Las pasadas elecciones en España han puesto sobre la mesa la enorme dificultad con la que tanto PP como PSOE se han encontrado para formar gobiernos estables. El sistema constitucional español organiza su sistema político sobre la base de lo que se denomina un sistema de gobierno parlamentario. Esta forma de gobierno supone una racionalización del célebre principio de la división de poderes que populariza, que no inventara, el señor de La Brède y Barón de Montesquieu, Charles Louis de Secondat.

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Según la visión clásica de dicho principio, expuesto en la obra más conocida del autor francés, El Espíritu de las leyes, el poder político ha de dividirse entre tres instancias fundamentales (ejecutiva, legislativa y judicial) con la finalidad de evitar constituirse en un peligro para la libertad de los ciudadanos. La visión clásica del Barón de Montesquieu contemplaba una división tajante de funciones, personas e instituciones para evitar toda contaminación entre ellas. Según su visión la función de legislar debía recaer exclusivamente en el cuerpo legislativo, jamás en el ejecutivo, y la forma de designación de los titulares de cada poder debía ser independiente. El parlamentarismo es una visión ligeramente modificada del axioma constitucional de Montesquieu. En esta forma de gobierno más que de una separación hay que hablar de un equilibrio y colaboración entre los distintos poderes del estado, con ligera preeminencia del legislativo, al que se considera más cercano a la soberanía popular.

En el parlamentarismo, por lo tanto, la asamblea legislativa o parlamento se configura como el poder fundamental del estado. En ella recae la capital misión de legislar, designar al gobierno del estado y ejercer un control político sobre este a fin de que este, que sólo tiene una representatividad indirecta pues no surge del voto popular directamente sino sólo tras haberse constituido la cámara, no se aleje del mandato popular expresado en las urnas. Frente al modelo presidencial, cuyo exponente más conocido son los Estados Unidos de América, que sigue más fielmente el legado de Montesquieu, la mayoría de los países europeos se fijaron como modelo la experiencia constitucional inglesa en la que se basa el modelo parlamentario. Frente al racionalismo teórico impulsado por el pensador francés y seguido, con diversa fortuna por multitud de naciones iberoamericanas, Europa en su gran mayoría se decantó por un modelo, el parlamentario, menos teórico y más apegado a la realidad histórica de las islas británicas.

Favorecer gobiernos exprés es la coartada para modificar en último término la manera en la que los ciudadanos se relacionan con sus instituciones

El parlamentarismo buscaba conciliar las exigencias del principio de la división de poderes con la pujanza de la institución parlamentaria que desde el siglo XVIII se convirtió en la institución política más importante del Reino Unido. Durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX multitud de países europeos fueron adoptando su sistema constitucional para imitar el sistema político inglés basado en el parlamentarismo tal y como lo hemos descrito en el párrafo anterior.

El parlamentarismo presentaba indudables ventajas. La primera era que permitía establecer una continuidad histórica entre el viejo ideal de la democracia antigua con las viejas asambleas por estamentos de origen medieval que suponían un contrapeso al poder regio y con el moderno principio de la representación política. A medida que durante el siglo XIX y buena parte del XX diversos países fueron ampliando el derecho de sufragio, la identificación entre parlamentarismo y democracia se fue haciendo más estrecha.

Con diversas variantes según los países, el parlamentarismo se fue enfrentando a diversas crisis que vinieron de la mano de coyunturas políticas que le eran adversas. En primer lugar el estallido durante el siglo XIX de las llamadas ideas socialistas que vieron en el parlamentarismo una forma de gobierno esencialmente burguesa, alejada de las ideas maximalistas que sobre la democracia social y económica defendían las ideas socialistas, ya fueran estas de corte fabiano, comunista o anarquista. Frente a esta presión política el parlamentarismo tuvo que acrecentar su base democrática ampliando el derecho de voto para cada vez mayores capas de la población y abriendo las puertas de sus viejas cámaras de origen medieval a las nuevas sensibilidades políticas con partidos de corte socialista.

