En el mismo plano de la actualidad en el que aparece la preocupación de los españoles por los enredos de los culebrones de la tele (Google ha mostrado que en este tiempo de dura pandemia lo más buscado por nuestros compatriotas se relaciona con uno de esos programas), las portadas de la prensa han recogido episodios de lo que hemos dado en llamar transfuguismo y algunas noticias de lo que se supone habrían de ser sonoros fichajes de los partidos. No diré yo que el modelo de comportamiento de los manoseos de la tele y el de los arreglos políticos sean similares, entre otras cosas porque el respetable parece celebrar las conquistas y los requiebros sentimentales, por llamarlos de algún modo, de las figuras catódicas mientras juzga con el ceño fruncido las supuestas deslealtades políticas. Nuestro Savonarola ha llevado, o eso ha dicho, a los tribunales a ciertos tránsfugas seguro de que de ese modo se ponía al frente de la indignación popular por conductas tan aviesas, pero vayamos por partes, apartando la mirada de los comportamientos ligados a las secreciones para fijarnos más en las conductas que condena el inquisidor general.
Para empezar, que un parlamentario se tenga que atener siempre y en toda circunstancia a la obediencia debida, la famosa disciplina de partido, es un abuso moral sobre la libertad política. Es incoherente tener cientos de personajes electos para que todos ellos mantengan siempre una conducta preestablecida por el alto mando. Para eso, nos podíamos ahorrar un centón de instituciones representativas y decidirlo todo entre cuatro, los líderes respectivos arropados por amplísimas cohortes de asesores y cortesanos sin otra obligación que servirles de escabel para hacer más patente el brillo de su sapiencia. Como este modelo resulta del todo absurdo, hay que deducir que los representantes populares debieran tener el derecho, y la obligación, de decidir en conciencia, y, en determinados casos, la capacidad de impedir ciertas operaciones de estado mayor, en especial cuando no se les tiene en cuenta. La moral imperante es, como corresponde a una hipocresía monumental, la contraria y por eso nuestro Savonarola está seguro de que quienes cambian de partido, a no ser que sea para unirse al suyo, son viles mercaderes y han de ser castigados con severidad por los jueces.
Por desgracia, la mayoría de los casos de transfuguismo y de fichaje podrán ser explicados en función de motivaciones muy poco nobles, pero no debiéramos acostumbrarnos a considerarlos como algo inequívocamente perverso, en la medida en que esa consideración representa por lo general una hipocresía todavía mayor que la que pretende condenar
Claro es que en la práctica puede haber compras de voto, pero esa misma idea es dependiente por entero de la práctica de una disciplina en la que no cuente la razón ni la conciencia de nadie, en la que cualquier discrepancia sea una traición. No cabe mayor confusión de la política con la guerra que esa identificación, y no es difícil entender que la política tiene que ser algo distinto a la violencia de la guerra. Más allá de cada caso, hay que reconocer que sería preferible que los electos pudiesen actuar en conciencia y no solo por disciplina, y que se sintieran más ligados a quienes les votaron que a sus jefes, pero ese es un ideal largo de alcanzar todavía para nosotros.
Fijémonos ahora en un aspecto complementario de esta cuestión que se pone muy de moda ante las convocatorias electorales: los fichajes de figuras notables con la intención de arrastrar el voto de sus supuestos seguidores. Hay dos tipos distintos de fichajes, los de figuras populares, toreros, actores, modelos, deportistas etc., y los de figuras políticas encuadradas en otra formación que se supone llevan sus votos a su nueva firma política. Lo primero que cabe decir de unos y otros es que son bastante inútiles desde el punto de vista del voto. Podría poner decenas de ejemplos de esta inutilidad, algunos bien recientes, pero me fijaré en un caso bastante paradigmático, con perdón por el palabro. En 1982, un nuevo partido, el CDS, se presenta a las elecciones con un fichaje espectacular, nada menos que con Adolfo Suárez, expresidente del Gobierno y de la UCD que estaba, desde muchos puntos de vista, en el cénit de su notoriedad, era el líder que había ganado dos elecciones generales seguidas, había dirigido con éxito el proceso de transición y había dado una espectacular muestra de gallardía ante la intentona tejeril del 23F. Resultado, dos diputados. No quiero insistir en los ejemplos, pero me atrevo a desafiar a cualquiera a que me presente un caso contrario a la tesis, una sola convocatoria en la que un fichaje haya supuesto la menor convulsión electoral.
Si así es la cosa, ¿porque se persiste en una política tan poco productiva? Admito que la respuesta puede no estar del todo clara, pero hay tres factores que, sin duda, influyen: el primero es la necesidad de llamar la atención, el segundo es dar muestra de quién manda, porque los fichajes suelen ser ocurrencia de líder que quiere mostrar su dominio de las listas, el tercero es tratar de combatir el desprestigio de las organizaciones partidarias, de todas ellas sin excepción, haciendo ver que resultan atractivas para personajes de cierta importancia.
Por desgracia, la mayoría de los casos de transfuguismo y de fichaje podrán ser explicados en función de motivaciones muy poco nobles, pero no debiéramos acostumbrarnos a considerarlos como algo inequívocamente perverso, en la medida en que esa consideración savonarolesca, representa por lo general una hipocresía todavía mayor que la que pretende condenar, porque, en el caso de los llamados tránsfugas, supone una dictadura absoluta del poder organizativo sobre la libertad política de los electos.
En el caso de los fichajes, cuando son, como es lo habitual, fruto de la improvisación y el afán de notoriedad, la práctica resulta que, además de ser de dudosísima eficacia electoral, deja a los píes de los caballos a personas que podían aspirar a esa posición en virtud de su trabajo y de sus méritos, al menos en el caso ideal, y destruye con enorme eficacia cualquier atisbo de ética organizativa. Suele ser el apaño y la chapuza puestos al servicio del afán desordenado de poder con olvido de cualquier mínimo respeto a una organización partidaria que hay que suponer democrática y desinteresada, aunque eso sea mucho más un ideal que algo constatable, pero el mero gesto del fichaje denuncia una bajísima estima del trabajo político de los afiliados y del esfuerzo de los líderes de un nivel más bajo.
Para terminar, los fichajes de tránsfugas incurren en el error más tonto que se puede cometer en política, suponer que los votos son propiedad de alguien distinto a los ciudadanos y que se puede traficar con ellos mediante operaciones de imagen, en resumen, la experiencia demuestra su inutilidad y una mínima teoría da cuenta de su endeblez política. Solo si se cree que todos los ciudadanos son tan necios como para confundir la política con un reality show tiene un mínimo sentido una práctica tan tonta. Y es verdad que muchos ciudadanos pueden tener una idea telenovelesca de la política, pero no son, por fortuna, mayoría y más bien prefieren seguir viendo la tele que ir a votar, sobre todo si, por ejemplo, llueve.
Foto: Marta Jara.