos científicos, indagaciones históricas, novedades artísticas y… en fin, una amalgama de posibilidades para que el irrespetable público pase el rato y llene su cabeza de pájaros con los que luego hacerse el “enterado”. Esa idea falaz de que el periodismo es una fuente de información veraz y objetiva destinada a un público inteligente no tiene más propósito que la adulación mutua de periodistas y lectores a fin de promover el negocio de los medios.

Esta pseudocultura creada por y para pseudointelectuales ya fue reconocida como tal desde hace largo tiempo. Cabe traer a colación una cita del filósofo del eterno retorno:

“En el periodismo culmina la auténtica corriente de cultura de nuestra época, (…) aun sabiendo que, apenas se arrojara una simiente de cultura auténtica, pasaría por encima de ella inmediata y despiadadamente la apisonadora de esa pseudocultura” (Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas).

La popularización engendra dos terribles vicios en la profesión periodística que desvirtúan enormemente su labor cultural: 1) superficialidad, 2) fugacidad. El primer aspecto viene dado por la supresión de desarrollos de los detalles, algo en lo que abunda la academia, ese ir al grano que al final se queda en un aperitivo para gallinas y que deja hambrientos a los que están acostumbrados a leer largas horas libros de gran enjundia. Escribir en un artículo limitándose a dos mil o pocas más palabras supone para el periodista quitar toda sustancia y quedarse en la cáscara del fruto, y para el lector olisquear un plato sin poder meterle el tenedor. Calderilla son las reflexiones periodísticas, cosa muy menor. Y al ser una cosa de tan poco valor, lleva consiguientemente a la fugacidad, a la cultura de usar y tirar, de leer hoy una noticia, mañana otra y no acordarse el lector de lo que se escribía la semana pasada. El periodismo no se nutre de las mentes intelectualmente más lúcidas, pues todo lo tocan superficialmente y con rapidez, lo que no permite profundizar en nada. Cierto que llega a muchos lectores una reflexión publicada en un periódico, pero de los muchos miles o millones de ellos, casi ninguno recordará con mayor interés lo que haya leído pasados unos días. Como no sea como propaganda de un libro o un evento cultural, cumpliendo una función tal cual cartelera de cine, la labor de pensamiento y creación intelectual de la prensa y medios audiovisuales es farándula que arde rápido y con mucho ruido y luces para extinguirse en breve, y nada queda de ella con el paso del tiempo.

La propia elección de temas a desarrollar en los medios es de carácter populista y amarillista, con preferencia por llegar a los muchos en detrimento de las alturas intelectuales. Publicar en la prensa noticias morbosas, para un público inculto y ávido de morralla, es propio del circo al que nos tienen acostumbrados los medios.

Es de señalar también la caída acelerada de la calidad de una buena parte de los medios en las últimas décadas, sobre todo los audiovisuales, en un mundo que va a la carrera por el precipicio de la vulgaridad y en el que la prensa, radio y televisión deben competir en el mercado de las ratios de audiencia o de la tirada en papel o visitas por Internet. Rodeados de propaganda mercantil que todo lo ensucia, afean el espíritu del hombre con sus bajezas mercantilistas. Se da el populismo también en las cadenas públicas, algunas sin propaganda pero que deben justificar su existencia nutrida de impuestos en la cantidad de personas que las siguen. Puede que en otros tiempos se abogase por una televisión que transmitiera al pueblo cultura y lo sacara de su barbarie, en una especie de despotismo ilustrado que aboga por dar lo que se cree que es mejor pero sin preguntar “pueblo, ¿qué queréis?”. Hoy sin embargo el pueblo inculto es el déspota que manda y elige sobre los medios: a aquellos que no ofrecen la suficiente bazofia los castiga con un menor consumo, pérdida clientelar de anunciantes o desconfianza institucional en el caso de organismos públicos, que miran con sospecha de inutilidad aquello que no está al servicio de las demandas del pueblo llano de votantes.

Hace algunas décadas en España, era común que hubiera en las franjas horarias de mayor audiencia un amplio surtido de algunas de las mejores películas de la historia del cine, incluso existiendo pocos canales. No es por tanto infrecuente entre los nacidos antes de 1980 tener un público que conoce lo más destacado de las artes cinematográficas. Sin embargo, esto ha cambiado muy rápidamente

Esto, junto con la acción propagandista política dentro de la ideología de cada cual, son los dos principios fundamentales que acompañan la singladura de los medios en nuestras naciones democráticas neoliberales. No son más que un reflejo de la estructura social político-económica. Hoy en día las cadenas son dadas a divulgar el catecismo de la postmodernidad con ideología de género o su ideario progre, pero se adaptarán como cuerpo sin alma, sin carácter, a cualquier coyuntura social.

No es que el cine sea lo máximo de lo máximo entre las expresiones culturales de la humanidad, pero ha recibido gran atención por parte de los medios de comunicación por ser un arte muy popular, de manera que salen en estos cada poco directores o guionistas o actores a expresar lo que han querido contar con su trabajo —usualmente obras de puro entretenimiento—, como si se tratara algo que abre nuevas puertas a la luz y el espíritu. Miles de intelectuales o creadores hay hoy en día de más valor que los artesanos cineastas, pero no tienen relevancia en los medios sus motivaciones o “lo que han querido contar” por no acercarse a la industrial cultural para las masas, en la que la prensa juega un papel fundamental como engranaje del movimiento mercantil. Con todo, sí que hay en el séptimo arte algunas obras de gran mérito y profundidad que propiamente se pueden llamar cultura antes que circo. Sin embargo también el mundo del cine tiene su decadencia, y su calidad media lleva varias décadas en caída libre.

