El presidente de los EEUU ha dicho durante una reciente intervención en la sede de la ONU que “el futuro no pertenece a los globalistas, sino a los patriotas”, una proclama que remite, acaso sin ninguna conciencia de ello, a una vieja contradicción en la historia del pensamiento, la que contrapone patriotismo y cosmopolitismo. Ser cosmopolita no es lo mismo que ser globalizador o globalista, pero hay que reconocer que el cosmopolitismo se parece más a la globalización que a su contrario trumpiano.
El cosmopolitismo ha tenido casi siempre muy buena prensa, en especial cuando se ha ejercido para combatir las miserias, siempre tan presentes como dolorosas, del terruño, los opresores vicios de cualquier tribu. La oposición a privilegiar el propio territorio viene de lejos, de la filosofía estoica, como mínimo, y ha tenido defensores de casi todos los colores, desde Kant hasta los revolucionarios (internacionalistas por definición) que se dieron cuenta muy pronto de que el rival capitalista no conocía ni patria ni prójimo, y así el Che se marchó a Bolivia a prender la mecha revolucionaria que ya creía bien segura en Cuba y en manos de los Castro, aunque vaya usted a saber lo que en verdad bullía en la cabeza de tal fusilero.
De cualquier manera, es seguro que resultaba más fácil ser cosmopolita cuando el mundo era lo suficientemente ancho y ajeno. Nuestro mundo ha dejado de ser lejano e indiferente para todos, de forma que puedes perder el trabajo en una empresa de apariencia y resultados brillantes, o los ahorros de toda una vida invertidos en ella, tan solo porque un emprendedor en no se sabe dónde ha tenido una ocurrencia que puede condenar al ostracismo a todo un sector. Por eso ya nadie presume de ser cosmopolita, la palabra ha caído en el olvido y se ha visto desplazada por globalista, una especie de improperio malsonante. La globalización funciona como ese efecto mariposa al que se refieren los cosmólogos, con el agravante de que cuando se experimenta el terremoto casi siempre se acaba por saber en qué selva aletea el perverso lepidóptero.
El mundo difícilmente va a ir mejor cerrando los ojos al tipo de progreso que nos ha traído hasta aquí, cerrando fronteras y cavando fosos, ni reales ni ideológicos
La globalización no es de hoy, ni mucho menos, pero ha terminado por amenazar a la metrópoli dominante porque la tecnología ha sacado a los chinos de su estupor, y hay muchos, tantos que el líder del imperio que más ha globalizado (las modas, los gustos, la música, y la tecnología) se tiene que hacer el rústico para ganar el voto de sus perdedores, de esa inmensa cantidad de norteamericanos que no son triunfadores ni gozan de las delicias de un Estado paternal, como el que otros hemos construido bajo el paraguas de la pax americana.
Esta globalización está socavando la eficacia de los sistemas políticos, porque el tamaño importa mucho más de lo que parece y hay sociedades en las que los políticos tardan en caer en la cuenta del caso. Las políticas aparentan ser omnicomprensivas, pero en realidad, lo que sucede es de algún modo lo contrario, los políticos se dejan contagiar del miedo, azuzan el recelo y se vuelven nacionalistas, que es lo que hacen los brexiters, los soberanistas catalanes y los trumpistas. Es una salida falsa, pero tiene clientela, porque el vicio político por excelencia, el vivere pericoloso de los que se ocupan de nuestros asuntos es el día a día.
La gran dificultad de la política consiste ahora en armonizar un patriotismo razonable, que no puede ser un arma arrojadiza contra el rival, ni puede estar a la defensiva, tratando de aislar los problemas y cerrar los ojos a lo inevitable, con el valor necesario para mirar de cara a las dificultades de fondo y de largo plazo. Lo contrario, es la falsa moneda del nacionalismo, una fantasía muy cara para los grandes y un absoluto delirio para los mínimos.
Cuando la política tiene que enfrentarse a exigencias de mucho mayor calado que las cuestiones de que tienden a ocuparse los periódicos es una cobardía crecer a base de arracimarse contra lo que viene de fuera. No solo es que los políticos saben lo que hay que hacer, pero no se atreven a decirlo porque perderían elecciones, es que la política se ha vuelto más difícil de lo que era y es una asignatura que no aprobarán los mediocres por muchas tesis fake que coleccionen.
El mundo difícilmente va a ir mejor cerrando los ojos al tipo de progreso que nos ha traído hasta aquí, cerrando fronteras y cavando fosos, ni reales ni ideológicos. Tampoco se va a arreglar con religiones de diseño, con planes urdidos por funcionarios irresponsables y millonarios locos que pretendan que los demás digamos Amén a sus generosas cosmovisiones y les demos la razón a sus temores. Ya es curioso que la izquierda no sepa reparar en el cui prodest, porque le prometen ser parte del reparto y de la casta que lo administre, pero los ciudadanos del común no deberíamos olvidar que, sin negar los enormes problemas que nos afectan, no hemos llegado hasta aquí a base de dogmas, de censuras, de miedos y de fronteras cerradas, ni físicas ni mentales.
No debería haber contradicción entre patriotismo y globalización, entre ser buen ciudadano y ser cosmopolita, porque la única salida sigue siendo apostar por lo que es más razonable y mejor para los más y, sin negar apego a la aldea ni al barrio, no creer, ni en las peores pesadillas, que todo esto vamos a poder arreglarlo solos los de Bilbao contra el resto del mundo.
Foto: Lena Bell