La engañifa no es nueva y está bien montada. La Libertad de movimientos lleva décadas supeditada a la posesión de un papel o, en los tiempos modernos, una libretita. En ella se recogen nuestros datos y en ella sellan, al paso por cada frontera, nuestra entrada y nuestra salida. Es algo normalizado y que vemos de forma natural. Coleccionar sellos de lejanos países es algo a lo que todos los que gustamos de viajar jugamos. Yo mismo aseguro que poseo el último sello que se puso en el aeropuerto Varsovia a un español. No hay forma de poder demostrarlo, pero no voy a empezar a mentirles estas alturas. Aún recuerdo la cara de estupefacción de aquella hermosa aduanera de Sao Paulo, cuando cinco o diez minutos después de cuñarme el sello de entrada a Brasil, hacía lo propio con el de salida.

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No sé si alguna vez se han preguntado por la utilidad real del sistema. Esos que llaman “sin papeles” – me niego a llamar ilegal a nadie – carecen de él y por lo tanto están fuera del sistema. Es conocida por todos la existencia de la multitud de emigrantes que en EE.UU. viven sin la nacionalidad o la residencia, si la famosa Carta Verde, labrándose un porvenir, incluso pagando sus impuestos. Aquí eso es más complicado, porque la asfixia del Estado a los ciudadanos es sensiblemente mayor. La libretita no es más, por lo tanto, que uno de los múltiples modos en los que el sistema intenta controlarnos y mantenernos a raya.

¿Se imaginan que tras chequear que no tienen ningún virus en la puerta de la marisquería les impidan la entrada porque según su pasaporte alimentario tiene el ácido úrico un poco alto?

La venta y el trágala se producen ofertando seguridad al mismo precio. Aunque parece que hoy el racismo tiene peor prensa, no son pocos los que denostan al extranjero por el mero hecho de serlo, por su color o su religión, repartiendo culpas colectivas a individuos que no tienen por qué cargar con ellas. El propio Estado les da la razón, pidiendo fe de vida a la entrada. Mejor colgarles un sambenito al entrar que tener que arrepentirse más tarde. Lo curioso es que, como todas las leyes creadas por el hombre, las regulaciones fronterizas difícilmente pueden prevenir. Los terroristas islámicos no atentan solo en sus países de origen. No digo que no dificulten, pero lo que está claro es que son bastante imperfectas y que acaban por hacer aguas y muertos.

Establecida la dudosa racionalidad de protegernos por razón de procedencia mediante un pasaporte, está en estudio y ya implantándose en diferentes lugares por todo el planeta, la propuesta de protegernos, por razón de salud mediante un elemento similar que, curiosamente, en lugar de recoger todas las enfermedades infectocontagiosas o al menos una mayoría significativa, solo recopilará datos sobre una de ellas. Un dislate que hace las delicias delo gobernante totalitario mientras al ciudadano borrego le hacen palmas las orejas.

Ya ha quedado claro que el Estado puede discriminar por razón de raza o religión y también parece que empieza a ponernos bastante que lo haga por razón de salud. La Alemania nazi parece estar mucho más cerca que el siglo que casi nos separa.

Con una sociedad que camina hacia la exageración como modo de expresión cotidiana, cualquier peligro por inexistente que sea puede precisar de una necesaria prevención, no vaya a ser, y, por lo tanto, de pasaporte. Necesitaremos para empezar uno para controlar nuestra huella de carbono y así prevenir que cambiemos el clima sin pedir permiso y  otro que bien podríamos llamar pasaporte alimentario, que queda mucho más fino que aquella infame locución de “cartilla de racionamiento”, para impedir la obesidad infantil o geriátrica. Tan sencillo como inventar un miedo o una emergencia para cargarnos con un nuevo pasaporte en la mariconera. Sólo su imaginación, la de tantos y tanos líderes mundiales, es el límite.

Cierto es que del primer pasaporte al segundo han pasado muchos años, pero una vez dilatada la garganta de contribuyente, esta adquiere una simpar elasticidad y de repente pasan sin tocar pared carros, carretas y ruedas de molino. Cuando el preboste se percata de esta ley física es solo cuestión de tiempo que se saque de la manga transbordadores espaciales para que los deglutamos sin chistar. ¿Se imaginan que tras chequear que no tienen ningún virus en la puerta de la marisquería les impidan la entrada porque según su pasaporte alimentario tiene el ácido úrico un poco alto? Luego el coche no arranca porque sé pasaron de emisiones este mes y eso que el coche es un híbrido enchufable, que no pueden conectar a la luz porque está por las nubes, y ayer, me cachis en la mar, se les ocurrió encender el microondas, con las placas solares apagadas bajo la lluvia.

Quizá por vivir en esta sociedad crean que exagero. No voy a negar mis sesgos. Un de ellos es tirar del refranero, ese que dice que piensa mal y acertarás. Y yo empiezo a tener ya muchas ganas de equivocarme.

Foto: Lukas.


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José Luis Montesinos
Soy Ingeniero Industrial, me parieron autónomo. Me peleo con la Administración desde dentro y desde fuera. Soy Vicepresidente del Partido Libertario y autor de dos novelas, Johnny B. Bad y Nunca nos dijimos te quiero. Escribí también un ensayo llamado Manual Libertario. Canto siempre que puedo, en cada lugar y con cada banda que me deja, como Evanora y The Gambiters.