Un ejemplo notable de declive cultural en los medios es el relacionado con la emisión de largometrajes en la televisión. Hace algunas décadas en España, era común que hubiera en las franjas horarias de mayor audiencia un amplio surtido de algunas de las mejores películas de la historia del cine, incluso existiendo pocos canales. No es por tanto infrecuente entre los nacidos antes de 1980 tener un público que conoce lo más destacado de las artes cinematográficas. Sin embargo, esto ha cambiado muy rápidamente, dado que hoy las cadenas casi exclusivamente emiten producciones de cine comercial de los últimos 20 años —en los que se encuentran muy pocas joyas del cine—, como no sea en ocasiones especiales como las clásicas de Semana Santa o Navidades, y no es raro hoy en día encontrar algún millennial que nunca ha visto una película de antes de su año de nacimiento. ¿Es el pueblo el que demanda películas actuales comerciales? Más bien cabe sospechar de la presión de las productoras actuales del cine, que pujan por colocar sus bodrios en las televisiones para seguir manteniendo en marcha su industria, mientras que los clásicos no mueven tanto dinero entre los intermediarios. No obstante, el círculo vicioso se produce: una vez se educa a la población a consumir basura, ésta pide más basura y rechaza la calidad artística.

También, con la agilización de las comunicaciones por Internet, se ha impuesto en la prensa escrita por medios digitales una evaluación continua de los lectores mostrando su aprobación o desaprobación. Así, hoy en día, casi toda la prensa y revistas digitales, excepto unos pocos medios serios que tienen mejores criterios, ofrecen al lector de sus artículos la posibilidad de dejar sus comentarios on-line y/o valorarlos con un “Me gusta” o “no me gusta”. Tienen gran éxito estas opciones de evaluación popular, dado que la mayor parte de los lectores no pueden desarrollar una crítica más allá del decir blanco o negro, me gusta o no me gusta, y tampoco tienen tiempo ni suficientes neuronas para pensar y escribir algo más profundo. Parece que eso aumenta el número de lectores, porque al vulgo narcisista le gusto ser oído aunque no tenga nada inteligente que decir, y no sólo escuchar. Gracias a estas nuevas tecnologías, los lectores pueden celebrar o destrozar una noticia en cuestión de minutos. Nunca como antes el medio ha podido identificar exactamente lo que quiere su lector, y nunca como antes el lector tiene la capacidad de poder elevar una noticia a ser el tema del día o condenarla al olvido en muy breve lapso de tiempo desde su lanzamiento. A los condicionamientos de los políticos y los intereses económicos, hay ahora que añadir la tiranía de los clicks realizados por hordas de descerebrados que se comportan como suscriptores caprichosos.

Esta hiperdemocratización de la cultura está llevando a forzar los contenidos hacia gustos de las mentalidades más plebeyas, que son mayoría en nuestra sociedad. Incluso, un medio tradicional como el The New York Times ha tenido que pedir disculpas a los lectores por publicar un artículo de opinión políticamente incorrecto que los lectores ofendiditos condenaron y criticaron en las redes, originando la mayor caída histórica de subscriptores en un tiempo record. No es novedoso el cómo los medios de mayor impacto son controlados por poderes económicos y políticos que indirectamente dependen de la opinión pública, pero sí es nueva la inmediatez de la respuesta de los lectores y cómo el cuarto poder se arrodilla ante el poder de las masas para elevar o hundir un medio en cuestión de días. Es una “rebelión de las masas” —utilizando la expresión acuñada por Ortega y Gasset en su obra homónima— magnificada y acelerada por las tecnologías actuales, lo que convierte nuestros tiempos en una auténtica tiranía de las turbas, ante las que se arrodillan políticos, periodistas, jueces y lo que se ponga por delante.

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Ésta es la parte III de la serie “Las tres degradaciones de la cultura”. Partes I, II en anteriores publicaciones y Parte IV en próxima publicación de disidentia.com.  Exposiciones más extensas del autor sobre el tema en los capítulos “Vulgocracia” y “La industria cultural” (caps. 13-14  [3-4 del vol. II]) de Voluntad. La fuerza heroica que arrastra la vida.

Foto: Murai .hr.


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Martín López Corredoira
Martín López Corredoira (Lugo, 1970). Soy Dr. en Cc. Físicas (1997, Univ. La Laguna) y Dr. en Filosofía (2003, Univ. Sevilla) y actualmente investigador titular en el Instituto de Astrofísica de Canarias. En filosofía me intereso más bien por los pensadores clásicos, faros de la humanidad en una época oscura. Como científico profesional, me obstino en analizar las cuestiones con rigor metodológico y observar con objetividad. En mis reflexiones sociológicas, me considero un librepensador, sin adscripción alguna a ideología política de ningún color, intentando buscar la verdad sin restricciones, aunque ofenda.