En segundo lugar durante el llamado periodo de entreguerras en la que dicha forma de gobierno sufrió un desprestigio creciente ante el auge de las ideas totalitarias de corte comunista y fascista. Como pone de manifiesto el autor alemán Carl Schmitt en su obra Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual, el parlamentarismo era visto como una forma de gobierno esencialmente liberal, basada en un relativismo axiológico y en una idea apócrifa de representación, alejada de los intereses de la ciudadanía y secuestrada por un sistema de partidos que la impedían hacer presente los deseos de la ciudadanía.

Esta crisis junto con la experiencia de la crisis de la democracia de Weimar, un sistema semi presidencial donde el parlamentarismo tenía el contrapeso de un canciller con amplios poderes, llevó a una modificación sustancial del régimen político parlamentario con la finalidad de hacerlo más resistente a las presiones políticas de la modernidad. Para ello se instaló en la mayoría de los países europeos lo que se conoce como un parlamentarismo racionalizado, en el que se refuerzan las prerrogativas de los ejecutivos salidos de los parlamentos, protegiéndolos frente a las mociones de censura puramente destructivas y se refuerzan las mayorías parlamentarias que dan lugar a la constitución de gobiernos.

Es en este contexto del llamado parlamentarismo racionalizado en el que hay que situar el famoso artículo 99 del texto constitucional español, que el actual presidente en funciones del gobierno de España, Pedro Sánchez, quiere reformular para facilitar las investiduras de futuros gobiernos que no cuenten con el apoyo de la mayoría de la cámara. Esta medida, de llevarse a cabo junto con la concesión de una prima en escaños para la lista más votada, suponen una nueva modificación del régimen parlamentario en un sentido completamente contrario a la idea fundamental sobre la que descansa el parlamentarismo: la preeminencia de la institución parlamentaria en la dinámica política del estado.

El establecimiento de un sistema axiomático de corte socialdemócrata está originando una seria contestación en multitud de países de nuestro entorno que ven surgir partidos nacional-populistas que plantean una enmienda a la totalidad del programa en el que se basa el consenso socialdemócrata. Resultados inesperados como el del Brexit, gobiernos críticos con la agenda europeísta en países del este o en Italia están dando lugar a la constitución de parlamentos que no se avienen demasiado bien con los dogmas del nuevo progresismo. Es por ello oportuno reconducir la institución parlamentaria reforzando el papel de los ejecutivos, cada vez más tecnocráticos y menos democráticos, a fin de no salirse del guión escrito.

Además, y como viene siendo habitual en los últimos lustros, la generalización del llamado estado del bienestar requiere de una hipertrofia legislativa nunca antes vista con la generalización exponencial de las hasta ahora excepcionales facultades legislativas de las que gozaban los gobiernos, en el caso español los llamados decretos-leyes y decretos legislativos, para acomodar la realidad económica, social y política a las necesidades de unos gobiernos con agendasmás intervencionistas.

En esta nueva axiomática socialdemócrata en la que vivimos inmersos la deriva tecnocrática es cada vez más acusada. Un mayor  número de temas se sustraen del debate político por lo que los parlamentos perderán paulatinamente su protagonismo y las elecciones se convertirán en unos meros plebiscitos donde a los ciudadanos se les propondrá refrendar una agenda política, económica y social decidida en instituciones poco o nada representativas, como la Unión Europea o el llamado Foro de Davos. Del votante se espera más que se aleje de tentaciones populistas, y que se constituya en un responsable ciudadano otorgando su voto a aquellas formaciones que no se salen del guión marcado por las instancias que gobiernan de verdad el mundo.

Althusser tenía razón y la identidad política en la posmodernidad es una identidad constituída especularmente a través de la conformación con la interpelación propuesta por instancias ajenas al propio individuo. Sólo en este sentido de crisis terminal de lo que antaño fue el parlamentarismo cabe entender la pretensión del actual gobierno de reducir el papel del parlamento a la mínima expresión. Favorecer gobiernos exprés es la coartada para modificar en último término la manera en la que los ciudadanos se relacionan con sus instituciones.

Imagen: óleo sobre tela de Asterio Mañanós Martínez (1861–1935)


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